Viejo rabo verde
—Hola Blanquita, buenos días —saludó, inclinando el cuerpo hasta
rozar levemente la cabellera larga de la secretaria; al hablar esparcía en el
ambiente un tufo alcohólico rancio, pesado, agresivo, que la obligó a aguantar
la respiración y voltear la cabeza hacia el lado contrario. — Buenos
días, don Gustavo. El licenciado aún no llega, ¿se le ofrece algo?
—No, Blanquita.
Sólo pasé a saludarla y reiterarle mi invitación a cenar algún día de estos.
Podemos ir a un restaurante elegante de los que están de moda...
Con la cara seria
y guardando la distancia, la secretaria contestó fríamente:
Ya le dije que
soy casada, no me interesa platicar con usted de otra cosa que no sea el
trabajo; y si sigue en esa actitud, lo
acusaré de acoso sexual.
La cautivadora
sonrisa del rostro ajado por los años se congeló, desdibujándose lentamente
hasta confundirse con las arrugas; la corbata, de llamativos colores, palideció
ante el rubor del rostro, escondiendo su desencanto en las solapas azules del
saco deportivo.
Encorvado, se
encaminó a su oficina; en el pasillo distinguió a María; recobró el porte y
surgió espontánea la sonrisa rejuvenecida al admirar con ojos ávidos el
movimiento ondulante de las caderas, el susurrar de los muslos con el vestido
gris perla: delgado y elástico, que permitía percibir, remarcada en cada paso,
su pequeña ropa interior. Precedían a María delicadas emanaciones que
impregnaron el olfato de Gustavo de frescura juvenil y sensualidad.
Recorriéndola de pies a cabeza, alcanzó a balbucir:
—¡Hola, hermosa
niña!, ¡quién fuera el ángel de tú guarda para cobijarte todo el día entre mis
alas!
—¡Ay, don
Gustavo! Usted siempre tan cursi. ¿Le
dice piropos similares a su esposa?, o ¿sólo es una afición de oficina?
—No, mi pequeña
María, soy un conspicuo caballero andante en busca permanente de una dama a
quien brindarle mis favores. ¿Le gusta bailar?, soy un connotado bailarín que
le podría enseñar pacientemente todos los ritmos de la música moderna. ¿Quiere
salir?
—No, don Gustavo,
en los lugares donde voy a bailar el ambiente comienza a las tres de la
madrugada; y a esa hora, usted ya merendó, se enfundó en su pijama, durmió y
está por despertar. Al seguir su camino, segura de que don Gustavo la observaba
pensó:
No cabe duda,
el hombre es un animal de soledades*
La fiesta de fin de año se realizaba como de costumbre en el salón
de fiestas del elegante hotel en el centro de la ciudad. En el ambiente
destacaban los vestidos largos de colorido discreto, y buen gusto. Sin embargo,
no faltaban los conjuntos cortos, que hacían lucir piernas torneadas, y
aquellos que, por el organismo de las portadoras, parecían empaquetar regalos
navideños.
La felicidad por
haber cumplido un año más en la empresa y la fe en que el próximo año se
cumplieran los compromisos establecidos sobre las prestaciones, animaba la
reunión. La música después de la cena subió de tono, la alegría desbordaba por
la pista globos, sombreros y antifaces que danzaban en una atmósfera tropical,
candente y sudorosa, liberando energía y emociones. Don Gustavo zascandileó
toda la noche, de mesa en mesa, buscando pareja para bailar, con escasos
resultados.
Fastidiado, El
tiempo bostezó y aceleró los últimos segundos;
los invitados, con las uvas en la mano y falsos propósitos en mente,
contaron regresivamente las últimas fracciones de un año plagado de rutinas y
claroscuros, compromisos incumplidos, y promesas desgastadas...
¡Cinco!...
¡cuatro!... ¡tres!... ¡dos!... ¡uno!... ¡Feliz Año Nuevo! La voz del locutor se
confundió con la algarabía y los abrazos. Don Gustavo aprovechó la ocasión de
ceñir entre sus brazos los cuerpos jóvenes de las secretarias y permaneció
estrechándolas hasta que le eran arrebatadas.
Sintió un peso deslizarse por el
bolsillo del pantalón. Volteó hacia ambos lados para localizar al remitente,
sin resultado. Llegó apresuradamente al baño, y hurgó en su bolsillo: la llave
del cuarto 1204 y una nota:
Don Gustavo:
Me he sentido constantemente halagada por sus adorables
galanteos. Me ruborizo de emoción cuando me
saluda por la mañana, y pasó el día en la oficina, esperando se acerque y me
dirija una de sus amables sonrisas. El carácter tímido y la educación
conservadora, impedían declararle mis sentimientos. Pero el principal propósito
para el año que comienza es cumplir con lo más ansiado, lo anhelado desde hace
tanto tiempo...
Como ansío que sea una
sorpresa hasta el final de nuestro encuentro, si está de acuerdo, siga las
instrucciones de ésta nota.
anhelo tú presencia.
Ardientemente, Sherezada.
Presurosamente se
dirigió a la suite 1204. Antes de entrar, en acatamiento de lo establecido empujo
levemente la puerta y recogió una
banda negra depositada sobre un banquillo. La música tarda y pausada del
pegajoso y lúbrico blues, calentó su ánimo e incrementó sus expectativas. Sudó
de emoción al colocársela sobre los ojos y anudarla tras la cabeza.
—Bienvenido
—escuchó a la dulce voz decir—, desnúdate y reposa sobre la cama, en un momento
te llevo la bebida; disfruta la música. La curiosidad de saber quién era la
incógnita le hizo imaginar la figura
delgada de alguna muchacha del cuarto piso, en ropa interior. La emoción lo
consumía, la lujuria lo impulsaba a imaginar a varias de ellas.
Comenzó a sentir
el ligero roce de una pluma sobre su cuerpo. O ¿serían los ligeros dedos de una
mano femenina? Una voz que creyó identificar como la de María dijo con voz
sensual: ven, acércate. Con los brazos al frente trató de apresarla. Alcanzó
una mano, y el aroma floral saturó su olfato, exacerbándo sus impulsos. ¡Ahora,sí!...
¡Descúbrete!, escuchó.
En el instante en
que se quitó la venda de los ojos, fue sorprendido por un fuerte abrazo
masculino y un beso en la boca en medio del resplandor destellante de los flashes de cámaras
fotográficas. Aturdido y cegado, sólo alcanzó a escuchar el correr de varías
gentes y el sonido sordo de la puerta al cerrarse...
—Gracias, Jesusa.
Aquí tiene lo convenido.
—De nada,
doña, ya sabe que me encuentra por las
noches en Insurgentes.
*Rosario Castellanos.
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