El
reflejo de dos miradas
Jorge Llera
El calor húmedo del verano y el
cuerpo de Patricia junto al mío, me sofocaban, me hacían sudar. Hice a un lado
la sábana que nos cubría, y solamente con la trusa puesta, me dispuse a pasar
el resto de la bochornosa noche. Divagaba en un duermevela de inquietud sobre
la razón que nos obligó a aceptar el ofrecimiento de mis padres a habitar la
vieja casona abandonada, mientras nos terminaban la nuestra. Era un inmueble de
dos pisos construido a principios del siglo veinte, cargado de pequeños
espacios; pisos de madera fracturados en diversas zonas, cuyas oquedades bajo
los polines que sostenían la duela se prolongaban por la habitación. Nosotros
utilizábamos una recámara, la cocina y un pequeño antecomedor para vivir…
¡Ellas, toda la casa!
Salíamos
en las mañanas y sólo llegábamos a dormir. Al entrar encendíamos las luces y
escuchábamos el correr presuroso, como si lloviera al interior de las habitaciones.
Antes de perderse, se quedaban observándonos con aquella mirada inquisitiva de
sus pequeños ojos brillosos, y después de husmearnos, se escurrían a las
oscuridades.
Un
arañar ininterrumpido dentro del closet, me sacó de mis divagaciones: ¡Ahí
está!, pensé con aprensión. El temor me invadió, erizó la piel y un sabor
amargo saturó mi boca reseca; deglutí
con dificultad la saliva espesa y traté de calmarme. Siempre he tenido aversión
por las ratas, desde que una de ellas mordió el labio de mi hermana, cuando
dormía. Tengo que matarla, sacarla del cuarto y acabar con ella, decidí.
Desperté
a Patricia ¾estaba
en su quinto mes de embarazo¾, le dije que no se bajara de la cama, y fui por
la escoba…
Caminé despacio hasta el clóset
sosteniendo la escoba en ristre. Con ánimo exaltado y el sudor perlando mi
cuerpo, me acerqué. Muy despacio fui abriendo la puerta, un haz de luz iluminó
la penumbra y cuatro destellos la reflejaron al voltear hacia mí: permanecieron
unos segundos observándome, e intempestivamente saltaron hacia la puerta. Sentí
sus cuerpos deslizarse entre mis piernas y el roce de las colas al rebasarme.
Me volví rápidamente y traté de ubicarlas bajo la cama, metí la escoba y la
giré en toda la superficie, al llegar el movimiento a la pared, salieron en
diferente dirección. ¡Eran enormes! De pelaje pardo, mirada vivaz siguiendo mis
movimientos; vigilándome retadoramente, abrían el hocico mostrando su dentadura
y emitiendo chillidos intimidatorios, me hostigaban. Perseguí a una: soltando
escobazos trataba de apachurrarla, la prensé contra el suelo, se revolcó y
emitiendo chillidos escapó. Se revolvió inmediatamente y parándose en vertical
me enfrentó con un chillido amenazante, mostrándome su hocico abierto. Patricia
lloraba asustada, y ovillada en la cama, me alertaba.
—¡Cuidado!, la oí que
gritar. Volví la cabeza para ver a la otra rata que se acercaba sigilosamente.
Me fui tras ella y a escobazos la hice correr; desesperada y tratando de huir,
subió a la cama provocando un grito de terror de mi esposa, arrinconada en la cabecera:
—¡Quítamela¡,
¡quítamela!...
Con
un escobazo la bajé, e hice que cayera al centro de la habitación. Ante la
imposibilidad de matarlas, las fui orillando a base de golpes hacia la
escalera. No corrían, me enfrentaban. Sudaba copiosamente por el temor y el
esfuerzo; me dolía la cabeza y con el corazón latiendo desaforadamente en mi
pecho, me acerqué más a ellas. Después de cada empujón con la escoba, se
volteaban, y paradas verticalmente, me amenazaban. Así, bajamos las escaleras,
peldaño tras peldaño y agresión, tras agresión. Logré llevarlas a la planta
baja y de ahí, a la calle. No esperaba haberlas echado para siempre, porque
sabía que conocían como volver.
Eran
las cuatro de la mañana y ambos teníamos que ir a trabajar. Con el nerviosismo
y aprensión a cuestas, tratamos de conciliar el sueño. El relajamiento después
de la tensión, hizo que la somnolencia llegara lentamente…
Sentí cosquillas en mi mejilla, como si me
acariciaran con un pincel, e inconscientemente me rasqué. Ese ligero movimiento
me alertó, abrí con pesadez mis párpados y… el reflejo de dos miradas frente a
mi cara, ¡me paralizó de terror!
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