El Estrés
…la cárcel en la que creemos
estar encerradosno lo es.
Su puerta no tiene cerrojo
Catherine Rambert
—¡Despierta, Abelardo!, que se te hace tarde para el
trabajo. ¡Siempre con esa flojera! ¡Así cómo quieres que te aumenten el sueldo,
si toda la vida llegas tarde! ¡Ah! Y a propósito de sueldo, apenas es día cinco
y ya no tengo dinero. ¡A ver cómo le haces!, le debemos a todo el mundo y yo
tengo que poner mi carota a donde voy. Ya nadie nos quiere prestar… Después de
oír sin escuchar a su mujer, un pensamiento lo invadió: ¡Te tengo!… Me encanta martirizarte, que sudes, te angusties, sientas
dolor en el pecho, no descanses, apenas duermas… eres de mi propiedad hasta el
fin de tu vida. Soy tu estrés, amigo mío, ¡jamás te soltaré!
Perturbado, llegó a la oficina con
dolor de cabeza y arrastrando los pies de cansancio. Con el sueño atrasado y
gran desgana comenzó su día laboral. Del otro lado de la oficina su jefe le
gritó:
—¡Gonzalitos! ¿Ya están los documentos
que hay que enviar a la notaría? ¡Se los pedí desde el jueves!
—En un momento más, señor. Ya casi los
termino.
—¡Acuérdese, tiene que contestar las
tres demandas de ayer! También ir a los juzgados a revisar el avance de
nuestros juicios. Antes de que se vaya, pase a mi oficina, le voy a pedir algo…
¡Apúrese Gonzalitos!
Se desató el nudo de la ancha corbata
azul a rayas, sentía que lo ahorcaba. El sudor le escurría por el cuello y el palpitar de las arterias como
un llamado de tambores a combate, lo embotaba. Respiraba agitada y
entrecortadamente, sintiendo que unas manos calientes y húmedas le apretaban la
garganta intentando asfixiarlo. Se quitó el arrugado saco gris que tantos años
le había dado prestancia en el despacho de abogados y un frío húmedo le
recorrió la espalda, despegó la camisa y se dedicó a revisar documentos. Las
manos le temblaban, le dolía la cabeza y tenía sed. Quería huir, salir a la
calle y gritar… ¡Ser libre!, desprenderse de ese ser que lo dominaba y martirizaba. La
dificultad para respirar, lo seguía atormentando y desesperaba; el calor en la oficina era
insoportable, irritante. Salió a la calle buscando paz, un poco de tranquilidad
reconfortante.
El sol chillante y déspota del
mediodía lo sarandeó. El abrasador pavimento sudando vapores de las atarjeas y
acumulando pisadas de los transeúntes, calcinaba la suela de sus zapatos. Trató
de avanzar pero la muchedumbre lo arrastró en vilo; el rumbo no lo determinaba
él, sino las circunstancias… como su vida. Encontró una banca y se sentó a descansar.
Echó la cabeza hacia atrás y respiró con profundidad. La voz del estrés invadió
sus pensamientos: ¡Te tengo, eres mío
como gran parte de la humanidad!, mi siervo. Sufrirás el infierno en este
mundo, no en el futuro. Padecerás del tormento que el Gran
Maestro diseñó,
inventándome. Crezco conforme la presión por sobrevivir aumenta; las
necesidades me alimentan, la prisa por aprovechar el tiempo es el lubricante y
la urgencia de mayor productividad, el combustible. ¡Qué el humano sufra la
vida! ¡El castigo está aquí, en la
Tierra! Las promesas de las religiones de una vida feliz en un mundo
espiritual… son sólo ilusiones, propaganda…
Tomó una decisión. Empeñó su reloj y
acudió con un psiquiatra quién le recetó ansiolíticos. En casa y una vez tomado
el medicamento, pensó: Ya ves, no me tienes dominado, todavía conservo mi libre
albedrío. Pero con medicamentos. No podrás sostenerte
por mucho tiempo… Te estaré esperando,
le contestó con ironía el estrés.
—Esperarás sentado, imbécil. Mañana me
jubilo, dejo a mi vieja y me voy a una playa… ¡Al carajo, estrés!
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