Caminas
presurosa por la Avenida Virrey del Pino, la transpiración confunde piel y tela,
en humedad opaca que altera la albura de la blusa. Agitada por el miedo, volteas
repetidamente para comprobar que no te siguen. Avivas el paso, te sientes aterrada
ante la posibilidad de una captura, pero
conservas la apariencia normal para tratar de no llamar la atención a la masa de
seres grisáceos que por docilidad, miedo o conveniencia, respetan al régimen
dictatorial que se apropió del país y persigue cualquier rasgo de disidencia.
Las ideas progresistas chocan con la represión y el autoritarismo, y cuando todos callan, tú denuncias. Eres
rebelde, siempre lo has sido. En la casa paterna te alimentaste de libertad y
democracia… poco aprendiste de tolerancia.
Huyes de la clínica en el momento en que la enfermera
del turno matutino entra intempestivamente al consultorio, e ignorando la
presencia de la paciente, se acerca y musita al oído las palabras que habías
temido escuchar de meses atrás: la AAA (Alianza Anticomunista Argentina: grupo
parapolicial, compuesto por policías, militares y civiles) te tiene
identificada en una lista de estudiantes contrarios al Gobierno. De inmediato vas por tu hijo y se resguardan
en casa de familiares. Compruebas que van tras de ti al otro día, cuando entran
a tu casa y la vandalizan, destrozando todo.
Tropezando con los escasos peatones que circulan al
mediodía, alcanzas la calle Arcos, y corriendo los últimos metros, llegas al
1650, la Embajada de México. Entras abruptamente temblando de miedo, y con la
aprensión marcada en el rostro, solicitas
entrevistarte con el embajador Celso Delgado. Pasas así de la inseguridad y miedo, a la confianza y libertad, en la
misma calle… El embajador te garantiza protección, asilo y tranquilidad;
pero bien sabes que no estarás segura hasta llegar a México.
Una angustia corroe tu mente: el destino del hijo
que abandonas. Piensas constantemente en cómo protegerlo, no quieres que lo liguen
a ti. Intuyes el destino de los huérfanos de la represión: cedido a una familia
de militares o, a matrimonios afines al régimen. “Tal vez la salvación sería
entregarlo al padre… Aunque después del divorcio se ha alejado de nosotros. A
él no lo buscan, no es crítico del Sistema”, concluyes. Desde el teléfono de la
Embajada, das las instrucciones, y pides envíen tus documentos.
Acostada en el asiento posterior del automóvil del
embajador abandonas la representación para ser hospedada en su residencia hasta
encontrar la forma de enviarte a México.
Te informaron varios días después, cuando con cierta
envidia contemplabas a hurtadillas por el resquicio de la ventana la libertad y
tranquilidad de las aves del hermoso jardín, que saldrías del país confundida
en una delegación del INPI (Instituto Nacional de Protección a la Infancia) que
regresaba a México.
El automóvil Mercedes
Benz dorado, enarbolando en la parte delantera las banderas de Argentina y
México, abandonó la casa oficial con el Embajador Celso Delgado y tú, en el
asiento trasero. Escoltados en los extremos por dos patrullas ¾aves de rapiña en acecho de su
presa, esperando el mínimo descuido para atacar¾
te llevó el diplomático, hasta la escalerilla del avión y encomendó con el
titular del INPI.
La tristeza al abandonar el país, y la aflicción de
dejar a tu hijo, familia y amistades, aunada a la incertidumbre del futuro, te
sumió en una depresión profunda, que desbordada en lágrimas, fue arropada con
muestras de cariño y apoyo por los compañeros de viaje.
Sabías que
tendrías que salvar un escollo más: la escala en Santiago de Chile ¾México no tenía relaciones
diplomáticas con la dictadura de Augusto Pinochet. El país andino formaba parte
del Plan Cóndor, conformado por las
dictaduras del cono sur del Continente¾
y por lo tanto, había una amplia solidaridad con el país socio.
A tu llegada al aeropuerto Comodoro Arturo Merino
Benítez de la ciudad de Santiago de Chile,
el avión fue rodeado por transportes militares. Se abrió la escotilla y
subieron varios oficiales resguardados por tropa, a solicitar la documentación
de los pasajeros. El grupo de mexicanos, se adelanto en los pasillos
obstaculizando el paso mientras se iniciaba la revisión. La protesta
generalizada derivó en un canto sordo que al aumentar de volumen, se identificó
como el himno nacional de México. Conforme avanza la revisión, el terror se
apodera de ti. No sabes que hacer, te descubrirán; al sentirte indefensa
comienzas a llorar, nerviosamente frotas las manos, y limpias las lágrimas que
escurren por tu rostro. El jalón te saca del marasmo: una azafata te indica que
la sigas a la parte posterior de la aeronave…
La revisión de documentos, apresurada y tensa por la
agresividad de los pasajeros entonando el himno nacional mexicano, pone
nerviosos a los oficiales que terminan precipitadamente su encomienda, y abandonan
la nave abruptamente. Los pasajeros aplauden cuando tú, en uniforme de azafata,
avanzas por el pasillo hacia la parte posterior de la aeronave a cambiarte de
ropa.
El
sol de mediodía refleja luminosidad en el costado de la nave produciendo
destellos que dificultan observar la mancha urbana de la ciudad de México. Con
inquietud nerviosa y entrecerrando los párpados, observas la capital del país
que te recibe. Agradeces interiormente el comienzo de una nueva etapa de vida,
y te juras que en el menor tiempo posible recuperarás a tu pequeño hijo.
El oficial de Migración pide tus
papeles, los revisa cuidadosamente y dice:
Usted
no puede entrar, su pasaporte está vencido. Un repentino desvanecimiento se
apodera de ti, te aferras al borde de la ventanilla para no caer; lívida y
sollozante replicas: ¡Soy refugiada!, ¡tienen que recibirme!...
Se acercan dos hombres de traje gris
y te toman del brazo, enseñan sus credenciales de la Secretaría de Gobernación,
amablemente te encaminan fuera de la
aduana, y con una sonrisa, te dan la bienvenida al país.
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