Casi una palabra
(Los topos)
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La alborada introducía por
las ventanas del autobús pizcas de la bruma fría. Se veían a través del
translúcido cristal los contornos grisáceos de construcciones enmascaradas en
la semioscuridad. Pedro y Antonio, cubiertos con jorongos, ropa de manta,
huaraches, y cargando cada uno su morral, bajaron del transporte al llegar a la
terminal para hacer sus transacciones en el Banco de México. Padre e hijo, venían
a vender oro. Por las condiciones de pobreza después de la Revolución, habían
trocado la actividad campesina por la minera.
Eran
“topos”: trabajaban en las montañas del norte del país, sin más herramientas
que picos y palas, buscando el oro y la plata que la naturaleza resguardaba en
la entraña misma de la serranía. Al
detectar la veta, horadaban pequeños túneles un poco más anchos que el grosor
de sus cuerpos, con el suficiente espacio para trabajar recostados pecho a
tierra, y sacar el material en costales, jalándolos mientras retrocedían. Un
trabajo peligroso, pues había “coyotes” que los seguían y espiaban.
Pedro se levantó con el amanecer arrastrando
claridad dentro de la tienda de campaña. Arropado con su sarape, salió sintiendo
bajos sus pies la tiesura y frialdad del zacate congelado; se puso huaraches, avivó la brasas de la fogata, y preparó café.
Le extrañó que Antonio, estuviera aún dormido ¾anoche
se sentía un poco mal, pensó. Fue a su lado y comprobó que tenía fiebre. No
quiso despertarlo, tomó sus útiles de trabajo, cargó a la mula con el equipo, y
partió hacia la abrupta cañada dónde estaban explorando. En el talud del cerro,
cubierto de maleza, arbustos y cactus, descubrió el pequeño túnel que habían
ocultado; tomó pala y pico, especiales para el trabajo, un costal, se persignó
y comenzó a introducirse boca abajo, arrastrándose cual reptil en la galería.
El sonido hueco al picar la piedra, se oía sordo y muy disminuido en la
superficie.
Llevaba
varios costales llenos con material, y estaba por sacar el último, cuando escuchó
al descansar el pico, movimientos de la maleza, el rodar de piedras, y ruidos
de pasos alrededor del túnel. Alzó la
voz, y saludó:
—¡Te tardaste, Antonio!
Nadie respondió al reclamo, sólo oyó el arrastrar de
objetos, sintió la invasión fría de piedras y tierra en los pies y observar
estupefacto apagarse la lámpara de su casco, y seguidamente, el oscurecimiento absoluto de la cavidad.
Comenzó a gritar, trató de patear el taponamiento, sin
lograr mover las extremidades, ni poder empujar hacia atrás con los brazos: ¡no
se podía mover!
El aire se enrareció, sudaba abundantemente, la tierra a
su alrededor se reblandecía y pegaba al cuerpo. La saliva, lodosa, cubría la
boca y lo ahogaba en cada aullido de desesperación que lanzaba…
Arañando
angustiosamente la roca, en un estertor de impotencia asfixiante, vomitó en
espasmos desgarrantes, bocanadas de lodo, y en un arresto de furia, antes de desmayar,
emitió un gemido, casi una palabra
suplicante… ¡Ant…!
No alcanzó a escuchar el
disparo, ni la remoción desesperada del material que obstruía el pequeño túnel.
5 de mayo del 2019
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