Puerta
de libertad
Tú sólo puedes
tratar a un niño de la misma manera
con que estás hecho, con fuerza, ruido e
iracundia.
Esto te parecía además muy adecuado…
Franz Kafka
Carta al padre
La
vara delgada, flexible y ansiosa por imponer el castigo, silbó al surcar el
espacio velozmente y lastimar con un chasquido las palmas abiertas de las manos
de Francisco, que esperaba el dolor ardiente con angustiante resignación,
temblabando de miedo. Lloroso aceptó el castigo por haber transgredido la ley. El
impacto sobre la piel y el aullido lastimero, confirmaron la sentencia: —¡en esta casa mi palabra es ley! y ¡se
cumple! Cinco golpes sellaron el fallo y la represión… —¡A la cama, sin cenar!
Abatido
y furioso; llorando de sentimiento y desconsolado, se tiró sobre el lecho a rumiar
su amargura y ovillar el rencor acumulado a través de su corta vida, como
respuesta al desprecio, odio y autoritarismo paterno. Era injusto, aplicaba la
ley a conveniencia; lo obligaba a cumplir órdenes y no le daba opción de
replicar. No le gustaba la vida militar y su padre había determinado que ése
era su destino. Sin embargo, lo quería, pensó.
—¡No!
No lo quiero, lo odio. Ha hecho sufrir a mi madre y hermanas. ¡Es insoportable!
—dijo en voz alta. Siguió mascullando frases de dolor y pesar hasta que el
sueño doblegó su voluntad y el cansancio; el hambre y el tiempo, aletargaron su
conciencia relajando sus pasiones, postrándolo en un sueño inquieto y
perturbador.
Llegó
a un castillo en lo alto del cerro de la justicia y se paró ante su gran
entrada. En la parte superior había un letrero que decía La ley. En el pórtico un
guardián, su
padre. Uniformado de militar, con el fusil al hombro y aspecto temible,
resguardaba el umbral. Le preguntó al guardia si le permitiría entrar y éste contestó
que no. Que probara a entrar, pero que
recordara que él, con ser poderoso, era sólo el ultimo de los guardianes; entre
salón y salón había más. Al observar el porte temible del guardián, se
persuadió de que convenía más esperar. Envejeció en la puerta de la ley; nunca se
atrevió a entrar, muriendo con el deseo y el temor en su cuerpo. La pusilánime
cobardía, disfrazada de respeto, se lo impidió.
Despertó angustiado cuando su
padre le gritó que bajara a desayunar. Mientras consumían sus alimentos, le
informó que lo llevaría al cuartel del ejército a presentarlo con el comandante
de la zona para que se enrolase. De nada valió su negativa a ser militar, la
súplica de que reconsiderase su decisión, el llanto y lamentaciones.
Abordaron la carreta
y se dirigieron al campo militar. El
sinuoso camino subía adherido a la ladera como si fuera una hiedra sobre el
muro, estrechándose tanto en algunos tramos que las ruedas lamían en ocasiones
el borde del precipicio. Jalados por una mula, avanzaban lentamente. Cayeron
las primeras gotas de lluvia al atardecer; un viento frío impulsó la negrura
sobre la montaña dificultando la visión y lastimándolos con el agua al impactar
sus rostros. El lodo hizo inestable el camino y la bestia comenzó a resbalar. Una
fulgurante luz quebró el horizonte iluminándolo fugazmente, segundos después el
ruido ronco y ensordecedor en los costados de la serranía enloqueció a la mula
que corrió despavorida rompiendo los aparejos y arrastrando el carruaje al
precipicio. Quedaron suspendidos de las ramas de un árbol que amortiguó la
caída, a varios metros del camino. El vehículo aplastó el cuerpo del padre.
Francisco, ileso, se apresuró a atenderlo; arrodillándose frente a él le preguntó
cómo estaba y qué podía hacer. Con un susurro el padre le indicó que fuera por
ayuda al cuartel porque se estaba muriendo.
Francisco, desesperado subió la ladera hasta alcanzar el
camino, corrió un tramo a la máxima velocidad que daban sus piernas en el mar
de lluvia que lo envolvía y jadeando. se refugió bajo la saliente de una gran
roca. Descansó un momento, analizó la situación, reinició su camino con lentitud y esbozándo una sonrisa
pronunció en un susurro:
—Esta es la ley.
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