Un
cuarto de hospital
Jorge Llera Martínez
Desperté y la penumbra cubría el cuarto, aposentándose como
propietaria de la oscuridad y permitiendo – como un favor especial - pequeñas filtraciones
luminosas a través del quicio de la puerta y de las pesadas cortinas que cubrían la ventana de lado
oriente sobre el sofá. Era un cuarto pequeño, con un baño del lado izquierdo
a tres o cuatro pasos de la cama. Frente a mí, la blanca y aburrida pared que
durante el día permanecía hipócritamente sin vida y que al acercarse la noche se alegraba
con el paso fugaz de figuras que dialogaban con mi imaginación, transportándome a escenarios
fantásticos e
intemporales.
Seguía atado a esa sonda que me alimentaba, me transmitía la tranquilidad
artificial que producía el líquido en el cuerpo y limitaba mis
movimientos haciéndome dependiente de la atención del personal. A través de las delgadas
paredes de la habitación se oían voces y ruidos metálicos, que se combinaban con el sonido
de pisadas en el pasillo exterior.
Debían ser entre las dos y tres de la
madrugada, después de que la enfermera entró para darme el medicamento, que sentí la presencia de
alguien conocido, sentado en el borde de la cama. Levanté la mirada y
reflejada en la pared vi la tenue figura de mi madre. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al sentir que sus manos
frías acariciaban mi
rostro y escuché su dulce voz que me cantaba -como cuando era niño– una canción de cuna. Desperté cuando la enfermera
cambiaba la botella del suero y el medicamento. Le pregunté ¿si había cubierto el turno
de la noche anterior? y después de su asentimiento, ¿si había escuchado ruidos en mi habitación?
- No, Don Pepe, cuando lo dejé ya estaba dormido.
Desconcertado, pero decidido a averiguar si había sido un sueño o la manifestación de una presencia
espiritual, me preparé emocionalmente para solicitar nuevamente la visita de mi
madre y afrontar con valentía un diálogo con ella, pues creía que necesitaba comunicarme algo. Con
ansia esperé la llegada de la noche.
La visita del médico por la mañana, desvió algo la obsesión porque
transcurriera rápidamente el día. No le presté mucha atención a su elaborado
diagnóstico, ni a las
observaciones sobre la gravedad de mi enfermedad. Las visitas de familiares y
amigos por la tarde, me resultaron molestas y desesperantes, a tal grado que me
porté huraño, retraído y cortante para
que se fueran pronto.
Los rayos del sol se ocultaron tras el cortinaje, empujados por la
pardidez de la penumbra. Un olor a antiséptico flotaba en el ambiente de los
pasillos del hospital y los ruidos rutinarios de las enfermeras
acompasaban el tedio de una noche sin urgencias médicas.
Expectante aguardé por horas. El cansancio me vencía. Hacia la
madrugada, dormitando, sentí la fugaz presencia que, reflejada en la pared, me susurró al oído: “hijo mío, dentro de dos días venimos por ti,
arregla tus cosas”. Sentí que un chicotazo de adrenalina recorría mi cuerpo. Sudando
abundantemente y
temblando por la fiebre le solicité a la enfermera un tranquilizante y me
pasé la noche ordenando
los miles de pensamientos que surcaron mi mente.
Por la mañana pedí papel y un bolígrafo y redacté mi testamento. El médico pasó al mediodía para informarme,
con una amplia sonrisa que la enfermedad estaba cediendo.
Y llegó el segundo día…
10
agosto de 2012
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