lunes, 4 de septiembre de 2017

Expatriada

Expatriada

Caminas presurosa por la Avenida Virrey del Pino, la transpiración confunde piel y tela, en humedad opaca que altera la albura de la blusa. Agitada por el miedo, volteas repetidamente para comprobar que no te siguen. Avivas el paso, te sientes aterrada  ante la posibilidad de una captura, pero conservas la apariencia normal para  tratar de no llamar la atención a la masa de seres grisáceos que por docilidad, miedo o conveniencia, respetan al régimen dictatorial que se apropió del país y persigue cualquier rasgo de disidencia. Las ideas progresistas chocan con la represión y el autoritarismo, y cuando todos callan, tú denuncias. Eres rebelde, siempre lo has sido. En la casa paterna te alimentaste de libertad y democracia… poco aprendiste de tolerancia.
Huyes de la clínica en el momento en que la enfermera del turno matutino entra intempestivamente al consultorio, e ignorando la presencia de la paciente, se acerca y musita al oído las palabras que habías temido escuchar de meses atrás: la AAA (Alianza Anticomunista Argentina: grupo parapolicial, compuesto por policías, militares y civiles) te tiene identificada en una lista de estudiantes contrarios al Gobierno.  De inmediato vas por tu hijo y se resguardan en casa de familiares. Compruebas que van tras de ti al otro día, cuando entran a tu casa y la vandalizan, destrozando todo.
Tropezando con los escasos peatones que circulan al mediodía, alcanzas la calle Arcos, y corriendo los últimos metros, llegas al 1650, la Embajada de México. Entras abruptamente temblando de miedo, y con la aprensión marcada en el rostro,  solicitas entrevistarte con el embajador Celso Delgado. Pasas así de la inseguridad y miedo, a la confianza y libertad, en la misma calle… El embajador te garantiza protección, asilo y tranquilidad; pero bien sabes que no estarás segura hasta llegar a México.
Una angustia corroe tu mente: el destino del hijo que abandonas. Piensas constantemente en cómo protegerlo, no quieres que lo liguen a ti. Intuyes el destino de los huérfanos de la represión: cedido a una familia de militares o, a matrimonios afines al régimen. “Tal vez la salvación sería entregarlo al padre… Aunque después del divorcio se ha alejado de nosotros. A él no lo buscan, no es crítico del Sistema”, concluyes. Desde el teléfono de la Embajada, das las instrucciones, y pides envíen tus documentos.
Acostada en el asiento posterior del automóvil del embajador abandonas la representación para ser hospedada en su residencia hasta encontrar la forma de enviarte a México.
Te informaron varios días después, cuando con cierta envidia contemplabas a hurtadillas por el resquicio de la ventana la libertad y tranquilidad de las aves del hermoso jardín, que saldrías del país confundida en una delegación del INPI (Instituto Nacional de Protección a la Infancia) que regresaba a México.
El automóvil Mercedes Benz dorado, enarbolando en la parte delantera las banderas de Argentina y México, abandonó la casa oficial con el Embajador Celso Delgado y tú, en el asiento trasero. Escoltados en los extremos por dos patrullas ¾aves de rapiña en acecho de su presa, esperando el mínimo descuido para atacar¾ te llevó el diplomático, hasta la escalerilla del avión y encomendó con el titular del INPI.
La tristeza al abandonar el país, y la aflicción de dejar a tu hijo, familia y amistades, aunada a la incertidumbre del futuro, te sumió en una depresión profunda, que desbordada en lágrimas, fue arropada con muestras de cariño y apoyo por los compañeros de viaje.
   Sabías que tendrías que salvar un escollo más: la escala en Santiago de Chile ¾México no tenía relaciones diplomáticas con la dictadura de Augusto Pinochet. El país andino formaba parte del Plan Cóndor, conformado por las  dictaduras del cono sur del Continente¾ y por lo tanto, había una amplia solidaridad con el país socio.
A tu llegada al aeropuerto Comodoro Arturo Merino Benítez de la ciudad de Santiago de Chile,  el avión fue rodeado por transportes militares. Se abrió la escotilla y subieron varios oficiales resguardados por tropa, a solicitar la documentación de los pasajeros. El grupo de mexicanos, se adelanto en los pasillos obstaculizando el paso mientras se iniciaba la revisión. La protesta generalizada derivó en un canto sordo que al aumentar de volumen, se identificó como el himno nacional de México. Conforme avanza la revisión, el terror se apodera de ti. No sabes que hacer, te descubrirán; al sentirte indefensa comienzas a llorar, nerviosamente frotas las manos, y limpias las lágrimas que escurren por tu rostro. El jalón te saca del marasmo: una azafata te indica que la sigas a la parte posterior de la aeronave…
La revisión de documentos, apresurada y tensa por la agresividad de los pasajeros entonando el himno nacional mexicano, pone nerviosos a los oficiales que terminan precipitadamente su encomienda, y abandonan la nave abruptamente. Los pasajeros aplauden cuando tú, en uniforme de azafata, avanzas por el pasillo hacia la parte posterior de la aeronave a cambiarte de ropa.

El sol de mediodía refleja luminosidad en el costado de la nave produciendo destellos que dificultan observar la mancha urbana de la ciudad de México. Con inquietud nerviosa y entrecerrando los párpados, observas la capital del país que te recibe. Agradeces interiormente el comienzo de una nueva etapa de vida, y te juras que en el menor tiempo posible recuperarás a tu pequeño hijo.
            El oficial de Migración pide tus papeles, los revisa cuidadosamente y dice:
Usted no puede entrar, su pasaporte está vencido. Un repentino desvanecimiento se apodera de ti, te aferras al borde de la ventanilla para no caer; lívida y sollozante replicas: ¡Soy refugiada!, ¡tienen que recibirme!...
            Se acercan dos hombres de traje gris y te toman del brazo, enseñan sus credenciales de la Secretaría de Gobernación, amablemente te encaminan  fuera de la aduana, y con una sonrisa, te dan la bienvenida al país.


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