jueves, 14 de noviembre de 2024

Fulgores intimiantes

 Fulgores intimidantes 

JLlM

El calor húmedo del verano y el cuerpo sofocante de su esposa, lo hacían sudar. Divagaba, en un duermevela de inquietud, sobre la vieja casona que habitaban: un inmueble de dos pisos, fracturados en diversas zonas, cuyas oquedades se prolongaban por las habitaciones. Utilizaban solo una recámara, la cocina y un pequeño antecomedor para vivir. ¡Ellas, ellas…, toda la casa!

Al llegar, encendían las luces y al hacerlo, escuchaban el repiqueteo presuroso de una lluvia interior sobre la duela y la mirada inquisitiva de pequeños ojos rojos y brillosos. 


El arañar ininterrumpido dentro del closet despertó a Arturo. Una aprensión temorosa lo invadió, le erizó la piel y provocó  un sabor amargo que saturó su boca reseca. Fue por la escoba y con el sudor perlando su cuerpo, se acercó al closet. Muy despacio, abrió la puerta: un haz de luz iluminó la penumbra y cuatro destellos la reflejaron al voltear hacia él, se pasearon lentamente por la habitación, permanecieron unos segundos observándolo, e intempestivamente saltaron hacia la puerta; sintió sus cuerpos deslizarse entre las piernas y el roce de las colas al rebasarlo: ¡eran enormes! ⏤y en su percepción… fieras salvajes⏤. De pelaje pardo y mirada vivaz, lo vigilaban retadoramente, abrían el hocico mostrando su afilada dentadura y emitían chillidos intimidatorios, que lo hostigaban. Persiguió a una, la prensó contra el suelo; el animal se revolcó y emitiendo chillidos estridentes, se escabulló;  parándose en vertical, lo enfrentó con su hocico abierto. 

Su esposa,  asustada, y ovillada en la cama, lo alertó:

            —¡Cuidado, Arturo! 

Volvió la cabeza y alcanzó a ver a la otra rata que se acercaba sigilosamente. Fue tras de ella, y a escobazos la hizo correr. El roedor subió a la cama, provocando el de terror de la esposa,  arrinconada en la cabecera:

                    —¡Quítamela¡, ¡quítamela!...,  le gritó con desesperación.

Con un escobazo la bajó, haciendo que cayera al centro de la habitación. Las fue orillando a base de golpes hacia la escalera. No corrían… lo enfrentaban. Las  cercó poco a poco. Con cada empujón de la escoba, se volteaban, y paradas verticalmente, lo amenazaban. Así, las bajó, peldaño tras peldaño y agresión, tras agresión, logrando llevarlas a la calle. En la madrugada, con el nerviosismo y aprensión a cuestas, conciliaron el sueño. El relajamiento después de la tensión, hizo que la somnolencia llegara lentamente…

 

Sintió cosquillas en la mejilla, como si lo acariciaran con un pincel, e inconscientemente se rascó. Ese ligero movimiento lo alertó: abrió con pesadez sus párpados y… el fulgor de dos miradas frente a su cara… ¡lo paralizó de terror!



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