domingo, 23 de febrero de 2020

Haciendo cuentas



Haciendo cuentas
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Cada vida es una diferente
Forma de suicidio
Sergio Galindo
¡Cuántas flores! ¿No?... Me rodean ramos, coronas, cruces, arreglos de diferentes colores. Los aromas se mezclan con las conversaciones a media voz que flotan en el ambiente fúnebre, en un murmullo perfumado, constante y sordo, que se esparce, por el velatorio como un débil lamento, recordando a los asistentes la precariedad de la vida…
            Mira esa sencilla corona de claveles blancos que está frente al féretro. Es de mis cuatro hijos. Se la sugirieron en la florería porque con ella se expresa admiración y amor al difunto. Un homenaje a su persona. Mis hijos, ya los conoces, son gente de bien, que han formado buenos matrimonios y nos han dado ocho nietos. Poco los vemos, viven fuera. Debido a mi deceso, todos vinieron: ¡Ahora si, tengo el gusto de ver a  la familia entera! Los hijos me lloran, los nietos se aburren. Yo, me siento extrañamente libre.
            ¡Ahí está…! con un ramo de rosas rojas expresándome su amor y agradecimiento por los cuarenta años que logramos vivir juntos. Su dolor es callado y mustio. El sentimiento de abandono es tal, que se sumerge en los recuerdos, en este momento los está rescatándo,  aprisionándolos en un recorrido por nuestra vida común. Exhibe a la concurrencia su tristeza y resignación; cada abrazo un cansado agradecimiento. Ansía la soledad para convivir conmigo en la nostalgia.
            …¡Si, ya nos vamos!, solo permíteme seguir disfrutando a mis invitados.
            Ves esa enorme corona de rosas blancas con el letrero: “Descansa en paz, amigo. Isaac”. Es del maldito judío que con argucias se quedó con mi edificio, y ahora, con el pretexto de las condolencias, se quiere quedar con “Toñita”.
            ¡Págale a mis deudos lo que me debes, desgraciado!
            Ya sé que no me oye, pero quería gritárselo en su cara el día más significativo de mi vida… el último.
Tu sabes que en estos postreros días, he hecho un balance de mi estancia en este mundo, no porque espere rendirle cuentas a alguien, sino para justipreciar setenta y tantos años con el ahora deteriorado cuerpo. Como ya sabrás, al rato me incinerarán, tal vez lo hacen para que me vaya acostumbrando. ¿No te ríes?, no importa. Es un sarcasmo particular. Nada me afecta, ahora soy libre.
¡No te acerques tanto!, siento la bocamanga de tu túnica de terciopelo violeta rozar mi rostro al  tomar mi mano… No me apresures, sólo permiteme disfrutar mis arreglos florales…
¿Ves aquella canasta de flores amarillas y blancas? La trajo Eduardo, el amigo sencillo, discreto y brillante profesionista al que desde la facultad envidié por su integridad y valor civil. Nunca se lo dije, pero fue un paradígma en mi vida, que nunca pude alcanzar.
Esas gladiolas, son de Pedro, mi primo. Es la flor de la sinceridad, la fuerza, el honor, los recuerdos y el cariño. ¡Es hipocresía, tu lo sabes! Me traicionó en aquel negocio. Me pidió perdón, ¿pero quién soy yo para perdonar y exculparle de su indignidad?, de quitarle un peso de encima. El victimario debe de lavar sus culpas con acciones de contrición, si verdaderamente está arrepentido ¿No?...
¡Ya voy, ya voy, nada más no me empujes! ¡Sí, ya sé que tienes otros trabajos!... 
¡Cómo de que ya te pisé la toga. No, no se me olvida que es de terciopelo violeta!...

domingo, 16 de febrero de 2020

La Bruma

Bruma
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La mañana gris y fría se aferra a la ventana con viscosa continuidad, nublando la visión del jardín; se filtra lentamente por los intersticios del cuarto de estudio donde Alberto, entumido, pretende escribir una carta…
 El turbio celaje invade el ambiente y envara sus entumecidos dedos. Decide prepararse un café; cuando regresa, mira confuso el desolador cuarto, con la sensación de que algo ha cambiado. 
¿Será que los problemas con Matilde han confundido su discernimiento a tal grado que percibe diferente la atmósfera que lo rodea?... 
La bruma, ha penetrado en la habitación y lo envuelve con un gélido abrazo. Comienza, atelerido, a redactar la comunicación: 
“Marzo 18…
Matilde, te escribo la presente con el corazón destrozado de dolor, al tener sospechas de tu infidelidad…”
            Se fija en la fecha y se da cuenta de que el ordenador la corrigió al día anterior: Marzo 17... Trata de actualizarla, y la devuelve a la anterior. Molesto, se pone un abrigo, la bufanda y lleva el aparato con el técnico.
            
Señor Godínez, ya revisé su computadora, y está bien la fecha: diecisiete de marzo. Alberto lo corroboró con el periódico sobre el mostrador. Intrigado y confuso, se refugia en un parque a reflexionar lo inaudito de la situación. ¡No tiene lógica!, ¡es incomprensible! 
El cambio se lo atribuye a la gélida bruma que lo envolvió en el estudio. “un designio superior, que tiene un propósito, un mensaje, algo fuera de mi alcance”, pensó.
            Quiso aprovechar el regalo del destino, con la sospecha del engaño de su mujer con algún empleado de la oficina. Eran casi las seis de la tarde, hora de salida. Se apostó en una mesa resguardada del café cercano al centro de trabajo. Y, en efecto, Matilde y el químico Laureano Beteta, llegaron y ocuparon una mesa afuera del local. El trato cariñoso, no se hizo esperar… 
            Los celos se manifestaron inmediatamente: ¡Tenía que saber de qué hablaban, qué tramaban! Vio cómo, antes de despedirse, el químico le entregó un pequeño frasco ámbar que Matilde guardó en su bolso.
            Compró un aparato para oír a distancia y una grabadora. Llegó a casa por la noche, saludó a su esposa con un ligero beso en la mejilla y se fue a dormir.
            Por la mañana comprobó que el sortilegio seguía actuando, conocía de antemano las noticias y las acciones emprendidas ese día. Todo igual, menos lo referente a las actividades desarrolladas respecto a Matilde . Por la tarde se instaló en la cafetería, y comenzó el acecho. 
Cinco días retrocediendo en la vida fueron suficientes para saber que querían envenenarlo con el sustrato del hongo de la muerte (Amanita Phalloides), preparado por Laureano

Entró al estudio temprano, y encendió el computador. Al igual que el día que cambió todo, la mañana era gris, la viscosa neblina se aferró a la ventana y se introdujo en la habitación hasta cubrirlo, y apresarlo en el frío ambiente. Momentos después, sintió el repentino cambio: los rayos fulgentes del sol matinal ahuyentaron poco a poco la bruma y calentaron el recinto. Volvió su mirada al ordenador y se fijó en la fecha: 18 de marzo. Rememoraba todo lo referente al sortilegio, pero se le habían borrado los recuerdos de los espacios sustituidos. Lo que recordó con angustia y desesperación, fue qué ¡ese día, lo envenenarían!
            Subió sigilosamente a la habitación, comprobó que su esposa estaba en el baño, buscó su bolsa, y cambió el frasco por uno igual, con una sustancia inocua. En la cocina vació el contenido mortal en la ensalada y sándwich de la fiambrera de Matilde. Su esposa, antes de irse a trabajar, hizo lo mismo con el desayuno de Alberto.   
16 de febrero de 2020