domingo, 6 de abril de 2014

Las dos Antonias

Las dos Antonias


Era dura como un árbol de mezquite, su piel surcada por veredas en el rostro quemado por el sol dejaba huellas como el agua sobre la arcilla de los caminos. La vieja Antonia caminaba lento, auxiliada por un bastón; la cabellera cana oscilaba paso a paso ventilando su rostro. Llevaba sobre las espaldas el lastre de una vida de lucha y el orgullo por defender el rancho que le heredó Jacinto, su esposo. El esfuerzo le había encorvado cuerpo y alma, agriando el carácter y alejando a parientes y amistades. Anciana y solitaria, vivía para trabajar y atesorar fortuna. El tesón  y  habilidad en el manejo de las propiedades, le rendía frutos: tenía el mejor ganado y los pastizales más conservados de la región. Había extendido la propiedad original adquiriendo terrenos adyacentes, presionando a los dueños con dinero o amenazas.
            Jacinto y Antonia habían procreado un hijo: Antonio, pequeño y delicado de salud creció bajo la protección materna, muy unido a ella durante la niñez en el rancho. Adolescente, estudió en un internado de la ciudad de Bogotá. Su carácter apacible e introspectivo, molestaba al padre. Quería un hijo más activo, de decisiones firmes, de entereza y reciedumbre, como correspondería al heredero de su rancho. Convencido de que con castigos y regaños no modificaría el proceder del hijo y que la sobreprotección de Antonia aumentaba la flaqueza y fragilidad de carácter, lo enroló en el ejército con la ayuda de un pariente militar. Jacinto murió poco tiempo después y Antonio no acudió al funeral, por estar su batallón de servicio en la selva.
            La noticia de que el destacamento en que militaba su hijo había sido secuestrado por las guerrillas, llegó al rancho una semana después. Antonia, acudió a todas las autoridades que podían intervenir para la liberación, sin éxito. Trató de establecer contacto con las guerrillas mediante intermediarios, sin ningún resultado.
            Tres años después, una mañana húmeda del verano, con la bruma desvaneciéndose para dar paso a la candente brillantez, se presentó a la puerta del rancho un desconocido solicitando hablar con doña Antonia. Cautelosamente lo pasaron a la sala, quedando dos trabajadores al atisbo en el cuarto contiguo. El hombre se quitó el sombrero de lona pardo, deformado por el uso, se alisó la astrosa vestimenta y tomó asiento. Llegó doña Antonia presurosa en su limitado andar, y de pié ante él, preguntó:
            —¿Qué se le ofrece?
            —Vengo a negociar la liberación de Antonio.
             Le entregó varias fotografías para demostrar que era un representante de la guerrilla. Antonio se veía delgado y en la tristeza del rostro lampiño, una súplica imploraba libertad. La vieja dejó correr algunos indicios de dulzura y amor en su rostro, que fueron sepultados rápidamente por su pañuelo. Llegaron a un acuerdo en dinero, tiempo y forma de liberación.
En el  atardecer del séptimo día, con el sol buscando cobijo tras las grisáceas nubes que anunciaban chubascos, y el viento ululando entre las ventanas, Antonio abrió la puerta y corrió a abrazar a su madre.
            Platicaron durante  toda la noche, vertiendo lágrimas estancadas en la penumbra de los años perdidos; durante la conversación señaló las penurias, sacrificios y brutalidades a las que fue sometido, durante su secuestro. Les amaneció con la vaciedad de las palabras dichas, y los sentimientos esclarecidos. Tenuemente, los rayos de luz reptantes iluminaron la mañana, irradiando tristeza y amargura en torno de las dos figuras que cansadas del hablar claro, crudo y directo, se mostraban desfallecientes. Al separarse, eran diferentes, las vicisitudes los habían cambiado; el amor entrañable que se tenían, no alcanzaba a diluir las diferencias de pensamiento y formas de vida.
            Después de desayunar, Antonio partió a explorar nuevos horizontes, a vivir una vida elegida por él, a encontrar su destino. Después de algún tiempo, doña Antonia murió. El notario lo localizó mediante edictos en los periódicos de la ciudad. Se comunicaron telefónicamente y fijaron la fecha para la apertura del testamento.
            Por la mañana abandonó el elegante hotel con paso firme y buen humor, sonriéndole al portero con un saludo afectuoso. El empleado se inclinó para contestar el saludos y acompañó su caminar con una mirada de aprobación y complacencia. Caminó por la acera y volteó a ver en la marquesina del bar, el cartel espectacular del show “La bella de Bogotá”. Se prometió qué pasara lo que pasara, estaría ahí esa noche.

            Después de aceptar la herencia de su madre, firmó y se despidió del notario con un beso en la mejilla. Ondulando el cuerpo a cada paso, y esparciendo emanaciones seductoras en el ambiente. “Antonia, la bella de Bogotá”, abandonó la notaría para continuar su vida…     

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