El triciclo rojo
Jorge Llera
Deambulaba por el
departamento arrastrando el ferrocarril de madera de la recámara a la cocina,
ida y vuelta, infinidad de veces. El tedio de la repetición le quitó interés al
juego, esfumando la fantasía entre nubes de vapor y el chirrido al frenar la
locomotora.
Oyó una voz lejana
llamarlo. Se subió al respaldo del sillón, corrió la cortina con una mano,
abrió la ventana, y vio la figura delgada de Luis gritándole que bajara a
jugar.
¾¡No puedo salir, estoy encerrado!, escuchó a lo lejos decir a Luis.
Estaba solo, sus hermanas habían ido al
colegio y su madre, de compras. Antes de salir, cerró con llave la puerta de
entrada y la de la terraza, que precedía al departamento.
¾¡Sal por la ventana!, te quiero enseñar el triciclo nuevo que me
trajeron los Reyes Magos —percibió levemente, la distante voz de su amigo.
La curiosidad lo atrapó, se
imaginó montado en el aparato recorriendo el patio a gran velocidad: ¡No
aguantó más!, con el deseo de perseguir su sueño, saltó de la ventana a la
terraza rodando por las antiguas baldosas hasta ser detenido abruptamente por la
reja. Sobó los raspones en codo y rodilla; limpió las heridas con saliva, se
fajó el pantalón corto, y disfrutó la visión de Luis agitando el brazo, con el
triciclo rojo al lado, invitándolo a jugar.
¾¡Ayúdame a bajar!, aviéntame una cuerda, le gritó.
Luis
se metió a su casa y después de un rato llegó con una bola de mecate. Se echó
para atrás, tomó impulso y la aventó. La madeja se estrelló en la pared.
Repitió el intento unas cuatro o cinco veces, hasta que el ovillo penetró entre
dos barrotes. Jorge estiró la delgada fibra y enredó un extremo en el barandal,
anudándolo ¾escasamente sabía atarse los zapatos. Arrojó la otra punta hacia abajo; la
cuerda no alcanzó a llegar al suelo, quedó colgando como a dos metros del piso.
¾Luis, ¡no
alcanza!, manifestó.
¾No
importa, pongo mi triciclo abajo, para que caigas sentado.
La
idea le pareció buena; imaginó deslizarse y caer cómodamente en el asiento del
triciclo.
Subió
a la reja pisando los huecos en la herrería, se montó sobre el barandal y pasó al otro lado;
descansó sus pies en el borde de la pared, se afianzó con una mano al metal y
con la otra, al mecate. Luis colocó el triciclo y se hizo hacia atrás. La idea
era bajar pausadamente: una mano sostenida de la cuerda, mientras bajaba la
otra; y así, hasta llegar al piso.
Tenía miedo, pero más, curiosidad por ver, sentir y pilotear el
triciclo; tomó el mecate firmemente, separó los pies del borde y se impulsó…
¡Comenzó a deslizarse vertiginosamente!, ¡las manos le ardían!, ¡le quemaban
las palmas! No se soltó y… ¡efectivamente!, ¡cayó sentado en el triciclo,
aullando de dolor!...
2
de marzo de 2019
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