jueves, 10 de diciembre de 2015

Maraña

Maraña

Nada ha cambiado.
Sólo yo he cambiado,
por lo tanto, todo ha cambiado.
Marcel Proust
Con un dolor leve a la altura de los riñones y la sensación de malestar por el roce de los pezones con la ropa interior, salió de la oficina después de un día de actividad rutinaria y monótona. Malhumorada llegó a casa y se dio un baño. El retraso en la menstruación la alteraba, la tornaba nerviosa e irritable,  los compañeros de trabajo se daban cuenta y se alejaban de ella esperando días mejores. Llevaba casi un mes, y comenzaba a temer estar embarazada. Atribulada, pensaba en los días que pasó con Julio de campamento en aquella playa solitaria alejada del mundo civilizado. Cuatro días en los que, supuestamente, no estaba en periodo fértil; cuatro días de un amor apasionado, entrega total y la comunión de dos cuerpos enardecidos por la pasión ...

            Hola cariño, tengo algo que comentarte: ¡Estoy embarazada! Ya me hice la prueba y salió positiva.
            —Hay alternativas, que podemos analizar —le contestó Julio.
            ¡No, lo voy tener! ¡quiero a mi hijo!  
            Ese no era el trato. No estoy preparado para ser padre. Te quiero mucho, pero no estoy de acuerdo. Te pasaré algo de dinero para los gastos, mas no puedo asumir esa responsabilidad.
            ¡ No necesito tu dinero! Sino el apoyo moral…
Aventó el teléfono al sofá y lloró. Confundida, trataba de analizar la situación que había provocado un vuelco en su vida, pero todo era tan confuso que saltaba de un pensamiento a otro, sin rumbo. La responsabilidad la aplastaba inmovilizándola sin saber como actuar, se sintió desprotegida e incapaz de afrontarla sola. Toda la noche  le dio vueltas al asunto hasta que se quedó dormida…
           
Al revisar la correspondencia de la oficina, encontró un sobre dirigido a ella y dentro de él, una tarjeta: Mariana, te quiero y no puedo perderte. Platiquemos, aún es tiempo. Planeemos nuestro futuro con más calma. La rompió y lloró desconsoladamente. Sintió cansancio y sueño, comió sin ganas parte de su almuerzo, y …corrió al baño cuando la nausea le llenó la boca.
            Llamadas constantes de Julio, y siempre la misma respuesta:
            —¡No me hables!¡No quiero saber nada de ti!

Transpirando abundantemente; con la respiración agitada y jadeante, se levantó  angustiada por la pesadilla. Para tranquilizarse se acarició el vientre, oprimiéndolo con suaves movimientos circulares, al instante, la respuesta amorosa de un pequeño pie hizo contacto con sus manos a través de la piel, transmitiéndole confianza y seguridad .
            Acudió al hospital y le practicaron el ultrasonido. El bebé estaba en perfectas condiciones y era un varón. ¿Se parecería a él? ¿tendrá su sonrisa? Se sobrepuso del pensamiento que constantemente le acosaba, ¿Me querrá aún?, y del lamento y recriminación que generalmente seguía: podríamos haber formado una bonita familia…
Le comunicó a su ginecólogo la decisión de tener un parto natural, asistida en su casa por una comadrona. El médico, la canalizó con la señora Queta.
           
Al tratar de descansar por las noches no encontraba posición que le satisficiera, le costaba trabajo darse vuelta, tuvo que utilizar una almohada para descansar el vientre y otra para separar las rodillas. El tiempo entre las contracciones se fue acortando, llamó a Maura,  su mejor amiga, al trabajo y se recostó. Durante el sueño, se transportaba en una canoa, remando en un plácido río, la luz del amanecer era tan deslumbrante que no vio una roca frente a ella y volcó, cayéndose al agua; nadaba en el agua fría y… despertó empapada. Con dificultad se incorporó, dándose cuenta que había roto la fuente, y el líquido amniótico  mojaba las sábanas. Llamó a Queta y esperó con ansiedad la llegada de Maura.
            Las contracciones aumentaban en frecuencia e intensidad, y Maura… hablando por teléfono.
            —¡Maura, deja el teléfono y ayúdame! —le gritó Mariana.
            Un cólico intenso en el abdomen, las ingles y espalda; la sensación de malestar general la invadió. La necesidad de pujar se hizo urgente y lo hizo con toda la fuerza muscular que le permitió el cuerpo.
            —¡Puja! ¡puja!, le gritó Queta. ¡Ya está asomando la cabeza!
            Sintió que unas manos fuertes ayudaban al bebé a salir. Emitió un angustioso aullido y pujó hasta sentir que su hijo se deslizaba entre las piernas.
            —¡Ya nació nuestro hijo, amor! —Escuchó Mariana al terminar exhausta el trabajo de parto.


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