martes, 26 de marzo de 2019

Una ciudad en la oscuridad



Una ciudad en la oscuridad

Gárgamel

Se oyó un gran estruendo en la noche iluminada de la ciudad, la estructura  de las torres de alta tensión que circundan la población se llenaron de color y grandes llamaradas las envolvieron en un manto amarillo candente que rugía con el furor de animal herido;  danzaban oscilantes, azuzadas por el fuerte viento caprichoso de principios del mes de noviembre. La ciudad oscureció, solo el resplandor del siniestro y los faros de los vehículos en circulación, que como caravana de luciérnagas se movían centellando sin rumbo fijo, perturbaba las tinieblas.
            Lilia caminaba con paso presuroso cuando escuchó las explosiones y vio al cielo teñirse de fugaces ráfagas amarillentas; sintió el peso enorme de la negrura intimidándola, acrecentando el temor por la seguridad de Julio, el hijo de diez años,  que había dejado solo en casa mientras realizaba unas compras. Asustada encendió la lámpara de su teléfono celular y se guió centenas de metros bajo el amparo de esa débil luz que evidenció obstáculos hasta morir lentamente en sus manos por falta de energía. Caminó por los tortuosos callejones tropezando continuamente con bultos que se disculpaban, o lanzaban interjecciones, haciéndola a un lado con brusquedad. Con la ansiedad a cuestas y dando rienda a la imaginación apuraba el paso, fantaseando accidentes terribles sufridos por el menor, lo que aumentaba su angustia. El mutismo de la ciudad la desasosegaba, no se acostumbrada al silencio de un barrio bullicioso.
            Se acercó a su casa, luces vacilantes parpadeaban detrás de las ventanas. Se extrañó. Había dejado encerrado a Julio: “¡No podía haber nadie más!”, pensó alterada.
            Con nerviosismo, introdujo la llave y abrió la puerta de entrada llamando a su hijo, nadie respondió. Caminó unos pasos hacia una débil luz que oscilaba al final del pasillo, gritándole con insistencia: ¡Julio!, ¡Julio!...
            Sin obtener respuesta, apresuró la marcha hasta cubrir la distancia faltante: ¡Julio!, ¡Julio!...
            ¡Una sombra oscura cayó sobre ella emitiendo alaridos!...
            ¡Es noche de muertos, mamá!, dame mi calaverita…
            ¡Mamá!, ¡mamá! ¡Qué te pasa, mamá!, ¡despierta!...

Marzo 24 de 2019
           

           


domingo, 3 de marzo de 2019

El triciclo rojo (2)



El triciclo rojo

Jorge Llera

Deambulaba por el departamento arrastrando el ferrocarril de madera de la recámara a la cocina, ida y vuelta, infinidad de veces. El tedio de la repetición le quitó interés al juego, esfumando la fantasía entre nubes de vapor y el chirrido al frenar la locomotora.

Oyó una voz lejana llamarlo. Se subió al respaldo del sillón, corrió la cortina con una mano, abrió la ventana, y vio la figura delgada de Luis gritándole que bajara a jugar.

¾¡No puedo salir, estoy encerrado!, escuchó a lo lejos decir a Luis.

 Estaba solo, sus hermanas habían ido al colegio y su madre, de compras. Antes de salir, cerró con llave la puerta de entrada y la de la terraza, que precedía al departamento.

¾¡Sal por la ventana!, te quiero enseñar el triciclo nuevo que me trajeron los Reyes Magos percibió levemente, la distante voz de su amigo.

La curiosidad lo atrapó, se imaginó montado en el aparato recorriendo el patio a gran velocidad: ¡No aguantó más!, con el deseo de perseguir su sueño, saltó de la ventana a la terraza rodando por las antiguas baldosas hasta ser detenido abruptamente por la reja. Sobó los raspones en codo y rodilla; limpió las heridas con saliva, se fajó el pantalón corto, y disfrutó la visión de Luis agitando el brazo, con el triciclo rojo al lado, invitándolo a jugar.

¾¡Ayúdame a bajar!, aviéntame una cuerda, le gritó.

            Luis se metió a su casa y después de un rato llegó con una bola de mecate. Se echó para atrás, tomó impulso y la aventó. La madeja se estrelló en la pared. Repitió el intento unas cuatro o cinco veces, hasta que el ovillo penetró entre dos barrotes. Jorge estiró la delgada fibra y enredó un extremo en el barandal, anudándolo ¾escasamente sabía atarse los zapatos. Arrojó la otra punta hacia abajo; la cuerda no alcanzó a llegar al suelo, quedó colgando como a dos metros del piso.

            ¾Luis, ¡no alcanza!, manifestó.

            ¾No importa, pongo mi triciclo abajo, para que caigas sentado.

            La idea le pareció buena; imaginó deslizarse y caer cómodamente en el asiento del triciclo.

            Subió a la reja pisando los huecos en la herrería, se montó  sobre el barandal y pasó al otro lado; descansó sus pies en el borde de la pared, se afianzó con una mano al metal y con la otra, al mecate. Luis colocó el triciclo y se hizo hacia atrás. La idea era bajar pausadamente: una mano sostenida de la cuerda, mientras bajaba la otra; y así, hasta llegar al piso.

Tenía miedo, pero más,  curiosidad por ver, sentir y pilotear el triciclo; tomó el mecate firmemente, separó los pies del borde y se impulsó… ¡Comenzó a deslizarse vertiginosamente!, ¡las manos le ardían!, ¡le quemaban las palmas! No se soltó y… ¡efectivamente!, ¡cayó sentado en el triciclo, aullando de dolor!...

            2 de marzo de 2019