Primavera
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La brisa fresca de la
mañana abreva fragancias de campo, e intenta entrar por el balcón de la habitación; cosquillea
levemente a las cortinas, que con ligeros sobresaltos, se apartan permitiendo
la entrada. Yolanda, adormilada percibe el aroma húmedo de las flores que
hidratan sus fosas nasales, e incorporan aire tibio a los pulmones; se
desentumece estirando los brazos, y ocasionando que el leve baby doll rosado suba por la delicada
cintura; sonríe con complacencia al mirar su figura en el espejo y peina su
cabellera con los dedos. Se dirige al balcón y apoyándose en la balaustrada
admira la primavera: los árboles rebosantes de hojas, el parterre entero floreciendo
como parte del lienzo de un pintor universal que colorea con alegría la
naturaleza.
El sol lujurioso inyecta energía a los amantes, es la época del cortejo,
los machos visten sus mejores galas para atraer a la pareja; las hembras
coquetean sorteando el cortejo, manipulando tiempos y movimientos, para aumentar
la excitación; definen el cuándo, dónde y… con quién. La sicalipsis ronda en el
ambiente cálido, exuberante concupiscente, y voluptuoso de la mañana. Yolanda
lo siente, está inquieta; la primavera
ha entrado a su cuerpo, la sensibilidad a los sentidos: el trinar de los pájaros,
el olor de las flores, la armonía de colores en la naturaleza… La sensualidad
la vive al tocar un suave tela o al acariciar con levedad su cuerpo.
¡Lo ha decidido!, quiere experimentar su primavera. Toma el teléfono y
le habla a Elsa:
¾¡Vámonos de día de
campo!, invita a los muchachos…
El calor del mediodía sofoca al transitar por las sinuosidades
asfálticas de la carretera a Tres Marías. El aire caliente al entrar por las
ventanas acalora los cuerpos, los sudora y esparce en el ambiente feromonas…
Silvestre conduce, a su lado, Yolanda recarga la cabeza en el hombro de él y descansa su mano en la
pantorrilla. En la parte de atrás Elsa y Federico se abrazan y besan con la
desesperación que emana de las primeras experiencias eróticas en sus jóvenes
cuerpos. Juan Manuel, el pequeño hermano de Silvestre, arrincona sus diez años
de vida a una portezuela. Curioso observa el manipuleo de las parejas; en
ocasiones sonríe y vuelve a perderse en la observación del paisaje.
Por el camino de terracería llegan a un lugar apartado; el bosque los
circunda, la floresta los estrecha y la naturaleza ardiente les exige un rito a
la primavera.
Bajan del carro y cada pareja toma rumbos diferentes en busca de un
altar donde ofrendar sus pasiones. Juan Manuel se queda solo y luego de vagar
un rato, decide investigar…
Encorvado, sorteando ramas y arbustos se
coloca detrás de su hermano y
Yolanda, observa con curiosidad morbosa entre las ramas el movimiento de los
cuerpos desnudos; escucha palabras entrecortadas y sonidos guturales. Se mueve
un poco para ver mejor, y cruje una rama seca bajo sus pies. Escucha al tratar
de escapar la voz furiosa de Silvestre:
¾¡Quién está ahí!...
¡Desgraciados morbosos!, ¡les voy a partir la madre!
Lo último que vio, antes de emprender la huida, fue a su hermano
tratando de ponerse los pantalones. Mirando hacia atrás corre como desaforado,
tropieza y rueda chocando contra las rocas de la ladera, hasta llegar al río.
Despierta en el hospital con un fuerte dolor de cabeza; trata de mover su
brazo y no lo logra por el vendaje al que está sujeto. Levanta la mirada y
encuentra el rostro sonriente de Silvestre, que acercándose a su oído le musita:
¾Pinche Manuelito, qué
susto nos diste. Por tu curiosidad perdí mi romance… pero qué bueno que dentro
de todo, estés bien.
5 de marzo de 2017
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