sábado, 9 de septiembre de 2017

El reflejo de dos miradas

El reflejo de dos miradas
Jorge Llera
El calor húmedo del verano y el cuerpo de Patricia junto al mío, me sofocaban, me hacían sudar. Hice a un lado la sábana que nos cubría, y solamente con la trusa puesta, me dispuse a pasar el resto de la bochornosa noche. Divagaba en un duermevela de inquietud sobre la razón que nos obligó a aceptar el ofrecimiento de mis padres a habitar la vieja casona abandonada, mientras nos terminaban la nuestra. Era un inmueble de dos pisos construido a principios del siglo veinte, cargado de pequeños espacios; pisos de madera fracturados en diversas zonas, cuyas oquedades bajo los polines que sostenían la duela se prolongaban por la habitación. Nosotros utilizábamos una recámara, la cocina y un pequeño antecomedor para vivir… ¡Ellas, toda la casa!
Salíamos en las mañanas y sólo llegábamos a dormir. Al entrar encendíamos las luces y escuchábamos el correr presuroso, como si lloviera al interior de las habitaciones. Antes de perderse, se quedaban observándonos con aquella mirada inquisitiva de sus pequeños ojos brillosos, y después de husmearnos, se escurrían a las oscuridades.   
Un arañar ininterrumpido dentro del closet, me sacó de mis divagaciones: ¡Ahí está!, pensé con aprensión. El temor me invadió, erizó la piel y un sabor amargo saturó mi boca reseca;  deglutí con dificultad la saliva espesa y traté de calmarme. Siempre he tenido aversión por las ratas, desde que una de ellas mordió el labio de mi hermana, cuando dormía. Tengo que matarla, sacarla del cuarto y acabar con ella, decidí.
Desperté a Patricia ¾estaba en su quinto mes de embarazo¾, le dije que no se bajara de la cama, y fui por la escoba…
            Caminé despacio hasta el clóset sosteniendo la escoba en ristre. Con ánimo exaltado y el sudor perlando mi cuerpo, me acerqué. Muy despacio fui abriendo la puerta, un haz de luz iluminó la penumbra y cuatro destellos la reflejaron al voltear hacia mí: permanecieron unos segundos observándome, e intempestivamente saltaron hacia la puerta. Sentí sus cuerpos deslizarse entre mis piernas y el roce de las colas al rebasarme. Me volví rápidamente y traté de ubicarlas bajo la cama, metí la escoba y la giré en toda la superficie, al llegar el movimiento a la pared, salieron en diferente dirección. ¡Eran enormes! De pelaje pardo, mirada vivaz siguiendo mis movimientos; vigilándome retadoramente, abrían el hocico mostrando su dentadura y emitiendo chillidos intimidatorios, me hostigaban. Perseguí a una: soltando escobazos trataba de apachurrarla, la prensé contra el suelo, se revolcó y emitiendo chillidos escapó. Se revolvió inmediatamente y parándose en vertical me enfrentó con un chillido amenazante, mostrándome su hocico abierto. Patricia lloraba asustada, y ovillada en la cama, me alertaba.
            ¡Cuidado!, la oí que gritar. Volví la cabeza para ver a la otra rata que se acercaba sigilosamente. Me fui tras ella y a escobazos la hice correr; desesperada y tratando de huir, subió a la cama provocando un grito de terror de mi esposa,  arrinconada en la cabecera:
                    —¡Quítamela¡, ¡quítamela!...
Con un escobazo la bajé, e hice que cayera al centro de la habitación. Ante la imposibilidad de matarlas, las fui orillando a base de golpes hacia la escalera. No corrían, me enfrentaban. Sudaba copiosamente por el temor y el esfuerzo; me dolía la cabeza y con el corazón latiendo desaforadamente en mi pecho, me acerqué más a ellas. Después de cada empujón con la escoba, se volteaban, y paradas verticalmente, me amenazaban. Así, bajamos las escaleras, peldaño tras peldaño y agresión, tras agresión. Logré llevarlas a la planta baja y de ahí, a la calle. No esperaba haberlas echado para siempre, porque sabía que conocían como volver.
Eran las cuatro de la mañana y ambos teníamos que ir a trabajar. Con el nerviosismo y aprensión a cuestas, tratamos de conciliar el sueño. El relajamiento después de la tensión, hizo que la somnolencia llegara lentamente…
 Sentí cosquillas en mi mejilla, como si me acariciaran con un pincel, e inconscientemente me rasqué. Ese ligero movimiento me alertó, abrí con pesadez mis párpados y… el reflejo de dos miradas frente a mi cara, ¡me paralizó de terror!


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