domingo, 1 de marzo de 2020

El tío Rafa

El tío Rafa
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Para la fiesta anual de la familia se había alquilado una quinta con amplios jardines y habitaciones suficientes para albergar a los más de cien asistentes. En un ambiente de júbilo, al abrigo de multitud de árboles frutales, arbustos y flores, la algarabía infantil y juvenil se explayaba en las áreas empastadas y la alberca. Los hermanos sobrevivientes de la familia original, resguardaban su decrepitud en la sala de amplios arcos de ladrillo rojo y anchos muebles coloniales de la vieja casona. Dos andaderas y tres bastones escudaban, al costado de los sillones, la autosuficiencia de sus propietarios, que departían en mesurada y prolífica plática.
            Antonia, la mayor de los hermanos, comentó: ­—¿Se acuerdan del tío Rafa, el primo de nuestro padre, que era médico y nos atendía de pequeños?, encontré su fotografía, abrazando a mamá. La desgastada imagen de color sepia, desportillada y con ligeros rayones, recorrió a los hermanos: mostraba un hombre maduro, alto, delgado, y de lentes; resaltaba en su cara el bigote largo que abarcaba parte de las mejillas y no podía ocultar su traviesa sonrisa. Vestía un elegante traje listado que dejaba entrever el chaleco y la leontina de su reloj de bolsillo.
            Amalia tomó su bastón y señalando con él a su hermana, preguntó: —¿No era el que le cantaba La casita* cuando jugábamos en el corredor, entre las macetas?
            —¡No, ese es Gregorio! El de ojos verdes y pelo negro, dijo Evelia.
            —¡Ay, Eve… Gregorio es tu nieto!, se escuchó la voz de Eduardo desde el fondo de la sala. Sí, era él, nuestro médico. Nos trataba con mucho cariño y si nos portábamos bien nos regalaba dulces.
            —¡Coff… coff… coffff!… ¡A mi, nunca me dio nada! replicó Juan, esforzándose por hablar mientras tosía y sostenía su andadera, para que no resbalara.
            —¡Por qué eras un rebelde, siempre estabas inquieto!, le dijo Eduardo con circunspecto regocijo. Yo, hasta le aprendí un verso de un poema que declamaba. Decía así:
Cada rosa gentil ayer nacida,
cada aurora que apunta entre sonrojos,
dejan mi alma en el éxtasis sumida…
¡Nunca se cansan de mirar mis ojos
el perpetuo milagro de la vida!...**
¡Bueno, bueno, son las ocho!, hay que pedir de cenar, señaló al estirar la leontina de plata y ver la hora en su reloj de bolsillo.
            —¡Qué bonito reloj, Eduardo!, me encantan las cosas que me recuerdan mi niñéz. ¿Cómo lo adquiriste?...
            —Fue herencia de nuestra madre, me lo entregó antes de morir, con  una tarjeta que decía que había pertenecido a mi padre.

*La casita, Felipe Llera **Extasis, Amado Nervo
2 de marzo de 2020

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