La palabra maldita
La blasfemia es una oración al
revés
Antonio Machado Ruíz
El olor
del café invadía el ambiente de la tranquila y arbolada calle, aromatizando el
caminar de los transeúntes al pasar por un lado de la terraza bordeada de
macetones del restaurante. Los adoquines de la antigua arteria soportaban,
murmurando, el peso de los vehículos con la entereza y humildad acostumbrada; la
humedad del entorno después de la lluvia vespertina, bajaba la temperatura
llenando el lugar de aromas frescos con olor a tierra mojada.
Francisco
esperaba en una mesa arrinconada al fondo del área abierta la llegada de su
amigo; fumaba su tercer cigarrillo y bebía la segunda taza de café. Sin
desesperarse, leía El laberinto de la
soledad.
Pedro
llegó atropelladamente a la mesa agitado y jadeando, para demostrar el esfuerzo
de arribar a tiempo, como si el último segundo representara el recorrido y
justificara el retraso de una hora. Dejó sus cosas sobre una silla y un libro
sobre la mesa.
—¡Perdón,
amigo! Venía en chinga desde la Universidad y me agarró un chingado
embotellamiento que me impidió avanzar por media hora. Lamento la tardanza.
Se
desparramó sobre la silla descargando la tensión contenida, estiró los pies por
debajo de la mesa y levantó su brazo para solicitar la atención de la mesera.
—¡Lolita!
Un café americano, por favor.
Después
de actualizar sus vidas, las de las respectivas familias y el trabajo,
comenzaron a interiorizarse en un diálogo que vivificaba la emoción de acciones
pasadas, de anécdotas vividas conjuntamente, y de ahí saltaron al análisis de
la actualidad política, económica y social…
—¡A
este país ya se lo llevó la chingada —dijo Pedro. El gobierno está proponiendo
la venta de los recursos energéticos al tratar de modificar los artículos 27 y
28 de la Constitución. Es un regalo al gran capital nacional y extranjero,
empobrecerá cada vez más al pueblo. Sonriendo, Francisco cambió el tono de voz
y comentó:
—¡Me
enoja este tema! pasemos a algo más agradable, como el uso de la palabrita que
usaste dos veces a tu entrada: “Chingar”. Octavio Paz, en éste libro que estoy
leyendo describe con amplitud su uso y connotaciones en los diferentes aspectos
de la vida social del país:
“…es
una voz mágica. Basta un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el
sentido varíe. Hay tantos matices como entonaciones: tantos significados como
sentimientos. Se puede ser un chingón, un Gran Chingón, un chingaquedito, un
chingoncito. Pero la pluralidad de significaciones no impide la idea de
agresión en todos sus grados…”.
Después de darle un sorbo a su café
y una fumada al cigarrillo, aprovechó la pausa para cambiar de tema y preguntó:
—Y tú ¿qué lees?
—Alicia en el País de las Maravillas
—¿A
tu edad?
—Sí,
para analizarlo en la clase de Literatura que doy en la Facultad. ¡Ah!, a
propósito de la palaba a la que nos estamos refiriendo, pienso que se puede
aplicar a todo el cuento: Al principio de ese relato, el conejo que ve Alicia, ¡va
en chinga!, porque se le hace tarde.
—Como
a ti hace rato ¿verdad?
—¡Ya
me disculpé! Decía que Alicia al caer al pozo, se dio un chingadazo ¿no? Y utilizando
la palabra con otro sentido: ella es la chingona de esta historia; aunque la
Reina de corazones quiere hacerle sombra demostrando su poder a chingadazos ¿Ves
cómo cuadra? Todo en la vida puede ser enfatizado con esta palabra maldita.
—Sí,
como dijo Octavio Paz: “El verbo chingar, maligno, ágil y juguetón como un animal de presa,
engendra muchas expresiones. En suma, chingar es hacer violencia sobre otro. Es
un verbo masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha. Y provoca una
amarga, resentida satisfacción en el que lo ejecuta...”
Siguieron conversando bajo el cobijo
de la terraza, iluminados por la noche estrellada, fragmentada únicamente por
los brazos arbóreos como presuntuosas botargas que animadas por la refrescante
brisa, ocultaban parcialmente la visibilidad. El aroma a café recién preparado
y el humo de los cigarrillos, flotaban en el ambiente mientras las conversaciones
en las mesas cercanas con sonidos confusos, alteraban la tranquilidad, y las
risas discordantes animaban la terraza del lugar. Con cierto pesar, los
entrañables amigos pidieron la cuenta y se dieron un abrazo de despedida. Al
depositarla sobre la mesa, el mesero
sonrió esperando el pago y la propina. Se miraron a los ojos, Pedro desvió la
vista, tomó sus cosas, dio la media vuelta y encaminándose a la puerta dijo en
voz alta:
—¡Págala por favor! No traigo
dinero.
Por lo que Francisco sacó unos billetes del
bolsillo y los puso sobre la cuenta:
—¡Pinche
Pedro! ¡ya me chingaste de nuevo!
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