Parte aguas
Jorge
Llera
Tobías se despertó con el
aroma del café acanelado y la irritación que le producía el humo del fogón;
restregó sus ojos…estiró el cuerpo y…lo cobijó con el acostumbrado jorongo de
todos los días. Se incorporó a sus cansados huaraches, que aburridos de recorrer
tantas veredas y caminos vivían con dignidad la etapa terminal de su vida.
Desayunó y se despidió de su madre con un beso. Llenó su morral con el guaje de agua y las gordas para el almuerzo; se puso el sombrero
y salió con la fría mañana a trashumar su futuro. Abrió la puerta del corral y
salieron atropelladas y presurosas emitiendo balidos de hambre, a buscar el
alimento diario. Recorrieron las tres cuadras de la única calle de Quimixtlán,
estampando en la pedregosidad del camino el sonido hueco de la multitud de
pezuñas. El aire de la madrugada le acariciaba el rostro musitándole al
oído advertencias dolorosas; pero como de costumbre, bloqueó su percepción a
augurios pesimistas cuando vio los suaves rayos de un nuevo día desdoblar
lentamente la cubierta de matices azules en la serranía, vistiéndola de
amarillos y naranjas. Precedía la caravana un viejo macho cabrío que ostentaba
su predominio por la largura de sus barbas grises y el paso decidido que da la
experiencia. A un lado del grupo iba el rengo: la escuálida figura evidenciaba su esbelto costillar
recubierto apenas con el café parduzco de una piel manchada por los años; su
delgada cola acompañaba el movimiento saltarín de su caminar al impulsar su
siniestrada extremidad. Sin embargo, esta limitación no entorpecía su
vida...sólo la caracterizaba. Del otro lado del rebaño, el Pinto
mordía algunas corvas de las cabras retrasadas con la finalidad de
enderezar su destino; su pequeña estatura le facilitaba el trabajo, aunque le
ganaba algunas coces de los animales reprimidos.
Llevaban varias horas
transitando entre los cerros ausentes de vida, en los que sólo el estoicismo de
algunas cactáceas distraían las tonalidades ocres del paisaje lunar. Las cabras
persistían, sin agotar su optimismo en la búsqueda de su escaso alimento,
cuando se escuchó el aullido desesperado del rengo, que precedió a la
estampida general del rebaño al percibir el murmullo sordo del despertar de la
catástrofe que, con su primer estiramiento, iniciaba el movimiento
trepidante de la superficie, el desprendimiento de rocas, el resquebrajamiento
del terreno y con ello, aumentaba el rugido ensordecedor de sus miles de
demonios en fragorosa desesperación por salir del averno. Despavorido, Tobías
trató de correr hacia el valle en un suelo con movimientos violentos y
crujidos estridentes por el roce de las masas pétreas; la superficie,
incomprensiblemente variable se estiraba y achicaba a cada paso y Tobías,
perseguido por la lluvia de rocas como una jauría en busca de su presa, se veía
asediado por todos lados; saltó en el momento en que se abrió la tierra a sus
pies, sintiendo como el vacío lo devoraba y la verticalidad perdía su sentido
de congruencia en las volteretas de su cuerpo durante la caída. La desesperación
por asirse a algo lo hizo manotear en su descenso hasta que, al impactar su
cuerpo en la ladera del aterrorizado monte, sintió un Fuerte golpe en las
costillas antes de perder la noción de sí mismo.
La humedad caliente
recorrió su rostro en pinceladas de fraternidad y cariño, su amigo le
demostraba preocupación. Entreabrió los párpados y distinguió la mirada
fija de dos pares de brillantes ojos frente a su cara, enmarcados en la
rutilante aura de un ardiente sol de mediodía, que iluminaba el ambiente
con la tranquilidad y paz de un día sin pecados. Dolorido y trastabillante
inició el regreso, precedido como de costumbre, por aquel macho cabrío que
conocía todos los caminos.
Tras una larga jornada
llegaron al caos y la desolación: la orografía trastornada del pueblo,
mostraba cínicamente el resultado de una discrepancia de la naturaleza. Lo que
una vez fue vida, desapareció jamada por las entrañas de un monstruo irascible.
Sólo quedaban cúmulos de escombros que, como toscas lápidas, velarían permanentemente
a la extinguida población.
Lloró amargamente durante
horas, como no lo había hecho en sus trece años de existencia y como
seguramente no lo volvería hacer en el resto de su vida.
No acudió nadie en auxilio
de un pueblo que nunca existió para la burocracia de un gobierno decadente y
corrupto, que se ocupaba únicamente del enriquecimiento personal de sus
dirigentes. Al tercer día, abatido en la desesperanza de una soledad indeleble
y el temor palpitante a lo desconocido, emprendió su futuro con el andar
pausado de una madurez precipitada, precedido orgullosamente por el macho
cabrío que conocía todos los caminos, su rebaño y sus dos fieles e
inseparables camaradas.
9 de
marzo de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario