Las dos Antonias
Era
dura como un árbol de mezquite, su piel surcada por veredas en el rostro quemado por el
sol dejaba huellas como el agua sobre la arcilla de los caminos. La vieja Antonia
caminaba lento, auxiliada por un bastón; la cabellera cana oscilaba paso a paso
ventilando su rostro. Llevaba sobre las espaldas el lastre de una vida de lucha
y el orgullo por defender el rancho que le heredó Jacinto, su esposo. El
esfuerzo le había encorvado cuerpo y alma, agriando el carácter y alejando a
parientes y amistades. Anciana y solitaria, vivía para trabajar y atesorar
fortuna. El tesón y habilidad en el manejo de las propiedades, le
rendía frutos: tenía el mejor ganado y los pastizales más conservados de la
región. Había extendido la propiedad original adquiriendo terrenos adyacentes,
presionando a los dueños con dinero o amenazas.
Jacinto
y Antonia habían procreado un hijo: Antonio, pequeño y delicado de salud creció
bajo la protección materna, muy unido a ella durante la niñez en el rancho.
Adolescente, estudió en un internado de la ciudad de Bogotá. Su carácter
apacible e introspectivo, molestaba al padre. Quería un hijo más activo, de
decisiones firmes, de entereza y reciedumbre, como correspondería al heredero
de su rancho. Convencido de que con castigos y regaños no modificaría el proceder
del hijo y que la sobreprotección de Antonia aumentaba la flaqueza y fragilidad
de carácter, lo enroló en el ejército con la ayuda de un pariente militar.
Jacinto murió poco tiempo después y Antonio no acudió al funeral, por estar su
batallón de servicio en la selva.
La
noticia de que el destacamento en que militaba su hijo había sido secuestrado
por las guerrillas, llegó al rancho una semana después. Antonia, acudió a todas
las autoridades que podían intervenir para la liberación, sin éxito. Trató de
establecer contacto con las guerrillas mediante intermediarios, sin ningún
resultado.
Tres
años después, una mañana húmeda del verano, con la bruma desvaneciéndose para
dar paso a la candente brillantez, se presentó a la puerta del rancho un
desconocido solicitando hablar con doña Antonia. Cautelosamente lo pasaron a la
sala, quedando dos trabajadores al atisbo en el cuarto contiguo. El hombre se
quitó el sombrero de lona pardo, deformado por el uso, se alisó la astrosa
vestimenta y tomó asiento. Llegó doña Antonia presurosa en su limitado andar, y
de pié ante él, preguntó:
—¿Qué
se le ofrece?
—Vengo
a negociar la liberación de Antonio.
Le entregó varias fotografías para demostrar
que era un representante de la guerrilla. Antonio se veía delgado y en la
tristeza del rostro lampiño, una súplica imploraba libertad. La vieja dejó
correr algunos indicios de dulzura y amor en su rostro, que fueron sepultados
rápidamente por su pañuelo. Llegaron a un acuerdo en dinero, tiempo y forma de
liberación.
En el atardecer del séptimo día, con el sol
buscando cobijo tras las grisáceas nubes que anunciaban chubascos, y el viento
ululando entre las ventanas, Antonio abrió la puerta y corrió a abrazar a su
madre.
Platicaron
durante toda la noche, vertiendo
lágrimas estancadas en la penumbra de los años perdidos; durante la
conversación señaló las penurias, sacrificios y brutalidades a las que fue
sometido, durante su secuestro. Les amaneció con la vaciedad de las palabras
dichas, y los sentimientos esclarecidos. Tenuemente, los rayos de luz reptantes
iluminaron la mañana, irradiando tristeza y amargura en torno de las dos
figuras que cansadas del hablar claro, crudo y directo, se mostraban desfallecientes.
Al separarse, eran diferentes, las vicisitudes los habían cambiado; el amor
entrañable que se tenían, no alcanzaba a diluir las diferencias de pensamiento
y formas de vida.
Después
de desayunar, Antonio partió a explorar nuevos horizontes, a vivir una vida
elegida por él, a encontrar su destino. Después de algún tiempo, doña Antonia
murió. El notario lo localizó mediante edictos en los periódicos de la ciudad.
Se comunicaron telefónicamente y fijaron la fecha para la apertura del
testamento.
Por
la mañana abandonó el elegante hotel con paso firme y buen humor, sonriéndole
al portero con un saludo afectuoso. El empleado se inclinó para contestar el
saludos y acompañó su caminar con una mirada de aprobación y complacencia.
Caminó por la acera y volteó a ver en la marquesina del bar, el cartel
espectacular del show “La bella de Bogotá”. Se prometió qué pasara lo que
pasara, estaría ahí esa noche.
Después
de aceptar la herencia de su madre, firmó y se despidió del notario con un beso
en la mejilla. Ondulando el cuerpo a cada paso, y esparciendo emanaciones
seductoras en el ambiente. “Antonia, la bella de Bogotá”, abandonó la notaría
para continuar su vida…
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