Venganza
La venganza es el manjar más sabroso
condimentado en el infierno
Walter Scott
Llevaba varias horas tratando de escribir algo que valiera la pena, sin
ningún resultado. El piso, alrededor del escritorio, estaba alfombrado de
papeles desechados, y el calor en el cuarto hacía que el sudor resbalara hacia
el papel humedeciendo ideas, no escritas. La taza de café a la mitad, y fría.
El cenicero de mi mesa de trabajo, tenía la apariencia de un recipiente de
gusanos enroscados, llenos de ceniza.
La inspiración no me llegaba por el
constante asedio de un escuadrón de combate que me circundaba con el fin
explícito de perturbarme, causar mi desasosiego, y declarar la guerra.
Soy paciente, no me apresuro, y cuando
decido hacer algo, primero lo analizo; por eso, hice a un lado mí magnifico
escrito potencial, y me dediqué a observar al enemigo:
Los dípteros enviaban espías; hacían
recorridos, aparentemente sin sentido, para medir mis reacciones. Con la
agilidad y liviandad de bailarinas de ballet haciendo un pas couru, se desplazaban
rápidamente y paraban con elegancia; volvían a danzar hacia otro lado y se
agachaban, movían la cabeza y limpiaban sus grandes ojos con las patas
delanteras, recorriendo con su mirar los trescientos sesenta grados que les
permitía la naturaleza.
Veían a su objetivo, y procesaban la
información. Tal vez fuera para ellas un monstruo grande del tamaño de un
rascacielos, o se sentían como los miembros de un país pequeño defendiendo su
territorio, contra el primer agresor del mundo. Después de un rato de
vigilancia, elevaban el vuelo —supongo yo— para llevar la información al alto mando
encargado de planear el combate.
Lo cierto es que la colonia de Drosophila melanogaster estaba dispuesta a aniquilarme o
sucumbir en la contienda. No entendía el porqué de su odio contra mí, hasta que
después de un amplio análisis, comprendí que en efecto:
¡soy un matador de moscas
compulsivo!
No las soporto zumbándome
cerca de los oídos, o paradas en mis brazos y piernas, y menos aún, saboreando con sus patas mi comida,
contaminándola.
¡Las odio!
Así que acepté el reto, fui por el
matamoscas y comenzó la batalla. Me paré enfrente del escritorio y maté a dos
en pleno baile. Los escuadrones me asediaron por todos lados, rondándome por la
cabeza, cara, y demás zonas destapadas; yo tiraba manotazos a diestra y
siniestra, y el matamoscas hacía su labor en cada lance. Poco a poco, exterminé
a las invasoras del estudio y continué la persecución por el resto de la casa;
recorrí todos los cuartos y aunque eliminé a gran parte de las atacantes,
seguían llegando por cientos; las seguí hasta el sótano y descubrí su cuartel.
Debajo de unos muebles viejos, se encontraba el cadáver del gato del vecino,
había sido atropellado, y llegó a morir en ese lugar. Lo encostalé,
lo tiré a la basura y proseguí mi lucha.
Yo sé que la guerra química está
prohibida por la ONU, pero ante tal avalancha de enemigos, tuve que recurrir a
un insecticida. No me llena de orgullo mi acción, pero dice un dicho que El fin justifica los medios. Así que peleé sucio y las
exterminé.
De vuelta al estudio, entre nubes de
un olor penetrante, me sentí como Napoleón después de una gran batalla. Flotaba
de satisfacción. Me acomodé frente a mi trabajo y decidido a recomenzar, hice
una pausa para tomar café. Lo acabé de un solo sorbo, y sentí en el paladar grumos rasposos...
Quise vomitarlos pero ya los había tragado.
Ahora experimento taquicardia, me duele
la cabeza, no puedo respirar ni moverme… estoy
cayendo de mi silla...
No sé dónde estoy. Todo es blanco a mí alrededor, veo frente a mí unos ojos
muy grandes que me observan detenidamente y concluyo que he perdido.
Siento un dolor en mi brazo y una voz que llega lejana,
apenas perceptible:
¾Señor Ramírez, no se preocupe, no corre peligro, sufrió una leve
intoxicación por la aspiración e ingestión de insecticida, en unas horas lo
damos de alta.
Sonreí agradecido y fijé mi mirada en
la lámpara del cuarto… ¡Ahí estaban!, esperando culminar su venganza…
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