domingo, 1 de diciembre de 2013

La palabra maldita


La palabra maldita




La blasfemia es una oración al revés
Antonio Machado Ruíz

El olor del café invadía el ambiente de la tranquila y arbolada calle, aromatizando el caminar de los transeúntes al pasar por un lado de la terraza bordeada de macetones del restaurante. Los adoquines de la antigua arteria soportaban, murmurando, el peso de los vehículos con la entereza y humildad acostumbrada; la humedad del entorno después de la lluvia vespertina, bajaba la temperatura llenando el lugar de aromas frescos con olor a tierra mojada.
            Francisco esperaba en una mesa arrinconada al fondo del área abierta la llegada de su amigo; fumaba su tercer cigarrillo y bebía la segunda taza de café. Sin desesperarse, leía El laberinto de la soledad.
            Pedro llegó atropelladamente a la mesa agitado y jadeando, para demostrar el esfuerzo de arribar a tiempo, como si el último segundo representara el recorrido y justificara el retraso de una hora. Dejó sus cosas sobre una silla y un libro sobre la mesa.
            —¡Perdón, amigo! Venía en chinga desde la Universidad y me agarró un chingado embotellamiento que me impidió avanzar por media hora. Lamento la tardanza.
            Se desparramó sobre la silla descargando la tensión contenida, estiró los pies por debajo de la mesa y levantó su brazo para solicitar la atención de la mesera.
            —¡Lolita! Un café americano, por favor.
            Después de actualizar sus vidas, las de las respectivas familias y el trabajo, comenzaron a interiorizarse en un diálogo que vivificaba la emoción de acciones pasadas, de anécdotas vividas conjuntamente, y de ahí saltaron al análisis de la actualidad política, económica y social…
            —¡A este país ya se lo llevó la chingada —dijo Pedro. El gobierno está proponiendo la venta de los recursos energéticos al tratar de modificar los artículos 27 y 28 de la Constitución. Es un regalo al gran capital nacional y extranjero, empobrecerá cada vez más al pueblo. Sonriendo, Francisco cambió el tono de voz y comentó:
            —¡Me enoja este tema! pasemos a algo más agradable, como el uso de la palabrita que usaste dos veces a tu entrada: “Chingar”. Octavio Paz, en éste libro que estoy leyendo describe con amplitud su uso y connotaciones en los diferentes aspectos de la vida social del país:
“…es una voz mágica. Basta un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el sentido varíe. Hay tantos matices como entonaciones: tantos significados como sentimientos. Se puede ser un chingón, un Gran Chingón, un chingaquedito, un chingoncito. Pero la pluralidad de significaciones no impide la idea de agresión en todos sus grados…”.
            Después de darle un sorbo a su café y una fumada al cigarrillo, aprovechó la pausa para cambiar de tema y preguntó:
            —Y tú ¿qué lees?
            Alicia en el País de las Maravillas
            —¿A tu edad?
            —Sí, para analizarlo en la clase de Literatura que doy en la Facultad. ¡Ah!, a propósito de la palaba a la que nos estamos refiriendo, pienso que se puede aplicar a todo el cuento: Al principio de ese relato, el conejo que ve Alicia, ¡va en chinga!, porque se le hace tarde.
            —Como a ti hace rato ¿verdad?
            —¡Ya me disculpé! Decía que Alicia al caer al pozo, se dio un chingadazo ¿no? Y utilizando la palabra con otro sentido: ella es la chingona de esta historia; aunque la Reina de corazones quiere hacerle sombra demostrando su poder a chingadazos ¿Ves cómo cuadra? Todo en la vida puede ser enfatizado con esta palabra maldita.
            —Sí, como dijo Octavio Paz: “El verbo chingar, maligno, ágil y juguetón como un animal de presa, engendra muchas expresiones. En suma, chingar es hacer violencia sobre otro. Es un verbo masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha. Y provoca una amarga, resentida satisfacción en el que lo ejecuta...
            Siguieron conversando bajo el cobijo de la terraza, iluminados por la noche estrellada, fragmentada únicamente por los brazos arbóreos como presuntuosas botargas que animadas por la refrescante brisa, ocultaban parcialmente la visibilidad. El aroma a café recién preparado y el humo de los cigarrillos, flotaban en el ambiente mientras las conversaciones en las mesas cercanas con sonidos confusos, alteraban la tranquilidad, y las risas discordantes animaban la terraza del lugar. Con cierto pesar, los entrañables amigos pidieron la cuenta y se dieron un abrazo de despedida. Al depositarla sobre  la mesa, el mesero sonrió esperando el pago y la propina. Se miraron a los ojos, Pedro desvió la vista, tomó sus cosas, dio la media vuelta y encaminándose a la puerta dijo en voz alta:
            —¡Págala por favor! No traigo dinero.
             Por lo que Francisco sacó unos billetes del bolsillo y los puso sobre la cuenta:

            —¡Pinche Pedro! ¡ya me chingaste de nuevo!                                                                                

viernes, 22 de noviembre de 2013

Invierno

Invierno
Jorge Llera
Al final del otoño, cuando los días se tornan desapacibles y turbios, el  invierno  se introduce de manera hipócrita en la ciudad, cubriendo con su manto gris el horizonte que él contempla desde su ventana. Aquel viejo árbol de nochebuena es el centro del jardín que rodea la mansión colindante con su casa. La tozudez del vegetal ante el clima, es un desafío orgulloso al insustancial paisaje; fuente de vitalidad con lo pertinaz de su combativo verdor. Su vestimenta, reta al frío ambiente con el rubor adolescente de sus brácteas y despide un rojo orgulloso al acompañar al viejo año que pronto llegará a su fin.
            La nostalgia transporta su pensamiento tres lustros atrás, durante las vacaciones de invierno, cuando observaba al viejo árbol cubierto de inflorescencias soportar el continuo vaivén del columpio pendiente de sus brazos y animando con su sostén, el júbilo de la jovencita de escasos once años. Desde su atalaya, escucha los regaños que hace a la nana por no mecerla como le ordena. Delgada, alta y de cabello dorado, emula a un tallo de trigo próximo a la cosecha. Es deliciosamente fea —como suelen ser las niñas que están destinadas a convertirse después de unos pocos años en indeciblemente encantadoras y acarrear miserias sin fin sobre un gran numero de hombres. Muestra ya a esa edad, el carácter altivo y frío del invierno, el orgullo y la actitud dominante que la conducirán por la vida.
            Ese día, el comportamiento caprichoso de la chiquilla le dio risa. Se alejó de la ventana y pensó que merecía un par de nalgadas. Salió presurosamente de su casa y en bicicleta, se dirigió a la preparatoria.
            Pasaron los años… La veía en su jardín al amparo del viejo árbol y circundada siempre de admiradores. Ella lo sorprendía frecuentemente, observándola detrás de las cortinas de la ventana y sonreía para sí, segura de acumular otro seguidor.
             Llegó a la cena de fin de año en el Country Club y la vio al fondo del salón con un vestido rojo, escotado, insinuando la turgencia de unos senos pequeños y garbosos que levantaban la sedosa tela con la punta de los pezones y dibujaban su contorno; la dejaban caer deslizándose adosada al cuerpo, moldeando las caderas y resaltando someramente el pubis, para ir a descansar al borde del piso, esbozando unas zapatillas altas del mismo color. Conversaba animadamente con varios hombres elegantes, vestidos de smoking. Cuando levantó la mirada, le vio y sonrió ladeando la cabeza; su rubia cabellera se deslizó hacia la derecha de su cuerpo para reposar acariciando su hombro con suavidad y dejando ver parte del blanco cuello enmarcado en rubíes.
            Se acercó y entrando con firmeza al círculo de admiradores, le tendió la mano y la condujo con prestancia hacia la terraza. Sentados frente a la balaustrada, admiraron la luminosidad de la ciudad en una límpida noche invernal punteada con destellos, como sus remembranzas, salpicando la conversación. Y alumbrados por una gran luna llena que les requería mayor intimidad, disfrutaron sus presencias hasta el amanecer.
            A partir de esa noche su mundo cambió, la vida ya no volvió a pertenecerle, su pasión lo maniató y esclavizó; ahora era de ella, como las alhajas que portaba elegantemente durante los eventos y las desprendía de su cuerpo al perder su capacidad de adornarla.
            Cinco años duró su enajenación, su servil atención e idolatría por esa relación invernal que lo angustiaba y desequilibraba. El estallido se dio al regreso de una reunión, en la que ella se propasó en la bebida y flirteando con un joven apuesto, se esfumó por más de una hora, para regresar con una sonrisa de satisfacción y darle un beso en la boca.
            Salieron a toda prisa. En el paroxismo de una irritación sin control, aumentó la velocidad del vehículo mientras discutía; ella, impávida, sonreía. No soportó más el desdén y viró el volante, rebasó el acotamiento y el automóvil cayó en la hondonada arrastrando con él sus pasiones…
            Desde la ventana de su habitación, después de cumplir su condena por homicidio imprudencial, contempla el viejo árbol de nochebuenas que persiste con su verdor  preservando la vida y acompaña, como de costumbre, la despedida del año, con el rojo sangre de sus inflorescencias.
           
20 de noviembre de 2013
             


viernes, 15 de noviembre de 2013

Amigo



Amigo

Jorge Llera


¡No lo vuelvas a traer a casa! ¡No lo soporto! Le gritó su mujer desde la cocina mientras lavaba los platos. Momentos antes, Mauricio de la Torre se había despedido molesto por los comentarios de Andrea sobre su vida personal y por el abuso que, según ella, hacía de la amistad con Eduardo. Durante la cena, los ánimos comenzaron a caldearse cuando le criticó su agnosticismo como forma de vida. Le achacó que su irreligiosidad dejaba sin bases morales el desarrollo de sus hijos, "estaba formando unos delincuentes en potencia". Esta intrusión en su privacidad y sus creencias molestó a Mauricio, pero lo que lo exasperó fue que le recriminara la falta de pago de un préstamo que Eduardo le había hecho recientemente.
          Eduardo y Mauricio la conocieron de estudiantes y formaron un trío inseparable hasta el final de sus estudios. Se separaron cuando Mauricio se fue a trabajar fuera de la ciudad. Pasado el tiempo, Eduardo y Andrea se casaron.
          Se veían ocasionalmente, cuando llegaba a venir. Cenaban en casa y jugaban a las cartas con el invitado y su pareja.
          La actitud de Andrea cambió respecto a Mauricio después de una noche en que se cenó y jugó hasta la madrugada.  A partir de ese día, él se distanció más de lo acostumbrado  y Andrea lo fue ignorando en sus conversaciones; con el tiempo, comenzó a denostarlo. Eduardo, no entendía el cambio de una entrañable amistad a un frío desprecio y por más que lo trató de averiguar, nunca logró una explicación. Consciente de la problemática, procuraba mantenerlos alejados.
          Esta vez el encuentro fue obligado, porque ambos tenían que firmar unos documentos que llegaron a casa de Eduardo y pasarían a recogerlos muy temprano por la mañana. Fue por eso que pensó que no tendría problemas al invitarlo a cenar.
         Alterado, cerró de golpe la puerta del departamento y salió corriendo a buscar a Mauricio. Bajó desde el tercer piso saltando los escalones, irrumpiendo abruptamente en la fría y húmeda avenida matizada de promiscuos charcos, que amortizaban su carrera salpicándola de desesperación. Lo vio a la distancia, entrando al viejo puente de piedra escasamente iluminado por un farol amarillento, que destellaba tristeza en el lagrimeo de la noche. Cubierto con la gabardina oscura, un sombrero de fieltro y con su portafolio bajo el brazo, pensativo, caminaba lentamente. En su actitud, comprendió que la amistad se alarga y estira en la compresión y el cariño, pero que su resistencia está limitada por la voluntad de las partes.
          Lo alcanzó disculpándose de mil maneras, lo cercó con sus brazos transmitiéndole el más profundo sentimiento de cariño y le solicitó verlo por la mañana en su oficina.
          Con el aprecio de siempre, Mauricio lo invitó a entrar y le entregó las escrituras del departamento que rescató de la hipoteca vencida, motivo de la firma del día anterior y una carta que le pidió leyera cuando estuviera solo. Se despidieron asegurándose que pasara lo que pasara, su amistad perduraría.
          Llegó al parque,  y en una banca a la sombra de un árbol, frente a una vereda que serpenteando como la existencia se perdía en la lejanía, sacó de su sobré la carta y leyó:
          "...Mauricio, en la cena necesitaba llamar tu atención y hacerte sentir que me interesas más que como amigo, por eso te acaricié con mi pié tu pierna, necesito que platiquemos, llámame..."
          Sintió que un frío helado lo invadía y lo paralizaba, le cortaba la respiración comprimiéndole el tórax como sí lo prensaran, la rabia le inflamó el corazón e irritó los ojos, desbordando su amargura. Respiró profundamente y permaneció un largo tiempo pensativo. Levantó la cabeza, se secó las lágrimas y emprendió el regreso a casa.
          Abrió la puerta de entrada del departamento, se dirigió a la cocina y saludó a su esposa con un beso y preguntándole:
—¿Cómo te fue hoy, mi amor...?


3 de septiembre de 2013