domingo, 8 de julio de 2012

El sonido del silencio



El sonido del silencio


Como es costumbre desde hace veinte años, desperté a las cinco de  la mañana por el bramido ensordecedor del  "Boeing 727" sobre mi cabeza. Sus  vibraciones estimularon todo mi cuerpo en un molto vivace de percusiones qué, como estampida de miles de animales, animaron el inicio de mis actividades. El crujido de las paredes y de los diversos objetos al caer en el piso de parquet, armonizaron la sinfonía diaria  de mi  lujoso penthouse, ubicado en las inmediaciones del Aeropuerto Central -Qué ajeno de la realidad estaba al comprar la fabulosa ganga, que anunciaban así: Viva como en New York, en un hermoso y amplio Penthouse de lujo y sienta la presencia del turismo internacional en su propia casa. Aproveché la oferta y me hice propietario de mis amplios sesenta metros, adquiriendo con ello también: el conflicto con mis vecinos por la falta de pago del mantenimiento del edificio, la ocupación reiterada de mi lugar de estacionamiento y el conocimiento de su vida íntima en forma por demás discreta y preferentemente a altas horas de la noche, mediante golpes, gritos y quejidos  amorosos que llegan a través mis sonoras paredes de tablaroca.
            En la imprenta, el ruido de las máquinas acompaña mi labor diaria y arropa mi ser entre la armonía monótona y constante de los metales y el  sonido sordo del papel  al  ser impreso. Así qué  el silencio es un elemento ausente en mi vida.
            Hace meses  me llamó el gerente a su oficina y me informó qué, por falta de liquidez, la empresa ya no iba a necesitar de mis servicios y que por lo tanto estaba despedido.
            En un principio, me desconcertó la situación, pero después de comentarlo con mi esposa, decidimos que ya era tiempo de gozar nuestra vida de jubilados, ya qué, finalmente, los hijos ya no dependían de nosotros.
            Pusimos a la venta nuestro penthouse, con la misma argucia con la que me lo vendieron y  ¡Cayó el cándido! como a los quince días. Enseñamos el departamento en la hora en que pasan menos aviones y, con la emoción de hacerse de su primera propiedad, el comprador firmó el contrato de inmediato y la liquidó en un mes.
            Para celebrar, nos fuimos de vacaciones a un hotel hacienda, ubicada en  la huasteca, en el que se vivía en la tranquilidad y paz del paraíso terrenal. Éramos los únicos huéspedes y durante el día se escuchaban únicamente los trinos de las aves y ocasionalmente las voces de los pocos empleados, que intentaban no perturbar nuestro angustiante silencio. Por las noches, el sonido del aire agitando las ramas de los árboles, algún aullido o rugido esporádico y el zumbido de algunos Moscos burladores de la malla en las ventanas asediándonos permanentemente.
            Tratamos de dormir la primera noche y no lo conseguimos, nos faltaba motivación. Lo intentamos la segunda... y sólo lo pudimos hacer por la madrugada. El tercer día teníamos alterados los nervios y nos regresamos apresuradamente a la ciudad a un hotel cercano al aeropuerto; dormimos profundamente con la ventana abierta.
            Nuestro dilema después de las desastrosas vacaciones, era conseguir un lugar tranquilo pero ruidoso -nuestro oxímoron vivencial- y lo buscamos ardua e infructuosamente durante meses, por distintos lugares del país. Pero al fin la búsqueda ha dado resultado: ¡lo hemos encontrado! Compramos una hermosa cabaña en las afueras de un pueblo pequeño, en la base de un cerro, del que cae por la pared cercana a la casa una abundante y ruidosa cascada que nos permite dormir profundamente a cualquier hora del día o de la noche.
            Mi señora y yo ahora nos comunicamos por señas o nos escribimos recados.




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