La noche del jueves
Jamás se había detenido a pensar
en lo inauditas que son las noches;
en lo descomunales que son.
Se sintió como un difunto en la noche
Francisco Tario
Cuarto
día de la semana de un verano ardiente, lujurioso en aromas, que entran por la ventana
con pesado y pegajoso sopor, permaneciendo estático en la habitación. El aire
perezoso de la madrugada roza mis mejillas mientras trato de dormir. Desnudo
sobre la cama, soporto el sudor chicloso de mi cuerpo y la humedad sofocante
que se condensa alrededor. El ruido sordo del ventilador, como el de un
continuo rodar de tren, distrae mi atención en mis vanos intentos de conciliar
el sueño.
Enciendo
la luz de la lámpara del buró y trato de continuar con la lectura de un libro para
romper con la tensión del no poder dormir. Leo sin comprender tres páginas, y
el hastío y la pesadez me vencen. Me apresuro a apagar la luz y comienzo a
dormitar…
El
lejano sonido de la locomotora anuncia la proximidad de un cambio, una salida,
un destino. El ferrocarril se acerca a la estación con ritmo lento y constante,
como el del tiempo en la vida. Se detiene, y espero con cierta aprensión subir.
Ya en camino, escucho que al sonido de la locomotora se prende un zumbido que
se acerca amenazante, volteo al horizonte a través de la ventanilla y distingo
a lo lejos una mancha grisácea que se acerca volando en picada; el artefacto se
aproxima a velocidad, oigo con claridad el ruido de su motor, lo veo de frente
y en picada: es un Caza alemán que comienza a disparar hiladas de balas,
marcando un vertiginoso camino que se acerca a mí, velozmente y me obliga a
tirarme al suelo para esquivarlos. El avión pasa de largo, da vuelta y vuelve a
atacar, corro por el pasillo hacia los furgones de carga; tropiezo, quedando
tendido boca abajo, me cubro la cabeza con los brazos cuando siento que el
ruido de su motor me perfora el oído y… despierto, tratando con un repentino
manotazo sobre mi cachete izquierdo, de eliminar a mi agresor.
Enciendo
la luz, somnoliento y cansado. Busco a mi atacante por todas la habitación y lo localizo en la pared frente a
la cama. Fuera de mi alcance, el diminuto agresor parece burlarse de mí, me
hace fintas moviendo sus patas como lanzando golpes y la cabeza en un péndulo
constante, esperando esquivar los posibles golpes que le envíe. Se detiene y me
observa sonriente y burlón, contoneando su pico. Encorajinado y muerto de
sueño, busco un objeto contundente para eliminar al rival y lo encuentro en la
revista Playboy que dejé en el buró.
Con pasos arrastrados y lentos, tratando de sorprenderlo, coloco una silla bajo
el enemigo, me subo con mi arma en ristre, tomo puntería y disparo… El mosco
vuela un pequeño tramo carcajeándose de mi lentitud y me vuelve a retar. Casi
en la desesperación, con enojo y desfalleciente de sueño hago nuevamente el
intento con idénticos resultados. La burla me persigue hasta conciliar el sueño
al amanecer.
Salí
de mi casa rumbo al trabajo, arrastrando los pies y sintiendo en mis hombros el
pesado lastre de una noche de insomnio. Camino a la oficina con la frustración
nublando la mañana cálida de la ciudad. El aire plagado de contaminantes reseca
mi nariz, mi cabeza retumba por el ruido de los cláxones, y aumenta el dolor punzante
de una noche de martirio.
Llego
a la oficina con la luminosidad del día lastimando mis pupilas, el bochorno del
ambiente anuncia un día candente, sudoroso y malhumorado. Enciendo el ventilador,
me quito el saco, desabrocho la corbata y las agujetas de los zapatos,
liberando la opresión a mis doloridos pies, y me siento a revisar la correspondencia.
Conforme lo hago, el sopor me produce somnolencia, comienzo a escuchar en la lejanía el rítmico
sonido del tren próximo a la estación, el bufido anunciando su cercanía y… el
sonido amenazante del caza alemán, acercándose peligrosamente.
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