domingo, 15 de julio de 2012

Un cuarto de hospital




Un cuarto de hospital
Jorge Llera Martínez
Desperté y la penumbra cubría el cuarto, aposentándose como propietaria de la oscuridad y  permitiendo como un favor especial - pequeñas filtraciones luminosas a través del quicio de la puerta y de las pesadas cortinas que cubrían la  ventana de lado oriente sobre el  sofá. Era un cuarto pequeño, con un baño del lado izquierdo a tres o cuatro pasos de la cama. Frente a mí, la blanca y aburrida pared que durante el día permanecía hipócritamente sin vida y que al acercarse la noche se alegraba con el paso fugaz de figuras que dialogaban con mi imaginación, transportándome a escenarios fantásticos e intemporales.
   Seguía atado a esa sonda que me alimentaba, me transmitía la tranquilidad artificial que producía el líquido en el cuerpo y  limitaba mis movimientos haciéndome dependiente de la atención del personal. A través de las delgadas paredes de la habitación se oían voces y ruidos metálicos, que se combinaban con el sonido de pisadas en el pasillo exterior.
    Debían ser entre las dos y tres de la madrugada, después de que la enfermera entró para darme el medicamento, que sentí la presencia de alguien conocido, sentado en el borde de la cama. Levanté la mirada y reflejada en la pared vi la tenue figura de mi madre. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al  sentir que sus manos frías acariciaban mi rostro y escuché su dulce voz que me cantaba -como cuando era niño una canción de cuna. Desperté cuando la enfermera cambiaba la botella del suero y el medicamento. Le pregunté ¿si había cubierto el turno de la noche anterior? y después de su asentimiento, ¿si había escuchado ruidos en mi habitación?
- No, Don Pepe, cuando lo dejé ya estaba dormido.
   Desconcertado, pero decidido a averiguar si había sido un sueño o la manifestación de una presencia espiritual, me preparé emocionalmente para solicitar nuevamente la visita de mi madre y afrontar con valentía un diálogo con ella, pues creía que necesitaba comunicarme algo. Con ansia esperé la llegada de la noche.
    La visita del médico por la mañana, desvió algo la obsesión porque transcurriera rápidamente el día. No le presté mucha atención a su elaborado diagnóstico, ni a las observaciones sobre la gravedad de mi enfermedad. Las visitas de familiares y amigos por la tarde, me resultaron molestas y desesperantes, a tal grado que me porté huraño, retraído y cortante para que se fueran pronto.
   Los rayos del sol se ocultaron tras el cortinaje, empujados por la pardidez de la penumbra. Un olor a antiséptico flotaba en el ambiente de los pasillos del hospital y los ruidos rutinarios  de las enfermeras acompasaban el tedio de una noche sin urgencias médicas.
   Expectante aguardé por horas. El cansancio me vencía. Hacia la madrugada, dormitando, sentí la fugaz presencia que, reflejada en la pared, me susurró al oído: hijo mío, dentro de dos días venimos por ti, arregla tus cosas. Sentí que un chicotazo de adrenalina recorría mi cuerpo. Sudando  abundantemente y temblando por la fiebre le solicité a la enfermera un tranquilizante y me pasé la noche ordenando los miles de pensamientos que surcaron mi mente.
   Por la mañana  pedí papel y un bolígrafo y redacté mi testamento. El médico pasó al mediodía para informarme, con una amplia sonrisa que la  enfermedad estaba cediendo.
    Y llegó el segundo día
10  agosto de 2012

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