El fuego de los sentidos
(Luna amarga)*
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Desde la
barandilla de cubierta del majestuoso barco, Fiona y Nigel observaban el
ascenso de los viajeros que harían con ellos el crucero de Estambul a Bombay.
Comentaban entusiasmados las características de los pasajeros que iban
abordando. Les llamó particularmente la atención el ascenso de una mujer joven,
de cuerpo esbelto y cabellera rubia descansando en los hombros, cuyo traje
sastre azul pálido modelaba su elegante figura, y los guantes largos del mismo
color, le daban el toque de distinción que orgullosamente portaba. La precedía
un mozo empujando la silla de ruedas que transportaba a un hombre maduro, de
sombrero y traje gris, que cubría sus piernas con una manta.
Nigel se recargó en la baranda, y alisándose
el cabello que la brisa tercamente alborotaba, le comentó a Fiona:
—¡Cuántas
historias abordan el barco!, cada persona, una novela; sus rostros son máscaras
mostrando realidades fingidas esperando cubrir una carencia o alguna ilusión,
¿no?
—Tal vez
como nosotros, cariño. Buscando renovar la pasión que la rutina de la vida
diaria ha desgastado; un ejercicio, que lave las costras de costumbres que inmovilizan
nuestra relación. Pero, vayamos al camarote a acomodar el equipaje, antes de la
cena.
Vestidos
elegantemente llegaron al salón comedor, y escoltados por el murmullo sordo de
las pláticas, risas apagadas, y música suave, los condujeron a la mesa
designada. Se presentaron ante las cuatro parejas que completaban la compañía, destacando
entre ellas la del hombre maduro, lisiado, llamado Oscar y su joven esposa,
Mimí. Al verla tan cercana, Nigel no pudo ocultar la gran atracción que le
producía y sin dejar de mirar su sonrisa, se sentó, absorto en ella. La plática
de las dos parejas pasó de las generalidades, al conocimiento de sus vidas. Oscar,
como narrador de historias que era, dominaba la conversación. Comentó cómo
conoció a Mimí, de estudiante de preparatoria: de tenis, pantalones de
mezclilla y chamarra, en un transporte público. Él anotaba algo en un libro que
leía, y ella le preguntó sobre la nota. Al despedirse, ella le pidió el número
de su teléfono y, en una semana comenzaron una relación tórrida.
Entusiasmado por la descripción erótica de la relación
íntima de Oscar, el amanecer los alcanzó
en el bar. Nigel comenzó a acudir al camarote de Oscar por las noches para escuchar
la historia de su relación romántica, pero con el avieso deseo de encontrar a
Mimí. En efecto, ella lo recibía muy cariñosamente ante la complacencia
implícita del marido, jugueteaba un rato con él y después los dejaba para
visitar a Fiona.
Durante las conversaciones, Oscar le platicaba
cómo ese amor pasional llegó al clímax: Ella inventaba juegos y él aceptando
los caprichos sexuales de ella, perdió la dignidad y terminó aceptando ser
sometido y abusado. La imagen de Mimí fue cambiando para Nigel, haciéndose más deseable.
Una noche, después de algunos tragos, Oscar le
platicó cómo había quedado lisiado: conducía su auto y chocó contra un autobús
en la carretera, Mimí fue a verlo al hospital. Estaba colocado de manera
vulnerable en la cama, con fracturas múltiples: lo tomó de la mano, arrojándolo
al suelo, provocándole la escisión de la médula
y consecuentemente, la invalidez. Ella le dijo, sonriendo: “tengo dos
noticias, mi amor: la buena, es que
estas invalido… y la mala, que yo me hare cargo de ti”. Llorando, Oscar le
confesó que a partir de ahí él se convierte en un objeto de placer sexual para
Mimí, al grado de tomarlo de testigo de un baile sensual de su esposa con un
amigo, frente a él, y observar su excitación, su pasión y finalmente, ver el acto sexual frente a él.
—Lo peor, Nigel, es que eso me excitó.
Sin saber que decir, Nigel abandonó el camarote,
se encontró a Mimí en el pasillo y sólo la saludó superficialmente.
La
última noche del crucero, y la cena de despedida. El capitán presidía la mesa y
las dos parejas, entre otras, convivían con él. La música alegre invitaba a
bailar. Nigel y Oscar platicaban entretenidamente y las mujeres escuchaban la
charla con cierto tedio. Mimí motivó a Fiona a bailar, y pasaron un tiempo largo
haciéndolo, mientras los señores bebían y platicaban en la mesa; de la música
alegre que cansó a la mayoría de las parejas, pasaron a los ritmos lentos. La
luz se hizo tenue y el ritmo pausado…
Cuando la iluminación volvió, Nigel preguntó por
ellas.
—Se han debido ir a dormir, señaló Oscar. ¿Por qué no visitas
a Mimí, seguro dejó la puerta entornada…? Yo voy a tomarme una copa más.
Con el ánimo exaltado por el deseo, transitó
apresuradamente hacia el camarote de Mimí; al llegar, comprobó que
efectivamente la puerta no tenía seguro. Entró sigilosamente y se desvistió,
caminó hacia la cama y encendió la luz, para sorprender a Mimí. Después del
resplandor… ¡Los cuerpos de las dos mujeres desnudas y entrelazados, las
cabelleras confundidas en sus rostros, cubriendo la pasión de un largo beso!
*Película
Luna amarga. Román Polansky 1999
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