sábado, 9 de marzo de 2013

Parte aguas





Parte aguas
Jorge Llera
Tobías se despertó con el aroma del café acanelado y la irritación que le producía el humo del fogón; restregó sus ojos…estiró el cuerpo y…lo cobijó con el acostumbrado jorongo de todos los días. Se incorporó a sus cansados huaraches, que aburridos de recorrer tantas veredas y caminos vivían con dignidad la etapa terminal de su vida. Desayunó y se despidió de su madre con un beso. Llenó su morral con  el guaje de agua y las gordas para el almuerzo; se puso el sombrero y salió con la fría mañana a trashumar su futuro. Abrió la puerta del corral y salieron atropelladas y presurosas emitiendo balidos de hambre, a buscar el alimento diario. Recorrieron las tres cuadras de la única calle de Quimixtlán, estampando en la pedregosidad del camino el sonido hueco de la multitud de pezuñas. El aire  de la madrugada le acariciaba el rostro musitándole al oído advertencias dolorosas; pero como de costumbre, bloqueó su percepción a augurios pesimistas cuando vio los suaves rayos de un nuevo día desdoblar lentamente la cubierta de matices azules en la serranía, vistiéndola de amarillos y naranjas. Precedía la caravana un viejo macho cabrío que ostentaba su predominio por la largura de sus barbas grises y el paso decidido que da la experiencia. A un lado del grupo iba el rengo: la escuálida figura evidenciaba su esbelto costillar recubierto apenas con el café parduzco de una piel manchada por los años; su delgada cola acompañaba el movimiento saltarín de su caminar al impulsar su siniestrada extremidad. Sin embargo, esta limitación no entorpecía su vida...sólo la caracterizaba. Del otro lado del rebaño, el Pinto mordía  algunas  corvas de las cabras retrasadas con la finalidad de enderezar su destino; su pequeña estatura le facilitaba el trabajo, aunque le ganaba algunas coces de los animales reprimidos.
Llevaban varias horas transitando entre los cerros ausentes de vida, en los que sólo el estoicismo de algunas cactáceas distraían las tonalidades ocres del paisaje lunar. Las cabras persistían, sin agotar su optimismo en la búsqueda de su escaso alimento, cuando se escuchó el aullido desesperado del rengo, que precedió a la estampida general del rebaño al percibir el murmullo sordo del despertar de la catástrofe que, con su primer estiramiento, iniciaba el movimiento  trepidante de la superficie, el desprendimiento de rocas, el resquebrajamiento del terreno y con ello, aumentaba el rugido ensordecedor de sus miles de demonios en fragorosa desesperación por salir del averno. Despavorido, Tobías trató de correr hacia el valle en un suelo con movimientos violentos y  crujidos estridentes por el roce de las masas pétreas; la superficie, incomprensiblemente variable se estiraba y achicaba a cada paso y Tobías, perseguido por la lluvia de rocas como una jauría en busca de su presa, se veía asediado por todos lados; saltó en el momento en que se abrió la tierra a sus pies, sintiendo como el vacío lo devoraba y la verticalidad perdía su sentido de congruencia en las volteretas de su cuerpo durante la caída. La desesperación por asirse a algo lo hizo manotear en su descenso hasta que, al impactar su cuerpo en la ladera del aterrorizado monte, sintió un Fuerte golpe en las costillas antes de perder la noción de sí mismo.
La humedad caliente recorrió su rostro en pinceladas de fraternidad y cariño, su amigo le demostraba  preocupación. Entreabrió los párpados y distinguió la mirada fija de dos pares de brillantes ojos frente a su cara, enmarcados en la rutilante aura de un ardiente sol de mediodía,  que iluminaba el ambiente con la tranquilidad y paz de un día sin pecados. Dolorido y trastabillante inició el regreso, precedido como de costumbre, por aquel macho cabrío que conocía todos los caminos.
Tras una larga jornada llegaron al caos y la desolación: la orografía trastornada del pueblo,  mostraba cínicamente el resultado de una discrepancia de la naturaleza. Lo que una vez fue vida, desapareció jamada por las entrañas de un monstruo irascible. Sólo quedaban cúmulos de escombros que, como toscas lápidas, velarían permanentemente a la extinguida población.
Lloró amargamente durante horas, como no lo había hecho en sus trece años de existencia y como seguramente no lo volvería hacer en el resto de su vida.
No acudió nadie en auxilio de un pueblo que nunca existió para la burocracia de un gobierno decadente y corrupto, que se ocupaba únicamente del enriquecimiento personal de sus dirigentes. Al tercer día, abatido en la desesperanza de una soledad indeleble y el temor palpitante a lo desconocido, emprendió su futuro con el andar pausado de una madurez precipitada, precedido orgullosamente por el macho cabrío que conocía todos los caminos, su rebaño  y sus dos  fieles e inseparables camaradas.
9 de marzo de 2013

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