domingo, 12 de noviembre de 2017

Numerología


Numerología 


Francisco, historiador emérito de la Universidad Nacional, encontró en los archivos vaticanos antecedentes de un célebre astronomo italiano, Giordano Bruno, reconocido por haber mejorado el modelo copernicano al proponer que el Sol era una simple estrella y el universo debía tener infinitos mundos y planetas. Aunque era un personaje notable en la sociedad, fue quemado vivo por hereje. 
Leyó en la crónica del archivo vaticano: “…atado en la pira, con las llamas lamiendo su cuerpo y cubierto por una densa humareda que se elevaba desde la base ardiente en volutas chirriantes impregnadas de un hedor a carne chamuscada, Giordano emitió desgarradores alaridos de dolor. En el último momento, maldijo al responsable de su martirio:
“¡Satanás! ¡Imploro a tú supremo poder, a la divina maldad, para ejercer venganza sobre el alguacil y su descendencia, te pido sufran el mismo tormento!... 
            El alguacil Camilo Illia, culpable de su sentencia, murió el quince del mes de junio del mismo año de 1608, calcinado en su hogar mientras dormía.
Francisco, aficionado a la numerología, después de leer las crónicas de la época, inició un análisis sobre  los dígitos del día de la muerte y… Sorpresivamente, comprobó que El resultado, formaba el número 666… ¡el número del diablo!
    Intrigado, investigó la descendencia del fiscal en  la siguiente generación y descubrió  que su único hijo, Fabricio y su familia, murieron, abrasados en el granero de su granja, el veinticuatro de junio de mil seiscientos diecisiete a consecuencia de una invasión bárbara.  Nuevamente, el número maldito: 666!
    Comprendió entonces que el estigma persiguió a la familia del fiscal y marcó sus muertes con el número satánico.
    —“Estoy firmemente convencido de que, de una manera u otra, acabará con esto, la maldición… ¡El altísimo no podía permitir semejante atrocidad!”, pensó Francisco.

    Siguió leyendo crónicas de la ciudad de Roma y descubrió que, desde el año de 1608, en tabernas, casas de reputación dudosa y barriadas populares, habían habido incendios con consecuencias de heridos y muertos…
    —Después de analizar la información, concluyó : 
    “Tal vez, el alguacil Camilo Illia era un truhan, sinvergüenza y vividor…”

domingo, 29 de octubre de 2017

Fosforescencias


Fosforescencias
Gárgamel
Visitábamos España en una excursión de fin de cursos. En Madrid, el recorrido incluía el Museo Reina Sofía, con la expectativa de tener un panorama del arte español del siglo veinte. Los principales atractivos eran ver el Guernica, la gran obra cubista de Picasso sobre el bombardeo alemán a ese pueblo vasco, y el gran edificio neoclásico del Siglo XVIII de lo que fue el antiguo Hospital General de Madrid.
            La guía que conducía al grupo explicaba: “…la primera fundación del Hospital San Carlos, actual sede del Museo, se debió al rey Felipe II, quien, en el siglo XVI, centralizó en este lugar todos los hospitales dispersos de la Corte…”  Sin atender las explicaciones, María y Esther jugueteaban por el pasillo y hacían bromas, impidiéndome prestar atención al relato. Proseguía la conductora, “…el edificio posee una leyenda negra muy densa, ya que fue testigo de diversas epidemias que azotaron a Madrid durante el Siglo XVIII. Tifus, cólera, tuberculosis y peste,  produjeron estragos entre la población, muchos enfermos murieron y fueron enterrados en el subsuelo del propio hospital…”
Mis amigas, inquietas, recorrían pasillos fuera del trayecto, entraban en recintos prohibidos, abrían puertas, investigaban, y llegaban a platicarme lo descubierto. Sin dejar que me perturbaran reincorporé mi atención a lo que se decía en ese momento: “…aún hoy, platican los guardias del museo que durante las noches, vagan las almas de quienes murieron entre sus muros. Se habla en especial del espíritu de tres monjas momificadas encontradas en los sótanos del edificio, predeciblemente enfermeras que durante las epidemias, deambulan por los pasillos. Los especialistas en fenómenos paranormales, ven ahí representada  la teoría de la impregnación, según la cual en ciertos lugares puede quedar plasmada la energía de los acontecimientos ocurridos en el pasado, sobre todo aquellos con una alta carga emocional…” Los alumnos, impresionados con la plática, se volteaban a ver con miradas escépticas, y sonrisas nerviosas; continuamos el recorrido comprimiendo el grupo, como si al hacerlo buscáramos la protección mutua.
            Llegamos a la sala donde se encuentra el Guernica, y mientras la guía iniciaba con: “El mural es un alegato en tonos grisáceos, contra la violencia de la guerra en general. No aparece ni un avión, ni un arma bélica... eso le otorga su condición de imagen universal"… Sentí un jalón abrupto y la orden: ¡Síguenos, Blanca, nos vamos a divertir! Me llevaron casi a rastras por un pasillo descendente y oscuro que iniciaba en una puerta cercana al mural. Caminamos en la semioscuridad, iluminadas solamente por las pequeñas lámparas de luz amarillenta adosadas a la pared. Como si estuviéramos en una mina, la humedad ambiente se fue incorporando al bajar constantemente, hasta llegar a un pasillo de tierra, que terminaba en la puerta de un enrejado custodiada débilmente por un enmohecido candado, que con un fuerte tirón, dejó de cumplir su función de guardián. En ese momento, me resistí a seguirlas. Después de discutir brevemente, me convencieron de llegar sólo a la débil luz que se apreciaba cercana. Al reanudar el camino , el aire se enrareció y nuestra respiración se hizo difícil. Decidimos regresar, pero al tratar de volver, sentimos un desvanecimiento y rodamos camino abajo…
            Desperté en la oscuridad absoluta. Me sentí rodeada de infinidad de objetos, y  palpé la superficie esférica de algunos, la tubular de otros, y grité horrorizada:
¡María! ¡Esther!, ¡¿dónde están?!
Unos gritos de terror y de angustiante llanto, reflejaron la parálisis en que se encontraban.
La pequeña luz blanca a la que pretendíamos dirigirnos inicialmente, se fue acercando y creciendo en dimensión hasta diferenciar tres cuerpos luminosos caminando lentamente. Las facciones difusas de sus rostros, enmarcadas por las capuchas resplandecientes de sus hábitos, se perdían en un movimiento acuoso de destellos. El avance lento y flotante hacia nosotras nos enloqueció de pánico,  e hizo que nos hundiéramos en la masa ósea que nos sostenía…

Sí, el candado está abierto… Enfoca la linterna hacia la derecha… ¡Ahí están!, sobre el sendero. Espero que los gases del ambiente no las hayan afectado…

29 de octubre de 2017

domingo, 22 de octubre de 2017

El tañer de la esperanza



El tañer de la esperanza
Gárgamel

Tomó conciencia de la oscuridad absoluta, la fúnebre totalidad que esbozada en el silencio abrumador y pegajoso, lastimaba con su mutismo, la obligaba  a resguardarse en la soledad helada y temerosa de su profundo desamparo. Flotaba en laingravidez de un confuso mundo en su fortuíta realidad: áspero, oscuro, frío, y rodeada de objetos que cercaban ycomprimían su cuerpo en un abrazo sofocante e inmovilizador; la mantenían petrificada, respirando por la boca, por lo turbio del ambiente. Trató de mover sus extremidades, y sus músculos no le respondieron. Pretendió hacerlo varias veces, y las órdenes rebotaban en el límite del dolor de su angustiada conciencia, como eco lastimero de voces extrañas. Emitió  gritos de desesperación pidiendo auxilio, y de la boca reseca no salió ningún sonido. Se imaginó embalsamada dentro de un ataúd… “muerta en vida”, pensó. Percibía los penetrantes humores de su cuerpo, que el calor exacerbado por la escasez de oxígeno, evidenciaba. El hedor nauseabundo y el permanente terregal penetraban con cada bocanada, provocando arcadas constanteque no concluían en el vómito liberador.   
​            No sentía dolor, solo la sensación extraña de ser espectadora, de estar fuera de la acción, vagamente inmersa en ella. Estaba sedienta, necesitaba con urgencia un sorbo de agua. Su lengua cuarteada por la resequedad, se pegaba al paladar ante la falta de saliva. 
En un caos de pensamientos que fustigaban su afiebrada mente, trató de recordar los últimos sucesos:
...¡El escritorio se mueve!... ¡Truenan las paredes!... ¡Está temblando!... ¡Salgan, corran!... fue el último recuerdo antes de que una pared se desplomara sobre su costado, golpeándola en la cabeza.
Ahora esperaba, comprendía que habían comenzado las labores de rescate, mas no estaba segura de que llegaran a tiempo de liberarla. Sus pensamientos eran dispersos, desvariaba; llegaban a su mente imágenes de familia, amigos ¾recuerdos que la marcaron en sus cuarenta años de existencia¾. Le angustiaba que sus hijos quedaran sin apoyo… 
¡La consumía la sed!, ¡la implacable necesidad de un sorbo de agua! No podía mover la lengua, le dolía al tratar de desprenderla del paladar, la carne viva de las grietas causadas por la resequedad, le ardían con cada movimiento… Comenzaron a dolerle los golpes recibidos. La presión sobre la cadera comenzó a causarle un dolor agudo y punzante… Sentía clavos perforándole el vientre, incrustándose en la pelvis. En sus desvaríosescuchó el tañido lúgubre de las campanas que anunciaban la hora del día, supuso que era el reloj de la cúpula de la iglesia cercana a su oficina. Pensó que ese sonido era lo único constante y rutinario dentro de las circunstancias caóticas por las que estaba pasando y se propuso aferrarse a él, para hacerlo con la vida. Cuatro campanadas que registró en su mente: un tatuaje, una marca indeleble que la anclaba a la existencia. 
            Entre la somnolencia que le producía la debilidad, los dolores de cabeza y de cadera, alcanzó a escuchar el tañer débil de seis campanadas. Seis toques de esperanza,  de aliento, de exigencia en la lucha por sobrevivir. Sin embargo, la respiración gutural, y el ardor al pasar el aire contaminado a los pulmones, hacían de cada aspiración una tortura, que se sumaba a la desesperante sed y a los dolores del cuerpo. “Cada vez más débil, más cercana a la muerte”, pensó con angustia.
            Antes de desmayar nuevamente, creyó oír  en lo más lejano de su conciencia, el tañer de diez campanadas,  y enmascarado en el sonido,  el ladrido de un perro…
22 de octubre de 2017

domingo, 10 de septiembre de 2017

El placer del mar


El placer del mar

Jorge Llera

 A Esther
El mar acariciaba los costados del gran velero, salpicando espuma blanca en cada cabeceo; un vaivén adormecedor invitaba a disfrutar el clima tropical del sureste asiático. Los rayos del sol en el mediodía, abochornaban nuestros cuerpos, lo que nos obligaba a vestir ligero. Recargados en el barandal de la cubierta superior, veíamos como el resplandor parecía acompañarnos produciendo reflejos en las aguas calmas, en las que ocasionalmente podíamos divisar alguna aleta errante, o el caparazón oscuro de una infatigable tortuga que a ritmo lento, pero constante, perseguía su brumoso destino.
            Nos llegó al camarote la invitación del capitán del velero a cenar en su mesa en la noche de gala ¡Una distinción que no me perdería por nada del mundo! Aquel hombre alto, esbelto, de mirada cristalina, que suavizaba los rasgos recios de un marino de experiencia, remarcando con cautivadora sonrisa el final de las conversaciones, me impactó. El pelo áureo, ondulante, que desbordaba la gorra del uniforme le daba un aspecto de informalidad juvenil. Su afabilidad seducía a los pasajeros y la gallardía de su porte, les imponía el respeto que exigía su cargo.
            Mi marido, un tanto ajeno en general a las circunstancias que lo rodeaban, no pasó desapercibida la atracción que el marino ejercía en mí, y aceptó concurrir a la cena con un dejo de displicencia.
            La cena de gala implicó que usáramos una vestimenta adecuada a la celebración: mi marido de esmoquin y yo, un vestido de satén azul oscuro, con un amplio escote, que permitió lucir el collar de pedrería fina. Mi cuerpo  resaltaba la caída untuosa del vestido, que como una segunda piel, afinaba la esbeltez de mi figura. Al llegar a la mesa, el capitán nos recibió solícito y me sentó a su lado ¾no pude dejar de observar el gesto de disgusto de mi marido. Nos pasamos la noche conversando y en varias ocasiones, le pidió permiso  para sacarme a bailar. En los giros de una música suave y candente, el aroma  de su excitante loción aceleraba mi respiración, lo aspiraba e imaginaba fantasías, sus brazos fuertes me cercaban, sentí su protección y el calor reconfortante de su cuerpo; vivía anhelos, experimentaba ansias… mas la pieza terminó y con ella, el encanto.
            Mi esposo, mohíno y cansado, se fue a dormir a la media noche, yo llegué al camarote con la luz del día. Una escena de celos y agresión me recibió dentro del camarote hasta momentos antes de ir a la excursión. El propósito del paseo: dar de  comer a los tiburones. Somnolienta, bajé con todos los turistas a la balsa. Emprendimos el recorrido y tras algunas horas de disfrutar el paisaje marino: la claridad del mar que permitía ver en el fondo los colores de los diferentes peces en cardúmenes estáticamente ordenados en paredes o, delfines que nos acompañaban por tramos largos caracoleando a nuestro derredor, demostrando su calidez, llegamos al sitio elegido. Nos pusimos nuestros equipos de buceo y bajamos al mundo maravilloso de color y movimiento del arrecife. Multitudes de peces de formas, tamaño, texturas y cromatismos, nos rodeaban; estiraba los brazos para tratar de tocarlos, y… se alejaban. Estaba tan impresionada e impactada por el espectáculo, que no me di cuenta de que sólo quedábamos el guía y yo, el resto del grupo había subido a la superficie. El guía portaba una cubeta, de la cual sacó un pescado, me lo dio  y me indicó  lo sostuviera de la cola y lo alejara de mi cuerpo. Inconsciente del propósito, seguí sus instrucciones: inmediatamente vi que una figura enorme, larga y pesada, se acercó velozmente hacia mí, abrió sus enormes fauces, plagada de colmillos, y me arrancó de un tirón la presa. El miedo me invadió cuando descubrí al levantar la vista que estaba rodeada de tiburones. El temor me hizo salir a la superficie a escuchar el aplauso de los demás turistas que no se animaron a vivir la experiencia, entre ellos mi marido, que arrepentido de su arrebato, me recibió ofreciéndome una toalla.
            Al terminar el Crucero por los Mares del Sur, aprendí que es una zona plagada de tiburones, algunos buscan comida, otros… placer. Disfruté, los dos.