viernes, 15 de noviembre de 2013

Amigo



Amigo

Jorge Llera


¡No lo vuelvas a traer a casa! ¡No lo soporto! Le gritó su mujer desde la cocina mientras lavaba los platos. Momentos antes, Mauricio de la Torre se había despedido molesto por los comentarios de Andrea sobre su vida personal y por el abuso que, según ella, hacía de la amistad con Eduardo. Durante la cena, los ánimos comenzaron a caldearse cuando le criticó su agnosticismo como forma de vida. Le achacó que su irreligiosidad dejaba sin bases morales el desarrollo de sus hijos, "estaba formando unos delincuentes en potencia". Esta intrusión en su privacidad y sus creencias molestó a Mauricio, pero lo que lo exasperó fue que le recriminara la falta de pago de un préstamo que Eduardo le había hecho recientemente.
          Eduardo y Mauricio la conocieron de estudiantes y formaron un trío inseparable hasta el final de sus estudios. Se separaron cuando Mauricio se fue a trabajar fuera de la ciudad. Pasado el tiempo, Eduardo y Andrea se casaron.
          Se veían ocasionalmente, cuando llegaba a venir. Cenaban en casa y jugaban a las cartas con el invitado y su pareja.
          La actitud de Andrea cambió respecto a Mauricio después de una noche en que se cenó y jugó hasta la madrugada.  A partir de ese día, él se distanció más de lo acostumbrado  y Andrea lo fue ignorando en sus conversaciones; con el tiempo, comenzó a denostarlo. Eduardo, no entendía el cambio de una entrañable amistad a un frío desprecio y por más que lo trató de averiguar, nunca logró una explicación. Consciente de la problemática, procuraba mantenerlos alejados.
          Esta vez el encuentro fue obligado, porque ambos tenían que firmar unos documentos que llegaron a casa de Eduardo y pasarían a recogerlos muy temprano por la mañana. Fue por eso que pensó que no tendría problemas al invitarlo a cenar.
         Alterado, cerró de golpe la puerta del departamento y salió corriendo a buscar a Mauricio. Bajó desde el tercer piso saltando los escalones, irrumpiendo abruptamente en la fría y húmeda avenida matizada de promiscuos charcos, que amortizaban su carrera salpicándola de desesperación. Lo vio a la distancia, entrando al viejo puente de piedra escasamente iluminado por un farol amarillento, que destellaba tristeza en el lagrimeo de la noche. Cubierto con la gabardina oscura, un sombrero de fieltro y con su portafolio bajo el brazo, pensativo, caminaba lentamente. En su actitud, comprendió que la amistad se alarga y estira en la compresión y el cariño, pero que su resistencia está limitada por la voluntad de las partes.
          Lo alcanzó disculpándose de mil maneras, lo cercó con sus brazos transmitiéndole el más profundo sentimiento de cariño y le solicitó verlo por la mañana en su oficina.
          Con el aprecio de siempre, Mauricio lo invitó a entrar y le entregó las escrituras del departamento que rescató de la hipoteca vencida, motivo de la firma del día anterior y una carta que le pidió leyera cuando estuviera solo. Se despidieron asegurándose que pasara lo que pasara, su amistad perduraría.
          Llegó al parque,  y en una banca a la sombra de un árbol, frente a una vereda que serpenteando como la existencia se perdía en la lejanía, sacó de su sobré la carta y leyó:
          "...Mauricio, en la cena necesitaba llamar tu atención y hacerte sentir que me interesas más que como amigo, por eso te acaricié con mi pié tu pierna, necesito que platiquemos, llámame..."
          Sintió que un frío helado lo invadía y lo paralizaba, le cortaba la respiración comprimiéndole el tórax como sí lo prensaran, la rabia le inflamó el corazón e irritó los ojos, desbordando su amargura. Respiró profundamente y permaneció un largo tiempo pensativo. Levantó la cabeza, se secó las lágrimas y emprendió el regreso a casa.
          Abrió la puerta de entrada del departamento, se dirigió a la cocina y saludó a su esposa con un beso y preguntándole:
—¿Cómo te fue hoy, mi amor...?


3 de septiembre de 2013

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