domingo, 10 de septiembre de 2017

El placer del mar


El placer del mar

Jorge Llera

 A Esther
El mar acariciaba los costados del gran velero, salpicando espuma blanca en cada cabeceo; un vaivén adormecedor invitaba a disfrutar el clima tropical del sureste asiático. Los rayos del sol en el mediodía, abochornaban nuestros cuerpos, lo que nos obligaba a vestir ligero. Recargados en el barandal de la cubierta superior, veíamos como el resplandor parecía acompañarnos produciendo reflejos en las aguas calmas, en las que ocasionalmente podíamos divisar alguna aleta errante, o el caparazón oscuro de una infatigable tortuga que a ritmo lento, pero constante, perseguía su brumoso destino.
            Nos llegó al camarote la invitación del capitán del velero a cenar en su mesa en la noche de gala ¡Una distinción que no me perdería por nada del mundo! Aquel hombre alto, esbelto, de mirada cristalina, que suavizaba los rasgos recios de un marino de experiencia, remarcando con cautivadora sonrisa el final de las conversaciones, me impactó. El pelo áureo, ondulante, que desbordaba la gorra del uniforme le daba un aspecto de informalidad juvenil. Su afabilidad seducía a los pasajeros y la gallardía de su porte, les imponía el respeto que exigía su cargo.
            Mi marido, un tanto ajeno en general a las circunstancias que lo rodeaban, no pasó desapercibida la atracción que el marino ejercía en mí, y aceptó concurrir a la cena con un dejo de displicencia.
            La cena de gala implicó que usáramos una vestimenta adecuada a la celebración: mi marido de esmoquin y yo, un vestido de satén azul oscuro, con un amplio escote, que permitió lucir el collar de pedrería fina. Mi cuerpo  resaltaba la caída untuosa del vestido, que como una segunda piel, afinaba la esbeltez de mi figura. Al llegar a la mesa, el capitán nos recibió solícito y me sentó a su lado ¾no pude dejar de observar el gesto de disgusto de mi marido. Nos pasamos la noche conversando y en varias ocasiones, le pidió permiso  para sacarme a bailar. En los giros de una música suave y candente, el aroma  de su excitante loción aceleraba mi respiración, lo aspiraba e imaginaba fantasías, sus brazos fuertes me cercaban, sentí su protección y el calor reconfortante de su cuerpo; vivía anhelos, experimentaba ansias… mas la pieza terminó y con ella, el encanto.
            Mi esposo, mohíno y cansado, se fue a dormir a la media noche, yo llegué al camarote con la luz del día. Una escena de celos y agresión me recibió dentro del camarote hasta momentos antes de ir a la excursión. El propósito del paseo: dar de  comer a los tiburones. Somnolienta, bajé con todos los turistas a la balsa. Emprendimos el recorrido y tras algunas horas de disfrutar el paisaje marino: la claridad del mar que permitía ver en el fondo los colores de los diferentes peces en cardúmenes estáticamente ordenados en paredes o, delfines que nos acompañaban por tramos largos caracoleando a nuestro derredor, demostrando su calidez, llegamos al sitio elegido. Nos pusimos nuestros equipos de buceo y bajamos al mundo maravilloso de color y movimiento del arrecife. Multitudes de peces de formas, tamaño, texturas y cromatismos, nos rodeaban; estiraba los brazos para tratar de tocarlos, y… se alejaban. Estaba tan impresionada e impactada por el espectáculo, que no me di cuenta de que sólo quedábamos el guía y yo, el resto del grupo había subido a la superficie. El guía portaba una cubeta, de la cual sacó un pescado, me lo dio  y me indicó  lo sostuviera de la cola y lo alejara de mi cuerpo. Inconsciente del propósito, seguí sus instrucciones: inmediatamente vi que una figura enorme, larga y pesada, se acercó velozmente hacia mí, abrió sus enormes fauces, plagada de colmillos, y me arrancó de un tirón la presa. El miedo me invadió cuando descubrí al levantar la vista que estaba rodeada de tiburones. El temor me hizo salir a la superficie a escuchar el aplauso de los demás turistas que no se animaron a vivir la experiencia, entre ellos mi marido, que arrepentido de su arrebato, me recibió ofreciéndome una toalla.
            Al terminar el Crucero por los Mares del Sur, aprendí que es una zona plagada de tiburones, algunos buscan comida, otros… placer. Disfruté, los dos.






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