Llegó apresuradamente del trabajo con el tiempo
justo para arreglarse. Asistiría a la gran celebración del "Club
France" -era un honor el haber sido invitada a la fiesta más prestigiada
del año de un lugar tan selecto. Subió los cuatro pisos con un vigoroso
castañueleo de la parte anterior de sus zapatillas, que antecedía a la puñalada
letal de sus tacones sobre los escalones. Abrió la puerta, cruzó el pasillo,
entró en su recámara y lanzó olímpicamente su gran bolsa sobre la cama, la que
abriendo su amplia boca, vomitó el contenido sobre el edredón rosado, regalo de
su último cumpleaños. Cepillos, plumas, llaves, esmalte de uñas, pastillas,
limas, pañuelos desechables a medio uso y multitud de notas de compra y
comprobantes de pago de tarjetas de crédito, salidos de su cartera, fueron a
chocar contra los almohadones de grandes flores que reinaban sobre la
cama.
Se fue desvistiendo rápidamente hasta
llegar al mismo obstáculo de todos los días: la faja. Al tratar de bajarla, asomó amenazadoramente el abdomen y
se inmovilizaron las piernas; trastabilló y cayó en la cama sobre los objetos y
con múltiples esfuerzos terminó la operación.
Desnuda se presentó ante la gran
enemiga:...la báscula. Esperando un dictamen optimista se subió a ella con el
valor que siempre la había caracterizado. Crujieron los resortes, se tambaleó
la plataforma y, finalmente el brazo de metal, con índice de fuego, le señaló
la consecuencia de su glotonería.
Deprimida decidió tomar un baño. El agua
caliente y el vapor relajante aminoraron su frustración y, como salida de las
mil y una noches, con un turbante que envidiaría un cono de helado y una túnica
de toalla alrededor del cuerpo, se enfrentó al sagaz espejo que la conocía de
mucho tiempo atrás y había visto como el tiempo registraba poro a poro su
existencia en la cara. Comenzó a maquillárse, a delineárse la cejas y a
engrosar sus escasas pestañas; a contornear sus pómulos y a darle una
voluptuosidad de carmín a su boca.
Después de un arduo
trabajo y varias horas en el empeño, no mejoró gran cosa; sin embargo, tenía un
fiel aliado que bien la quería: El espejo. Con espíritu de restaurador le
desarrugó el ceño, le pulió las mejillas y le despeinó los años. Y al mirarla a los ojos, también le depuró los gestos y le puso una sonrisa
que le transmitió confianza.
Pero ¡No era posible aguantar la
falsedad que pesaba tanto! El infame se desprendió del clavo, destrozándose al
caer sobre el buró y esparciendo sus mentiras por toda la habitación.
Con el cinismo de una sonrisa fingida y
la confianza desparramada en mil pedazos...Ella, simplemente lo sustituyó.
27 de diciembre de 2012
De un poema de Mario Benedetti