Fatalidad
Viernes
por la noche… ¡Por fin, a descansar! Ya casi salgo, fue una semana pesada, agotadora por el proyecto que se va a enviar al
concurso. Ya no aguanto
las zapatillas, en cuanto llegue al
carro me las quito, No
soporto a la Chela, metiendo siempre las narices donde no la llaman.¡Ah!, y ¡éste
maldito calor!, no puede trabajar tanta gente en una
oficina tan pequeña, y ¡sin aire acondicionado! Estoy
exhausta, ansío con desesperación un largo y relajante baño de burbujas, quedarme
en la tina oyendo música hasta que mi piel envejezca de satisfacción y no salir
en todo el fin de semana. De reojo observo una
luna enorme que me vigila a través del ventanal: áspera, maltrecha, abochornada
y sudorosa; ilumina con sus rayos sofocados mi despedida, creo que envidia mi próximo
reposo.
Con
la bolsa negra que compré el mes pasado, colgada al hombro, camino lenta y
perezosamente, abandonando todo lo que signifique trabajo; son las ocho de la
noche y conmigo salen los últimos trabajadores.
El elevador es abordado por un tumulto, las
puertas se cierran con dificultad, comprimiendo los cuerpos, enlatándolos.
Quisiera bajar por las escaleras, pero desde el quinceavo piso es complicado,
mejor espero.
Se abre der nuevo el elevador y
en vilo me lleva la turba hasta arrinconarme en el fondo. De perfil, pegada al
espejo, me observo como en una pecera viendo al mundo en otra proporción y
boqueando repetidamente para respirar. No puedo moverme, tengo enfrente la
espalda del licenciado Fariñas, esa masa humana de más de cien kilos, jadeando
y transpirando angustia por el esfuerzo de la entrada, y el calor sofocante que
se comienza a sentir; al lado se encuentra Lolita, masticando su inmanente
chicle y delineándose con habilidad las cejas.
Las puertas cierran y vienen a mi imaginación
las imágenes del infierno de Dante: cuerpos estrujados, prensados, expeliendo
humores, sensaciones y pecados, y sonrío. Se inicia el descenso y aumenta la
sofocación, cesan las pláticas y con la vista fija en el indicador luminoso, vemos
pasar los números esperando con ansia el final del recorrido.
Un
sudor frío me recorre el cuerpo al escuchar fuertes tronidos metálicos arriba y
por fuera de las paredes del elevador. De pronto, ¡aumenta vertiginosamente la
velocidad!, ¡el elevador se balancea dando bandazos!, ¡provocando chirridos al
rozar las paredes! El ruido exterior no
opaca los alaridos de terror y el llanto de los pasajeros. Con el crujir desquiciante del roce de metales, el
ascensor se detiene bruscamente y escuchamos un estruendoso choque contra algo
duro; a pesar de lo reducido del espacio, todos caemos; en un entrevero de
cuerpos y en completa oscuridad; desparramados en el suelo y encimados unos
sobre otros comenzamos a identificarnos y a preguntar por nuestras condiciones.
Con heridas superficiales, la mayoría se reporta sin mayor riesgo. Sólo el
licenciado Fariñas no contesta. Llego a él y trato de darle respiración
artificial, revivirlo, pero es inútil, está muerto.
El cadáver quita espacio, por
lo que decidimos hacer turnos de gente parada y otros en descanso, sentados
sobre el licenciado. Los teléfonos celulares no funcionan y por más que
gritamos nadie responde. Esperaremos hasta que noten nuestra ausencia.
El
calor asfixiante provoca que sudemos abundantemente, y que nuestros humores se
confundan en el ambiente con el olor de los residuos fisiológicos. El aire
enrarecido, comienza a provocar náuseas y vómito en algunos pasajeros.
Varias
horas más tarde, sentimos que el elevador se mueve lentamente hasta las puertas
de un piso. Se escucha el ruido de la herramienta confundido con lo gritos,
lamentos y rezos. Las puntas de las barretas asoman, lastimando a los que se
encuentran en las puertas; fuerzan la entrada, la luz ilumina el caos y comienza
la atención de los paramédicos. Poco a poco recuperamos nuestra normalidad.
Para concluir, fuimos a las
oficinas del Ministerio Público a hacer nuestra declaración sobre la muerte del licenciado .
En
la madrugada, con la ropa sucia manchada de inmundicia, llego al edificio donde
desde hace algunos años vivo, agotada, sucia, adolorida, muerta de sueño, y con
la necesidad imperiosa de darme un baño y dormir; esperando que el mal momento
no arruine mi fin de semana. Se abren las puertas, marco el
número trece en el tablero, recuesto mi cabeza sobre la pared del ascensor y
observo en el indicador el avance hasta que me invade la oscuridad y… el
silencio acompaña la detención del ascenso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario