lunes, 4 de mayo de 2020

Expiación

Expiación
Gárgamel

El ritmo suave, cadencioso e incitante de caderas y vientre acompañaban las notas de la lujuriosa música oriental. Los brazos de la escultural Mata Hari dibujaban florituras enardecedoras del deseo en la abarrotada atmósfera del teatro del Museo Guimet; y al interpretar las danzas javanesas los muslos, firmes y vibrantes, marcaban la tensión de su musculatura al impulsar el cuerpo hacia los espectadores en movimientos acompasados y provocadores. Con una escenografía tropical, abundante en palmeras, vegetación y un fondo del mar azul en diferentes tonalidades, el sitio de moda del París de 1915 rebosaba de clientela cada noche. Cuando interpretaba el Bedhaya la sala contenía la emoción, la bailarina se iba desprendiendo de las finas gasas que la cubrían al ritmo lento y sensual de los instrumentos de percusión, hasta quedar prácticamente desnuda.
            ¡Yo estaba ahí!, cada noche que mi sueldo del ejército francés me lo permitía y lograba un permiso de salida. las posibilidades económicas me alcanzaban para ver el espectáculo en la parte alta del teatro. La admiraba embelesado usando mis binoculares, y cuando ella dirigía su mirada a las alturas… la besaba. 
            La guerra contra Alemania no presagiaba buenos augurios para mi país. La vida en las trincheras era agotadora y angustiante; nuestro ánimo lindaba entre la depresión y el miedo.
Trasladaron mi batallón a París, lo que me permitió frecuentar más el Museo. Una noche me atreví a llevarle un ramo de rosas a su camerino… y la conocí. Era más bella de cerca que a distancia. Nos hicimos amigos y, eventualmente, salíamos; le encantaba enterarse de la evolución de la guerra y opinaba con mucho sentido de los movimientos bélicos de ambos ejércitos. Su conocimiento se lo debía a los comentarios de los altos mandos militares, con los que se relacionaba habitualmente.
            Volví a las trincheras, los alemanes nos estaban venciendo. Todo un año combatiendo día a día, retrocediendo hacia París. Cuando estábamos a punto de rendirnos, Inglaterra entró en la guerra y un poco después, Estados Unidos. Comenzamos a recuperar el territorio perdido y el arrojo extenuado.
            Me trasladaron al Cuartel General y ascendieron de grado, al de Capitán.
La segunda semana de octubre del año de 1917, me tocó guardia. En la madrugada, el invierno engarzado en nuestra ropa de cama, y en las paredes sudorosas de sinuosos regatos congelados, vigilaban silenciosos el sueño, cuando escuchamos la voz enérgica del coronel Blanchet: ¡Capitán Ettiene, prepare el pelotón, fusilaremos a un espía! ¡Los espero en el paredón en diez minutos!...
            El hálito de la brisa húmeda y fría hostigaba el rostro de los soldados en posición de firmes. Frente a ellos: la pared de mampostería escarpada de historias, y el poste oscuro, pringado de vida. El clarín de órdenes emitió su lastimero sonido y de la reja lateral del edificio, salió gallarda la figura esbelta y hermosa de la Mata Hari, custodiada por dos guardias. Lucía un vestido blanco, que hacía resaltar su oscura cabellera y el brillo de sus negros ojos. Con una sonrisa irónica enfrentaba su destino. Recorrió con la mirada al pelotón y después, fijó su mirada en mí. Intempestivamente se desprendió de la custodia, corrió, me abrazó y besó apasionadamente antes de que los guardias la alcanzaran y arrastraran hacia el poste.
            Me paralizó la impresión de ver a mi gran amor frente al paredón, y pensar que sería yo el que ordenaría su muerte; un sudor frío recorrió mi cuerpo y comencé a temblar. La humedad de los ojos se desbordó deslizándose por el rostro lívido y atormentado. Levanté la mirada y en una borrosa imagen, la vi desechar el paño que le cubriría los ojos y la cuerda que la amarraría al poste. Luego, levantó su brazo y envió un beso a los soldados del pelotón de fusilamiento, cuándo yo emitía la sentencia más amarga de mi vida… ¡Fuego!

 4 de mayo de 2020
             

No hay comentarios:

Publicar un comentario