domingo, 13 de septiembre de 2020

Sputnik V

 Sputnik V

 

Gárgamel

 

Fastidiado de estar encerrado por temor a la epidemia del atroz virus, encendí el ordenador para escribir mis sentimientos y temores de los seis meses de enclaustramiento obligado. Comencé a navegar por las redes, buscando artículos que me sirvieran para fundamentar el relato. Con sorpresa vi que apareció un mensaje dónde solicitaban voluntarios para probar la vacuna rusa Sputnik V.  Yo llenaba los requisitos: mayor de sesenta años, con hipertensión, diabetes, exceso de peso, y fumador consuetudinario… Me armé de valor, y pensando acabar de una vez por todas con la lapidaria carga que la naturaleza vengativa había mandado, llamé a la Embajada y solicité cita. La otorgaron a la 5:00 p.m.

Con tiempo suficiente, acoracé el rostro con careta y cubre bocas; cubrí las manos con guantes, y los pies, con botas de hule; el cuerpo, con una bata y gorra de enfermero; me rocié con desinfectante y partí caminando a la embajada rusa, procurando mantener en mi andar la distancia con los transeúntes. Las circunstancias —obstáculos diseñados por un ente malévolo— trataron de impedir mi avance: no había caminado ni tres cuadras, cuándo un ruido estrepitoso de tambores y gritos cubrió el entorno. Un grupo de feministas, embozadas, al grito de ¡Ni una más!, acompañadas de feroces activistas cuya cubierta impedía la entrada del virus, pero no la salida de invectivas procaces que sonrojaban hasta a los perros callejeros que las contemplaban con miradas de ausencia, me envolvió. Grité a todo pulmón, desde el interior de la cobertura:

            —¡La sana distancia!... ¡la sana distancia, por favor!... Prediqué en el desierto, porque grafitearon mi bata: ¡violador!... ¡inútil!

            La angustia engullía a tarascadas el tiempo restante para la cita, por lo que decidí tomar un taxi.

            Con una sonrisa enarbolando un abundante bigote, me preguntó el conductor:

—¿A dónde?,

            —A la Embajada Rusa, contesté. Con horror escuché un estruendoso estornudo, como contestación a mi indicación. Me hundí en el asiento y embadurné de gel desinfectante las manos y ropa.

            Bajé corriendo del automóvil y enseñé la cita al empleado de recepción. La revisó con displicencia y devolvió el papel con un estentóreo: я опоздал (llegáste tarde).

            Decepcionado regresé en el Metro, entre apretujones y hedores de usuarios con cubrebocas sosteniendo la papada. Nuevamente volví a cubrirme de gel desinfectante; al llegar a casa tomé un baño, y encendí el televisor para ver el informe del doctor Gatell. Me angustió el pensar que podría contribuir a incrementar la estadística.

           

Cinco días despúes de mi aventura… tengo fiebre…

11 de septiembre de 2020

No hay comentarios:

Publicar un comentario