En busca de un sueño
In memoriam
La
superficie se fue cubriendo de colores como los del despertar de una mañana en
los prados del jardín de Coyoacán, plenos de luz y color. La blanca pared,
desechó su monótona vestimenta cuando la diestra mano de la pintora deslizó con
rapidez y precisión las pinceladas con las que la ataviaba de vida.
los tres muros del comedor pronto se
transformaron en una extraña composición paisajística que figuraba una pradera africana con pastizales
en tonos amarillentos, salpicados con manchones de un verdor desorientado por
el cambio de estación. En el lado izquierdo de la pared central, campeaba con
gallardía una soberbia jirafa de ojos grandes y melancólicos como de un cielo a
punto de llorar; las grandes pestañas le abanicaban su tristeza. Su hocico
emitía siempre una dulce sonrisa que se le formaba al rumiar el alimento. En la pared del lado izquierdo,
junto a la ventana, un antílope de
largos cuernos rodeado de flores multicolores y verde pasto, oteaba el
horizonte con la tranquilidad nerviosa propia de su especie; observaba con
atención a un león que en la pared de enfrente descansaba en la alfombra azul
violeta que le proporcionaban tres antiguas jacarandás, que extendían sus
ondulados brazos cubriendo con amplitud el entorno de un ramaje cromático que
variaba del blanco rosado, al azul violeta y matizado por tramos cafés
grisáceos de las nervaduras que sostenían la escenografía.
La pintora, extrañamente, estaba
dibujando al lado de la jirafa una niña con una caperuza roja, zapatillas
negras, calcetas blancas y en su rostro destacaba una nariz recta asomando bajo la capucha, mechones de cabello
negro y un lunar en la frente que le daba un toque oriental a su cara.
Escuchó el vocerío ensordecedor de
los hijos llegando de la escuela y el tropel precipitado que anunciaba su
entrada al comedor.
- ¡Hola mamá! -se oyeron varias
voces al mismo tiempo. -¡tenemos hambre! ¿Qué hay de comer?.
-¿Ya se fijaron? mamá volvió a
cambiar a la caperuza de lugar y la hizo más pequeña, parece que se va alejando
-dijo Jesús.
La madre bajó lentamente de la
escalera, se acomodó los pantalones, se quitó la pañoleta que cubría su cabeza y aún con manchas de
pintura sobre su cara, procedió a dar de comer al primer grupo, sabiendo que no
volvería a tener tranquilidad hasta la mañana del día siguiente, cuando todos
salieran a sus actividades cotidianas. Eran diez hijos, con intereses,
actividades, horarios diferentes y... sólo una madre. El padre, proveedor
eficiente, presente siempre en la conciencia familiar… mantenía una ausencia
justificada.
Con la ayuda de Carmelita -una
anciana que la apoyaba en el servicio- se inició en medio de la algarabía
general, la distribución del alimento en la primera mesa del día. El ruido de
las pláticas, discusiones y carcajadas, se extendía por toda la casa formando
un bullicio atronador impactándo la sensibilidad de las paredes, que respondían
indignadas con ecos huecos, como el de las selvas al repetir los estentóreos aullidos de
los monos.
La madre, paciente exteriormente,
convivía alternativamente con todos sus hijos durante las tardes y noches. Sin
embargo, en su interior, trataba desesperadamente de contener el deseo de vivir
para la pintura en un ambiente de tranquilidad y paz creativa, como el de los
grandes impresionistas de fines del siglo diecinueve.
Cada día, la Caperuza cambiaba de
lugar, acercándose continuamente hacia el bosque de jacarandás. Poco a poco, se
acercaba a la alfombra violeta y a la sombra protectora. Y cada día, los hijos
lo comentaban y le preguntaban el motivo. La madre contestaba siempre: Es que busca protegerse del intenso sol que
la abruma.
Llegaron como de costumbre, con
gritos y carreras: -¡ya venimos mamá!... ¡mamá!
- ¡Carmelita! ¿Dónde está mamá?
- En el cuadro, como siempre.
Corrieron hacia el comedor y
observaron qué la sombra de las jacarandás había aumentado, arropando el sueño
siempre anhelado.
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