jueves, 28 de noviembre de 2024

Celos

Celos

JllM


Caminaba por la desolada calle. Los vetustos árboles sombreaban mi deambular en el ambiente otoñal que la suave brisa acariciaba sutilmente. Necesitaba esclarecer mi vida, definir acciones en el aspecto sentimental. La relación con Carmela cada día era más fría y distante; los eventuales encuentros eróticos, se habían convertido en rutinas insulsas que no satisfacían a ninguno y por el contrario, contribuían a distanciarnos más. 

Sospechaba que tenía otra relación. Los celos me alteraban y eran motivo de constantes discusiones ⏤esperaba que se distrajera para revisar su bolsa y teléfono; escuchaba subrepticiamente sus llamadas telefónicas; cuando se metía a bañar, olía su ropa interior. Escondido tras los árboles, vigilaba su salida del trabajo⏤. Nunca encontré nada, pero me alimentaba de ansiedad, desesperación y estrés; se me retorcían las tripas pensando en la infidelidad, el engaño,  la traición… 

A media cuadra de distancia observé un grupo de mujeres extrañamente vestidas con vistosos atuendos largos, algunas traían chaquetilla y blusas abombadas en las mangas; cubiertas las cabezas con pañoletas , aretes grandes y pulseras doradas. Al acercarme, tres o cuatro me abordaron y con afabilidad y confianza, me preguntaron si quería saber mi destino: 

—El pasado, presente y futuro, está marcado en tus manos. Nuestro encuentro no es coincidencia, los astros se interesan en ti, por eso nos encontramos, dijeron.

—Dame tu mano derecha y deposita en ella un billete, me indicó una mujer morena, joven, de grandes ojos negros. Dado que precisamente estaba en un momento de análisis de mi vida, decidí aceptar el ofrecimiento y saqué un billete de cincuenta pesos de mi cartera y los deposité en la palma de mi mano. Con suavidad me la extendió sobre la suya y comenzó a delinear las líneas marcadas.

—Mira, güero, esta línea horizontal es la de la cabeza y la de abajo es la de la vida. Parece que ahora tienes muchos problemas en el área afectiva. 

Asentí, inclinando la cabeza.

—Para leerte la línea del corazón, tu mano debe cubrirse de otro billete, dijo.

Lo hice y ella continuó:

—Tú línea de la vida muestra que has tenido pocos amores y aquí —señaló una bifurcación—se ve un conflicto y una bifurcación. Puede ser o separación o infidelidad… 

¡El alma se me fue al piso, se aceleró mi pulso y comencé a sudar! Titubeando, pregunté:

—¿Qué puedo hacer?

—Pon doscientos pesos en mi mano y te daré un ensalmo que hará que tu mujer te adore, que no quiera apartarse de ti. Le di el dinero y me entregó el gotero con el elíxir que salvaría mi vida.

De regreso a casa quise tomar un taxi, pero no encontré mi cartera. Era de noche, quise ver la hora y tampoco estaba el reloj, que me había quitado “para que fluyera libremente mi destino”. grité a todo pulmón, ¡Pinches viejas rateras! Y emprendí el regreso a pie, con el ánimo descompuesto.

Caminando se fue diluyendo mi coraje y con la firme esperanza de cambiar mi actitud en la relación,  tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablar de amor en un entorno de confrontación. Decidí iniciar un proceso intensivo de cortejo.

En la cena fui tierno, ante una respuesta de frío silencio. Me decidí y puse tres gotas del elixir en el vaso de Carmela. Comimos en silencio. Me quedé a leer un poco en la sala y cuando llegué a la recámara… ¡Me esperaba Carmela con un negligé negro y una pasión contenida, que no tardamos en satisfacer! Una hora después, la exigencia de amor se repitió. En la madrugada, volvió a suceder. Y Carmela, no dejó pasar el mañanero.

“¡Gracias, brujas!”, grité dentro de mi.

La paradoja es que: ¡Aún no termina el mes y… ya tengo miedo de llegar a casa!



 

jueves, 14 de noviembre de 2024

Fulgores intimiantes

 Fulgores intimidantes 

JLlM

El calor húmedo del verano y el cuerpo sofocante de su esposa, lo hacían sudar. Divagaba, en un duermevela de inquietud, sobre la vieja casona que habitaban: un inmueble de dos pisos, fracturados en diversas zonas, cuyas oquedades se prolongaban por las habitaciones. Utilizaban solo una recámara, la cocina y un pequeño antecomedor para vivir. ¡Ellas, ellas…, toda la casa!

Al llegar, encendían las luces y al hacerlo, escuchaban el repiqueteo presuroso de una lluvia interior sobre la duela y la mirada inquisitiva de pequeños ojos rojos y brillosos. 


El arañar ininterrumpido dentro del closet despertó a Arturo. Una aprensión temorosa lo invadió, le erizó la piel y provocó  un sabor amargo que saturó su boca reseca. Fue por la escoba y con el sudor perlando su cuerpo, se acercó al closet. Muy despacio, abrió la puerta: un haz de luz iluminó la penumbra y cuatro destellos la reflejaron al voltear hacia él, se pasearon lentamente por la habitación, permanecieron unos segundos observándolo, e intempestivamente saltaron hacia la puerta; sintió sus cuerpos deslizarse entre las piernas y el roce de las colas al rebasarlo: ¡eran enormes! ⏤y en su percepción… fieras salvajes⏤. De pelaje pardo y mirada vivaz, lo vigilaban retadoramente, abrían el hocico mostrando su afilada dentadura y emitían chillidos intimidatorios, que lo hostigaban. Persiguió a una, la prensó contra el suelo; el animal se revolcó y emitiendo chillidos estridentes, se escabulló;  parándose en vertical, lo enfrentó con su hocico abierto. 

Su esposa,  asustada, y ovillada en la cama, lo alertó:

            —¡Cuidado, Arturo! 

Volvió la cabeza y alcanzó a ver a la otra rata que se acercaba sigilosamente. Fue tras de ella, y a escobazos la hizo correr. El roedor subió a la cama, provocando el de terror de la esposa,  arrinconada en la cabecera:

                    —¡Quítamela¡, ¡quítamela!...,  le gritó con desesperación.

Con un escobazo la bajó, haciendo que cayera al centro de la habitación. Las fue orillando a base de golpes hacia la escalera. No corrían… lo enfrentaban. Las  cercó poco a poco. Con cada empujón de la escoba, se volteaban, y paradas verticalmente, lo amenazaban. Así, las bajó, peldaño tras peldaño y agresión, tras agresión, logrando llevarlas a la calle. En la madrugada, con el nerviosismo y aprensión a cuestas, conciliaron el sueño. El relajamiento después de la tensión, hizo que la somnolencia llegara lentamente…

 

Sintió cosquillas en la mejilla, como si lo acariciaran con un pincel, e inconscientemente se rascó. Ese ligero movimiento lo alertó: abrió con pesadez sus párpados y… el fulgor de dos miradas frente a su cara… ¡lo paralizó de terror!