Soledad acompañada
Gárgamel
El
cielo protegía la despedida con un llanto triste; encorvado, con las manos
dentro de la gabardina y el permanente sombrero cubriendo la cabeza, Eduardo escurría
el dolor líquido que empapaba su vestimenta observando al pie de la fosa a dos
trabajadores cubriendo cincuenta años de felicidad compartida. La angustia se
reflejaba en el rostro confundido, abrumado,
enfurecido contra el destino, y al mismo
tiempo, temeroso al vislumbrar un futuro incierto, sin objetivos ni ilusiones.
Ante
la tumba, resguardado por el lamento
húmedo de la naturaleza que resbalaba por el cuerpo, rememoró pasajes de la
vida con Adela: acontecimientos, emociones y pasiones que impregnadas en su
ser, degustaba o sufría como si estuvieran aconteciendo en la actualidad ¾porque al final de
la morada, a diferencia de los animales, el humano coexiste fundamentalmente
con los recuerdos¾. “Vivimos como soñamos, solos”*, concluyó.
Horas
después, sin conciencia del tiempo transcurrido abandonó el cementerio, doblado
por la carga de las evocaciones y el dolor sordo en el pecho, que se había
incorporado a su padecer desde el fallecimiento de Adela. Caminó sin rumbo fijo,
con la inconsciencia marcada en cada paso, y obviando con torpeza transeúntes,
deambuló hasta un parque de añosos árboles cercado de arbustos y flores. Sentado
y, ensimismado, no notó la presencia hasta que se posó frente a él: los ojos azules que resaltaban por la blancura del
pelo guiñaban eventualmente como si lo
saludaran; parecía que la tristeza de Eduardo lo intrigara; las orejas
triangulares de base rosada, seguían el movimiento oblicuo de la cabeza, como
preguntando la causa de desazón. Después de un rato de observarlo caminó hacia
él con la cola levantada y se restregó lentamente a su pierna antes de
asentarse al lado. Sorprendido agradablemente, pasó la mano con suavidad sobre
el lomo y sintió la satisfacción del en el leve ronroneo.
Agradeciendo
el olvido por breves instantes de la pena, se levantó y emprendió lentamente el
regreso a casa. Habría caminado un tramo largo, cuando se sintió extraño, como
si alguien lo viera a la espalda para llamar su atención. Volteó, y la mirada
fija de aquellos ojos azules se clavó en él. Se estremeció, al intuir que era
un mensaje. Siguió andando, seguro de que el acompañante lo secundaría. Llegó
al edificio, abrió el portón y subieron las escaleras. El animal se adelantó y lo
esperó en la puerta del departamento ¾¿cómo intuiría el lugar exacto?¾, discurrió. Entraron al recibidor, y el felino se restregó
dos veces más en sus piernas. Al colgar la gabardina, observó con excitación y
sorpresa la luna del perchero… ¡“Estoy solo!, ¡no hay nadie
en el espejo!”**
* Joseph
Conrad
**Jorge Luis
Borges
22 de Febrero de 2019
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