El
último pasajero
Comentan
los viajeros nocturnos del Metro de la Ciudad de México haber oído el rumor de
que por las noches, en las últimas partidas de los trenes se aparece una mujer
anciana vestida de negro, asedia a alguno de los últimos pasajeros y lo
atormenta con sus propios pecados, evidenciando hechos de su vida escondidos y
pertrechados en el fondo de su ser, que por ningún motivo quieren exponer al
juicio de una sociedad ávida de cotilleos para el escarnio y el juicio moral.
Yo
no lo creía, es más, ni siquiera me interesaba comentar algo tan banal,
producto de mentes supersticiosas y deseosas de inventar falacias para espantar
a los crédulos.
Salí de la fiesta de Toño cerca de la
medianoche, con el tiempo justo para trasladarme a casa en el transporte
colectivo. Me había tomado algunas copas, y mi estado de ánimo rebosaba
felicidad y tranquilidad. Llegué a la estación Tlaltelolco un poco antes de que
cerraran las puertas de entrada. Mi destino era Copilco, de dónde tomaría el
pesero que me dejaría a una cuadra de mi casa.
El
andén, desierto, frío, y solitario, se percibía como la entrada a una caverna.
Imaginé en mi exaltación alcohólica, que estaba habitada por vampiros
transitando en las noches por la red de túneles, como avenidas de una gran
ciudad subterránea. Las familias se cruzaban de una estación a otra y se
saludaban cordialmente:
—¿Cómo
está usted, conde Drácula?
—Bien,
mi estimado señor Nosferatu, saludos a la familia.
Éstas y otras imaginaciones
lucubraba mi mente, mientras llegaba el tren.
La
luminosidad y el aire tibio impulsado por el gusano anaranjado acarició mi
rostro, anunció la llegada del último tren de la noche. Escuché el pitido persistente
del largo monstruo y el rechinar de frenos al detenerse. Abrió sus amplias mandíbulas
y me engulló. En su interior sentí el calor de la humanidad acumulada en el
transcurso del día, y me reconfortó. Al iniciar el avance levanté la vista para
escudriñar la presencia de otros pasajeros. Al fondo del vagón observé una
sombra, una presencia difusa que no podía clarificar, lo atribuí a los siete u
ocho tequilas tomados en la casa de Toño y le resté importancia. Me senté y
comencé a pensar en la excusa que sostendría al llegar a casa tarde y borracho.
Le echaría la culpa a mi jefe, diría que tuve que acompañarlo a una reunión y
que al estarlo esperando, me ofreció algunas copas y no pude hacerle el
desaire. ¡Sí!, eso estaba bien, Amanda respetaba mucho a mi jefe, y aunque no
le gustara la situación, la comprendería.
No
la sentí cuando se acercó, sólo escuché su fétido aliento y cavernosa voz cercana a mis oídos que me cuestionó:
—¿Y las manchas de pintura labial
en el cuello de la camisa?
Desconcertado
volteé mi cara y enfrenté la mirada fría y cruel de una mujer de rostro
arrugado, nariz aguileña y pelambre cano, que sobresalía de la capucha de un
abrigo negro. Su vestido largo, sucio y maltrecho cubría unos pies garrosos
cubiertos por unas desgastadas zapatillas.
—¿Le
vas a contar que los labios estampados eran los de Toño? ¿Qué llevas una doble vida?
Espantado,
exudando remordimientos y temblando por el temor de que se hiciera público mi
secreto, comencé a llorar, a pedir perdón, a jurar que dejaría de vivir esa mentira.
Me arrodillé y recé…
—No
te lamentes por tú cobardía, estúpido. Si has logrado mantener tu secreto por
tanto tiempo, no te delataré. Ella también los tiene. uno de los hijos, no es
tuyo… Ahora vivirás guardando dos secretos.