"No lo puedo evitar"
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El chispeo constante de la madrugada lo asediaba en su
deambular vacilante sobre la Avenida Francisco Sosa. Un melancólico alumbrado
lo acompañaba bregándo contra la depresión de la inconsolable noche.
Su caminar errático lo llevó al jardín de
Santa Catarina, ¾sitio enmarcado
en un ambiente señorial por sus edificaciones coloniales. La figura oscura de
la antigua capilla limitaba el horizonte visual de su mirada nerviosa que, con
desesperación hurgante, escudriñaba el entorno. Del sombrero de ala corta escurrían
gotas presurosas en espontáneos senderos a la gabardina oscura que le cubría el
cuerpo. Sentado en una banca, agachó la cabeza, reposándola sobre las palmas de
las manos aún manchadas del granate delator de la última víctima. El color se
diluyó lentamente al asomar lágrimas de rencor y odio en su rostro contraído
por la ira. Se levantó intempestivamente, alzó los brazos amenazando al cielo
con los puños, y un rubor súbito, llamarada de rabia que se agolpó en su cara, lo
invadió congestionando por segundos sus facciones, hasta desembocar en un grito
estentóreo, que brotó como lava ardiente en la desolada plaza, replicándose en
los muros ancestrales:
—¡Miserable,
desgraciada! ¡Puta!... ¡puta!..., ¡cada vez que me la hagas… la pagas! ¡Muere, madre!, ¡muere!
Se quedó sollozando en silencio el resto de
la noche, recibiendo sobre su cuerpo lastimeras lágrimas celestes, incapaces de
disolver pecados.
“Tenía
un oscuro presentimiento de qué aún no había concluido todo y de que pronto
cometería de nuevo algún crimen espantoso, que borraría con su magnitud el
recuerdo de su anterior delito” *
Al clarear el día llamó a la policía. Con
voz temblorosa hizo su denuncia:
¾¡Maté
a mi madre!..., el cadáver está en la calle de Progreso, en Coyoacán.
¾¡Deténganme!,
por lo qué más quieran. ¡No lo puedo evitar!... Siento la necesidad de
asesinar, y… disfruto hacerlo. Tengo miedo de entregarme, dejé ahí mi cuchillo…
Abrió la puerta y escuchó el llamado lastimero:
¾Julián,
hijo mío ¿dónde andabas? Francisco y yo hemos estado preocupados toda la noche
por ti. Te buscamos con tus amistades y, finalmente, hablamos a la policía.
Tratando de contener con ambas manos las
abundantes lágrimas, se dirigió a la madre, gritándole:
—¡Ya te
dije qué no quiero a ese hombre en la casa!, ¡me quitó mi lugar!, ¡me
desplazó!... ¡Ya no me amas!
—Francisco
ya se fue. Báñate y vente acostar.
Levantó la sábana y se deslizó al lado del
cuerpo tibio y desnudo, de respiración entrecortada, que anhelante le tendió
los brazos y lo estrechó con pasión.
El sonido ininterrumpido del timbre los despertó, la madre
se cubrió con la bata y salió a abrir la puerta. ¿Quién es?
—El
detective Godínez, ¿señora Aurora Pastrana?
—Sí
—¿Se
encuentra su hijo, Julián?...
*Mary Shelley
20 de agosto de 2017