lunes, 28 de abril de 2014

El presagio

El presagio

Polux

... En este momento oye gritar al niño y se dice:
            «Ese es el enemigo que me impide vivir.»
            El enemigo es el niño.
Antón Chejov

El frío húmedo de la mañana se filtra por el quicio de la puerta, levanta algunas cenizas en la apagada chimenea, se cuela por el cobertor enfriando las vestiduras y su cuerpo, obligándola a despertar. El chirrido constante y lastimero persiste en el cuarto. Se estira y desentume con aquel sopor pesado y pegajoso que priva en un ambiente de muerte. Humores calientes viciando el aire, haciéndolo irrespirable, rasposo; sopor que transpira frustración, sopesa rencores y libera envilecimiento. Trata de no alterarse con el perturbador sonido que oye a su lado, le perfora los oídos, se mete a su cerebro lastimándola, impidiéndole pensar  en otra cosa que no sea dolor, sufrimiento e imposibilidad de descansar. Con aprehensión recuerda la siniestra pesadilla de la noche anterior: en el colmo de la desesperación asfixió al pequeño que cuidaba  porque no dejaba de llorar. En el sueño, determinó que ese era el enemigo que le impedía dormir…  
            Se dirige a la cama donde su padre se retuerce del dolor chirriando los dientes, quejándose con lamentos entrecortados; expectorando con dificultad los esputos que le bloquean la respiración; apretándose el vientre con las manos para disminuir el sufrimiento. Con paños húmedos, le humedece la frente para bajar la fiebre y le da a beber un poco de agua que traga con dificultad. Efim Stepanov lleva varias semanas en agonía, y ella se encarga de cuidarlo. Su madre que trabaja en la casa señorial no puede atenderlo,  llega a casa extenuada por el cansancio sólo a dormir y regresa al amanecer a sus labores.
            Varka cumple con la atención de su padre de manera fría, impersonal, sin emociones comprometidas, ni cargos de conciencia que la atormenten; lo hace como realiza las demás labores de la granja: cortar leña, ir al pozo por agua o alimentar a los cerdos. Efim siempre se mostró ajeno a ella, era una boca más que alimentar. Jamás le brindó un cariño, un halago, una sonrisa. Era indiferente en la sobriedad y bestial en la borrachera. Por eso, la sórdida insensibilidad y el desamor. El sumiso cumplimiento de la obligación por temor a una reprimenda.
            Por la mañana, recargada sobre la mesa dormita, sueña que mece la cuna del nene canturreando: Duerme, niño bonito, que viene el coco... Mientras las sombras al fondo del cuarto, proyectadas con la luz débil e incierta de una lamparilla verde encendida ante un icono, danzaban a su derredor como  premonitorias nubes negras que lloraban a gritos su desgracia.
            La despertó un fuerte ruido, volteó y vio a su padre en el suelo: el espasmo había sido tan fuerte que lo hizo rodar y caer de la cama. Se apresuró a tratar de levantarlo, pero pesaba demasiado, por lo que sólo le puso un cobertor sobre su cuerpo. Cuando lo hacía, levantó su cara y confrontó el rostro de sufrimiento y desesperación de Efim Stepanov que, con ojos desorbitados, transido por el dolor, sudando febrilmente, levantó la cabeza y con un lamento prolongado brotado de las profundidades de su ser, carraspeó apenas audiblemente:
            —¡Mátame! ¡asfíxiame con la almohada! Por amor de Dios, no me dejes seguir sufrir más.
            Varka quedó paralizada por la impresión sin saber que hacer. Cubrió la cara con sus manos, tratando de pensar mientras las súplicas continuaban. Saturaron  su mente imágenes de la vida con él, padeceres de su madre; rencores íntimos, miedos y restricciones; castigos injustos. Ese cúmulo de pensamientos y el cansancio tan grande que sentía, aunado a la posibilidad inmensa de reposar, definió su proceder.
            Tomó la almohada lentamente, la alzó y titubeante la acercó a la cara de Efim Stepanov, que resaltada por los desorbitados ojos imploraba la culminación. Los lamentos de dolor se ahogaron en la cercanía de la tela, el carraspeo enmudeció entre los pliegues y… la última expectoración se confundió con un estertor de muerte.
           
Los funerales fueron poco concurridos: Varka y su madre, algunos vecinos y como una distinción especial, los patrones y sus hijos.
            Llegaron por la tarde a su casa. El moño negro que enmarcaba la puerta de entrada, anunciaba también una época de carestía, de luto del espíritu y de la carne. Al faltar Efim, se privaba a la familia del ingreso primordial. Tenían que resolver la manutención de las dos, y la madre lo hizo:
            —Varka, los patrones quieren seguir apoyándonos y para sustituir el salario de tu padre, me propusieron y acepté, que tú trabajaras en la casa grande. Como la señora está embarazada, me pidió que fueras la nana del bebé que nacerá próximamente…

29 de abril de 2014

martes, 8 de abril de 2014

La calle se alarga hasta la eternidad...

La calle se alarga hasta la eternidad…

Es más fácil llamar prostituta a alguien que serlo.
Pensamientos descabellados, 1957
Stanisław Jerzy Lec, 

Recargada en un poste observa el lento transitar de vehículos, lleva dos horas esperando y nada, nadie se ha detenido, ni siquiera han disminuido la velocidad para echarle una ojeada. Levanta la vista y observa el Metro desplazándose hacia el sur, el largo gusano anaranjado obstruye el horizonte de edificios pardos, tristes, descuidadas construcciones decimonónicas. Tras ella, la carpa que cobija al circo decadente, otrora atracción popular, cuyo anuncio luminoso promueve: ¡Espectáculos de malabares nunca vistos!, y con el fulgor de los anuncios luminosos, la imagen de ella resalta, conminando a los conductores de vehículos a fijar la atención y estimular su lascivia. El tráfico pesado de las seis de la tarde ensordece el ambiente con el ruido de motores y  claxonazos frecuentes de los irascibles automovilistas cargados de estrés. La contaminación le reseca nariz y garganta, y el viento frío del invierno lastima su cuerpo golpeándola con soplos cortantes. Como de costumbre, utiliza el atuendo que le ha traído éxito con la clientela: minifalda ceñida de color naranja; blusa negra escotada, que como una segunda piel, acaricia tersamente su cuerpo, ciñendolo, evidenciando los senos voluminosos y erectos, monumentos vivos de la tecnología. La chaquetilla tipo torero del color de la falda, armoniza el conjunto, las medias y boina negras, dan el toque final a una figura apetecible para los hombres.
           Cada vez es más difícil hallar clientes, antes no pasaba una hora sin que alguien se parara a solicitar el servicio; hacía dos o tres por noche. Ahora, con dificultad hace uno. Es mucha la competencia y sigue aumentando en esta calle que se alarga y se alarga, indefinidamente.
            Las luces titilantes de la patrulla se acercan lentamente y se detienen a su lado. Asoma la cabeza el sargento y la saluda:
          —Hola, Mónica, tu cuota.
          —Oficial, aún no he atendido a nadie, no tengo dinero.
          —Ya sabes que la cuota es por día, págala en la siguiente ronda o pierdes tu lugar. Ah, y prepárate para el sábado porque le damos una fiesta sorpresa al comandante y tendrás que cooperar con tu presencia.
          —Oficial, trabajo el sábado, es mi mejor día.
          —Ya sabes que no te puedes negar, al rato pasamos por la cuota.
         La patrulla continuó lentamente su recorrido por aquella calle larga y productiva, exprimiendo gota a gota el esfuerzo ajeno.
         Una hora tardó todavía para convenir un servicio, sus compañeras cercanas ya la habían abandonado. El ambiente triste del oscuro hotel los recibió encubriéndolos en el vaho de una ilusión superficial, turbiedad de pasiones compradas y falsa lujuria.
             Al llegar a la habitación, Alberto comenzó a acariciarle el cuerpo y besarla, palpando las partes más sensibles para buscar su excitación, ella accedió al jugueteo sin aceptar que los besos fueran en la boca. El enardecimiento de él se aceleró al ver la imagen de Mónica en ropa interior, reflejada en la pared de espejo frente a la cama. Mónica acompañó su creciente emoción con movimientos lentos y cadenciosos, restregando el pubis contra su cuerpo. La reacción fue inmediata, torpemente se apresuró a desvestirse, jalando las ropas con una mano, mientras con la otra atendía a su labor excitativa. Con esfuerzo se quitó zapatos y calcetines, pero le fue imposible continuar. Mónica lo impulsó ligeramente sobre la cama, y terminó la labor. Le pidió que se protegiera, proporcionándole el adminículo mientras ella terminaba de desvestirse. La pasión de Alberto se desbordó al abrazarla sobre la cama y entrelazarla entre sus piernas, apretarla por los glúteos y succionar sus senos con ansiedad. El sudor perló la piel y el sonido de la respiración entrecortada incrementó el deseo. No soportando más la exasperación que lo inflamaba la penetró, dejando ir en movimientos convulsivos la angustia de la pasión que lo consumía, atormentaba y desesperaba. Por un momento todo él se endureció, se tensaron los músculos, enrojeció la piel y el sudor humedeció ambos cuerpos lubricando los deslizamientos. Terminó con un movimiento febril de escasa duración. Después, el relajamiento lo envolvió calmando las tensiones. Se apartó de ella con fría indiferencia y comenzó a vestirse acompañado de un pensamiento: igual que en casa, pero sin reproches. Con una sonrisa de satisfacción pagó y se despidió dándole un beso en la mejilla y prometiéndole que pronto la buscaría.
            El viento frío de la madrugada y la claridad atisbando tímidamente la parte alta del edificio de departamentos, acompañaron su llegada a casa. Al abrir la puerta, el olor del café recién hecho impregnó sus sentidos y permitió acelerar la adaptación al verdadero rol de  vida. Entró a la cocina y besó a la madre.
     —¿Cómo te fue, hija?
     —Bien, madre, traigo un poco de dinero.
     —Despierta a Liliana y desayunen rápido, hay que disfrazarla de flor, hoy es el festival de la primavera en su escuela, va a desfilar y participar en un bailable.
            Salieron presurosas, y llegaron a la escuela a tiempo para que Liliana se incorporara al grupo de compañeras que como un ramo multicolor de flores, movían sus pétalos acompañadas de conversaciones y risas emotivas, reflejando la alegría de participar en el evento. 
Flores, animales y música, divirtieron a los asistentes e hicieron que los pequeños gozaran sus momentos de gloria, aceptando con alegría y risas el aplauso efusivo de los adultos.
En la puerta de salida de la escuela, Liliana jaló bruscamente a su mamá hasta quedar frente a un hombre:
—¡Mamá! ¡Mamá! Te presento a mi maestro.
—M... Mucho gusto, señora. Alberto Samperio.
            La turbación y el sonrojo evidenciaron la misma torpeza de la noche anterior, y resaltaron la simpleza y mediocridad de su ser.
          —Mucho gusto, profesor… pensé que ya lo conocía.
¾No, señora. Fue un placer…
Mónica tomó la mano de su hija y se despidió fríamente.
Mientras caminaban, pensó: La calle se alarga hasta la eternidad… vinculando historias y vidas


domingo, 6 de abril de 2014

Las dos Antonias

Las dos Antonias


Era dura como un árbol de mezquite, su piel surcada por veredas en el rostro quemado por el sol dejaba huellas como el agua sobre la arcilla de los caminos. La vieja Antonia caminaba lento, auxiliada por un bastón; la cabellera cana oscilaba paso a paso ventilando su rostro. Llevaba sobre las espaldas el lastre de una vida de lucha y el orgullo por defender el rancho que le heredó Jacinto, su esposo. El esfuerzo le había encorvado cuerpo y alma, agriando el carácter y alejando a parientes y amistades. Anciana y solitaria, vivía para trabajar y atesorar fortuna. El tesón  y  habilidad en el manejo de las propiedades, le rendía frutos: tenía el mejor ganado y los pastizales más conservados de la región. Había extendido la propiedad original adquiriendo terrenos adyacentes, presionando a los dueños con dinero o amenazas.
            Jacinto y Antonia habían procreado un hijo: Antonio, pequeño y delicado de salud creció bajo la protección materna, muy unido a ella durante la niñez en el rancho. Adolescente, estudió en un internado de la ciudad de Bogotá. Su carácter apacible e introspectivo, molestaba al padre. Quería un hijo más activo, de decisiones firmes, de entereza y reciedumbre, como correspondería al heredero de su rancho. Convencido de que con castigos y regaños no modificaría el proceder del hijo y que la sobreprotección de Antonia aumentaba la flaqueza y fragilidad de carácter, lo enroló en el ejército con la ayuda de un pariente militar. Jacinto murió poco tiempo después y Antonio no acudió al funeral, por estar su batallón de servicio en la selva.
            La noticia de que el destacamento en que militaba su hijo había sido secuestrado por las guerrillas, llegó al rancho una semana después. Antonia, acudió a todas las autoridades que podían intervenir para la liberación, sin éxito. Trató de establecer contacto con las guerrillas mediante intermediarios, sin ningún resultado.
            Tres años después, una mañana húmeda del verano, con la bruma desvaneciéndose para dar paso a la candente brillantez, se presentó a la puerta del rancho un desconocido solicitando hablar con doña Antonia. Cautelosamente lo pasaron a la sala, quedando dos trabajadores al atisbo en el cuarto contiguo. El hombre se quitó el sombrero de lona pardo, deformado por el uso, se alisó la astrosa vestimenta y tomó asiento. Llegó doña Antonia presurosa en su limitado andar, y de pié ante él, preguntó:
            —¿Qué se le ofrece?
            —Vengo a negociar la liberación de Antonio.
             Le entregó varias fotografías para demostrar que era un representante de la guerrilla. Antonio se veía delgado y en la tristeza del rostro lampiño, una súplica imploraba libertad. La vieja dejó correr algunos indicios de dulzura y amor en su rostro, que fueron sepultados rápidamente por su pañuelo. Llegaron a un acuerdo en dinero, tiempo y forma de liberación.
En el  atardecer del séptimo día, con el sol buscando cobijo tras las grisáceas nubes que anunciaban chubascos, y el viento ululando entre las ventanas, Antonio abrió la puerta y corrió a abrazar a su madre.
            Platicaron durante  toda la noche, vertiendo lágrimas estancadas en la penumbra de los años perdidos; durante la conversación señaló las penurias, sacrificios y brutalidades a las que fue sometido, durante su secuestro. Les amaneció con la vaciedad de las palabras dichas, y los sentimientos esclarecidos. Tenuemente, los rayos de luz reptantes iluminaron la mañana, irradiando tristeza y amargura en torno de las dos figuras que cansadas del hablar claro, crudo y directo, se mostraban desfallecientes. Al separarse, eran diferentes, las vicisitudes los habían cambiado; el amor entrañable que se tenían, no alcanzaba a diluir las diferencias de pensamiento y formas de vida.
            Después de desayunar, Antonio partió a explorar nuevos horizontes, a vivir una vida elegida por él, a encontrar su destino. Después de algún tiempo, doña Antonia murió. El notario lo localizó mediante edictos en los periódicos de la ciudad. Se comunicaron telefónicamente y fijaron la fecha para la apertura del testamento.
            Por la mañana abandonó el elegante hotel con paso firme y buen humor, sonriéndole al portero con un saludo afectuoso. El empleado se inclinó para contestar el saludos y acompañó su caminar con una mirada de aprobación y complacencia. Caminó por la acera y volteó a ver en la marquesina del bar, el cartel espectacular del show “La bella de Bogotá”. Se prometió qué pasara lo que pasara, estaría ahí esa noche.

            Después de aceptar la herencia de su madre, firmó y se despidió del notario con un beso en la mejilla. Ondulando el cuerpo a cada paso, y esparciendo emanaciones seductoras en el ambiente. “Antonia, la bella de Bogotá”, abandonó la notaría para continuar su vida…