Celos
Los celos se nutren de dudas,
y la verdad los dehace o los colma.
Francois
de la Rochefoucald
—Buenas noches, ¿tienen reservación?, preguntó la joven de
pelo ensortijado y traje sastre gris, dirigiéndoles una esplendorosa sonrisa.
—Sí, Licenciado Augusto Reyes, dos personas.
La recepcionista llamó al capitán de meseros y le indicó:
¾Mesa cinco .
El
capitán le apartó la silla a ella, y esperó a que se sentara. Con la austeridad
de una sonrisa fingida plasmada en el rostro, dejó sobre la mesa el menú.
Sin tomar en cuenta la presencia del mesero, prosiguieron la discusión
interrumpida por la entrada al restaurante:
—…¡Me molesta, María Antonieta! Cuando te llamo por las tardes, no estás en casa
y dejes a los niños solos. Intento comunicarme a tu celular, y lo tienes
apagado. ¿Qué haces a esas horas, últimamente?
—Nada, cariño. Voy a visitar a mis amigas.
—Y, ¿los niños?
—Los dejo con la sirvienta haciendo tareas; siempre regreso a tiempo para que
merienden.
Oyeron el carraspeo del capitán, y Aurelio ordenó dos whiskis en las rocas y la
carta de vinos.
Al llegar a la cocina, el capitán se dio cuenta de que Ernesto, el mesero,
hablaba por teléfono y estaba muy alterado. Se acercó, y alcanzó a escuchar:
—...¡No, Susana, tú me engañas. Últimamente te he sorprendido hablando por
teléfono murmurando, y cuando me ves, cuelgas. ¡Mira, desgraciada, si los
descubro, los mato! No importa si destruyo a mi familia. No, no, nada de mi
amor... ¡Vete al carajo! Colgó el teléfono de golpe, como si al hacerlo
diera un mazazo en la cabeza del rival. Con el rostro desencajado volteó y vio
al capitán observándolo.
—Tus problemas personales, arréglalos en casa; ahora atiende a los de la mesa
cinco, que al parecer padecen de la misma enfermedad que tú. Y dando media
vuelta, se alejó sonriendo.
Con las entrañas revueltas y un sabor ácido en la boca, Ernesto se encaminó a
la mesa. A lo lejos, los aspavientos del hombre denotaban excitación e
inconformidad. Hablaba con una verborrea desesperada, mientras ella lo miraba
fríamente, esbozando una sonrisa aburrida.
Con voz seca, el mesero preguntó:
—¿Están listos para ordenar?
Sin voltear a verlo, Augusto pidió dos platos de lasaña y una botella de vino
malbec.
Ernesto llegó a la cocina y le gritó al cocinero:
—¡Pedro!, dos lasañas para la cinco. Una de ellas, con tratamiento verde.
Asomó el cocinero la cabeza al pasillo, y extrañado preguntó ¿Tratamiento
verde?
—¡Sí, cabrón, tratamiento verde! Hay una vieja que engaña a su esposo, y no
merece más que eso... ¡tratamiento verde!
Ernesto volvió a la mesa y sirvió el vino. El tipo seguía hablando, ahora con
tono suplicante. Enojado al comparar sus problemáticas, regresó por los
alimentos.
—Pedro, ¿están listas las lasañas?
—Sí, sólo falta darle a ésta el tratamiento verde y cubrirla.
Se oyó un fuerte carraspeo y un leve chasquido al depositar el tratamiento
verde en la comida. Tardó unos minutos más, en decorar la lasaña.
A la distancia, Ernesto los observó consumir en silencio sus alimentos, disfrutando
la venganza, como si la estuviera llevando a cabo con su mujer.
La pesadez del ambiente tenso acompañó el café, y la amargura del momento no
soportó la dulzura de un postre. Abandonaron el restaurante, cada quién por su
lado, después de pagar la cuenta y dejar una generosa propina.
Ernesto los siguió con la mirada, recordando las palabras del capitán: ...padecen de la misma enfermedad.
Se le contrajeron las vísceras mientras mascullaba: ¡Te lo merecías!, por infiel!, como
la Susana, que debe de andar por ahí, de nalgas prontas.
Después de la medianoche, Ernesto llegó a
su casa; Cansado, malhumorado, y con el rencor revolviéndole los intestinos,
abrió la puerta de entrada, encendió la luz del pasillo, y al iluminar la sala,
escuchó multitud de voces de amigos y pariente que, en coro entonaban las Mañanitas. Su esposa se abalanzó sobre él, lo
abrazó, y le dio un sentido beso.
—Perdóname, mi amor, por andar de misteriosa, quería celebrar tu cumpleaños con
una fiesta sorpresa.
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