miércoles, 30 de octubre de 2013

Imploración



Imploración

Jorge Llera

"Oh Dios nuestro, ¿No harás justicia contra ellos? Pues nosotros
 no tenemos fuerza para hacer frente a esta gran multitud que viene contra
 nosotros y no sabemos qué hacer. Pero nuestros ojos se vuelven hacia ti.”
Nuevo Testamento
San Mateo 20.

Las turbas recorrían las principales calles del Distrito Federal con mantas, banderas, carteles, protestando en las más variadas formas, para solicitar la atención de las autoridades al problema educativo del país. Los profesores, llevaban meses de pedir el diálogo. La respuesta:  silencio. Como si derramaran agua en un desierto, las peticiones trasminaban oficinas y funcionarios, sin humedecer mínimamente sus conciencias. No alteraban sus hábitos ni su conducta. El gobierno era portador de la verdad absoluta. Cumplía su obligación de imponer los dictados del modelo neoliberal, desgastando la educación pública:
             “Un pueblo ignorante es manipulable”. Era el pensamiento no expresado, pero evidenciado en el actuar, del grupo político que dominaba el país y servía a intereses extra nacionales.
            La inquietud de los mentores se gestó en los Estados al percatarse que el Ejecutivo Federal había enviado una iniciativa de ley en la que se erosionaba la educación pública en beneficio de la privada y se trastocaban los derechos laborales y de seguridad social de los trabajadores de la educación. El Congreso de la Unión, sin analizar la iniciativa, la aprobó en una sesión.
            Protestas en todo el país, se unían a otras por las reformas energética y la hacendaria, que beneficiaban también a los grandes capitales nacionales y extranjeros.
             La inconformidad se extendió como una ola en un mar de desesperanza y llegó a los centros urbanos inundando las calles de odio y vandalismo, de robos, estragos y asesinatos de autoridades. Los poderes formales en los Estados, recularon lentamente hasta su desaparición por la impotencia en la resolución de problemas; los rebasaban . El caos asedió al país y pronto llegó a amenazar a la Presidencia de la República.
            Acosado el gobierno, se apoyó en el ejército, una organización formada con gente del pueblo obligada a ir en contra de sus orígenes; en la contienda comenzó a reconocer a sus verdaderos enemigos y a diluirse en la inconformidad de una insurgencia que anhelaba el poder y el cambio.
            La amplia sala de juntas, soportaba a secretarios de Estado, líderes del Congreso, presidentes de partidos políticos e integrantes de la Suprema Corte de Justicia, que esperaban con tensión y nerviosismo el inicio de la reunión. Toda la clase política en pleno, en un tenso ambiente, que permitía sólo el balbuceo de frases nerviosas y farfullantes, anhelaban el plan de acción que les permitiría recuperar el control del país y el resguardo de sus intereses. Inquietos se removían en sus lugares, conteniendo el deseo de huir, de abandonar la nave en pleno naufragio…de salvarse.
            El Presidente llegó con pasos lentos y temerosos, ocupó su lugar al centro de la gran mesa rectangular. Abatido, con la frente perlada por el sudor y los brazos temblorosos apoyados en el verde mantel, tomó el micrófono y pronunció sus últimas palabras como presidente:
            -Ante ustedes, colaboradores en mi gobierno, compañeros y amigos, presento mi renuncia a la Presidencia  de este país…
            Al terminar, levantó las manos y traicionando los principios del laicismo que conlleva el cargo ocupado, imploró con fuerte voz:
            -¡Oh Dios nuestro, ¿No harás justicia contra ellos?...
30 de septiembre de 2013

martes, 22 de octubre de 2013

El centinela



El centinela


Era un viejo molino abandonado. Sus paredes de piedra sostenían una torre con escaleras que subían en espiral desembocando en una pequeña azotea circular. Desde ahí se alcanzaba a ver el valle verde salpicado de frondosos árboles y la línea ondulante de un río gris que después de dos gesticulaciones enmascaradas en los arbustos, se perdía en el horizonte. La parte baja de la construcción sostenía dos grandes ventanas de madera sin vidrios, y una puerta deteriorada que dejaba penetrar entre sus tablones la luminosidad del día, y por la noche, la frialdad de un invierno que iniciaba. Dentro del local subsistían rastros de instalaciones y maquinaria, olvidados por el tiempo. Era El Castillo un bastión del equipo Rojo, tropas aguerridas que esa semana les correspondía defenderlo de los Azules, temerario ejército sanguinario y ávido de gloria.
El grupo de amigos de la escuela del pueblo utilizaba el viejo molino para sus juegos cotidianos, consistentes en batallas con globos rellenos de agua y anilina del color de cada equipo. Cinco combatientes por bando y el juego comenzaba al atardecer. Si ganaban, les correspondía ocupar El Castillo durante una semana, límite para el próximo enfrentamiento. Los contrincantes luchaban con marcar al enemigo con el color del equipo, y el ganador sería el que conservara al único guerrero sin marcar.
          
Salieron corriendo de la escuela y compraron en la tienda de don Faustino los globos y la anilina. Les comentó que los contrincantes se habían abastecido el día anterior. En El Castillo, prepararon los misiles y acordaron la estrategia. Pedro, alto, moreno, delgado y sonriente era el líder de los Rojos. Rodeándolo, los cuatro guerreros escuchaban con atención las órdenes:
—El Gordo y Elías en la puerta; Lolo en una ventana, y tú Matías, en la otra.
—Y ¿yo? —dijo el más pequeño del grupo.
—Tú, Pingüica, serás el centinela.
—¿Qué es eso?
—El encargado de avisar cuando lleguen los Azules a atacarnos.
—¡No! ¡yo quiero pelear! —exigió con firmeza el pequeño, mirando retadoramente a Pedro. El minúsculo cuerpo cubierto por la sombra que proyectaba el líder se movía inquieto e indignado. Enormes lentes dejaban ver sus negros ojos incrementados en tamaño por los cristales de aumento de los gruesos anteojos, que escondían el blancuzco rostro pringado de pecas. Por debajo del gorro rayado, sobresalían unos mechones amarillos que descansaban sobre grandes orejas.
—¡Es una orden!, respétala. Cuando los veas venir, chifla tres veces.
Enojado, el Pingüica subió las escaleras mascullando que la próxima vez, cambiaría de equipo.
Los rayos del sol tardío, entraban diagonales por la ventana iluminando la rueda del molino y proyectando una sombra alargada que alcanzaba a arañar al Gordo y a Elías, apostados en la puerta.
Avanzaban lentamente, pecho a tierra, por los matorrales que sostenían sobre sus espaldas a los cinco Azules. Reptaban como saurios acechando a su presa. Ya estaban cerca... no habían sido descubiertos.
Pingüica, aburrido tiraba piedras a una roca clara de la pared de enfrente y de vez en cuando, recorría visualmente el horizonte. Se sorprendió cuando le pareció ver cerca de la pared de El Castillo un arbusto que se movía. No soplaba la brisa vespertina, lo que aumentó su desconcierto. Se fijó que avanzaba lentamente y cuando estaba a unos pasos de la ventana, ¡descubrió la estratagema! Angustiado trató de chiflar, sopló fuerte y sólo escuchó salir el aire; lo intentó otra vez y el sonido apenas era audible para él. Entonces gritó:
—¡Los Azules! ¡Disfrazados de plantas!
Era tarde, los arbustos entraron saltando las ventanas y disparando sus misiles, sin que los Rojos tuvieran la menor oportunidad de defenderse.
Marcaron a los de abajo y subieron corriendo las estrechas escaleras. Al asomar al quicio de la puerta, los primeros dos fueron impactados en el pecho por proyectiles disparados a bocajarro. Pasó el Pingüica entre los arbustos y sorprendió a los que iniciaban la subida, acertando a uno de ellos en la cabeza y en el pecho, al otro.
—¡Sólo quedan dos! —se escuchó decir a los muertos.
—¡Duelo! ¡Duelo! ¡Duelo! –gritaban todos a coro.
Se pusieron espalda contra espalda. El cinturón del Azul, rozaba la nuca del Pingüica. Caminaron diez pasos, dieron media vuelta y se enfrentaron. Paso a paso, fueron acercándose ambos con proyectil en mano. Cuando estaban a cinco trancos de distancia, el Zarco levantó el brazo y tiró su proyectil impactando al Pingüica... el proyectil no explotó, incrédulo, sin entender que ahora estuviera desprotegido, se quedó inmovil. Un movimiento del Pingüica y… el pecho azul comenzó a teñirse de colorado.


miércoles, 16 de octubre de 2013

Destino recuperado



Destino recuperado


Jorge Llera





Dilatar la vida de los hombres es dilatar su agonía
 y multiplicar el número de sus muertes...
 (El inmortal. Jorge Luis Borges)




Llevaba cinco meses desde que su destino fue alterado. Sufría en cuerpo y alma los avances de la tecnología médica. Con la mente imploraba lo dejaran morir, no le dieran más esperanzas a su familia y le permitieran descansar. Sin embargo, los médicos peleaban con denuedo la presa. Su prestigio estaba en juego.
El sabio destino corrigió el rumbo, cerrando momentáneamente la llave del oxígeno…

20 de septiembre de 2013
           

Mi noche, la noche de veintidós años


Mi noche, la noche de veintidós años


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El tiempo pierde su poder cuando
 el recuerdo redime al pasado…
 Herbert Marcuse

La oscuridad se ocupó de mí; me cubrió con su negra sombra eclipsando los sentidos; el fuego consumió el cuerpo físico tornando el mundo hacia un ambiente diferente, inerte,  inmóvil: sin sonidos, ni luz. La desesperación al saberme muerto me perturbó, sin embargo esa sensación derivó con el tiempo a una conformidad y placidez estática que me relaja y conforta, permitiendo hacer introspecciones de mi vida.
Siempre me sentí orgulloso de que el mundo me llamara “El padre de la nueva izquierda”, gracias a mis críticas a la sociedad capitalista en mi libro “El hombre unidimensional”, y  al ser portador del espíritu de lucha de los estudiantes de los años sesenta del siglo pasado.
            Llevo tanto tiempo acumulando polvo, que se  me agotaron los temas de meditación; sin considerar también que, no hay que dilucidar nada, cuando se conoce todo.
 Recuerdo constantemente la frase Francisco Tario: Jamás se había detenido a pensar en lo inauditas que son las noches; en lo descomunales que son… En  mi inmovilidad, me desespero por no encontrar una solución a lo que resta de mi presencia física en este mundo, y en efecto estoy viviendo una descomunal noche eterna.
Morí en Baviera en julio de 1979, me cremaron en Austria y enviaron las cenizas vía aérea a New Haven, Estados Unidos. Mi viuda  falleció también, sin poder indicar mi destino al mundo. Ahora soy cenizas dentro de una urna funeraria abandonada en la estantería de una funeraria, ¡Estoy perdido!. ¡Es estúpido que me encuentre en éste limbo! ¡Soy Marcuse, el filósofo! ¡El revolucionario!¡¿Cómo hacen unas cenizas perdidas para encontrar su lugar de reposo?!
Oyó la voz tronante y grave de su mentor, Carlos Marx, decirle:
–Mi querido Herbert,  me extraña que a un filosofo de tu capacidad no se le haya ocurrido utilizar los medios modernos de comunicación para envíale un mensaje a tu nieto. ¡Actualízate, Marcuse!

Harold Marcuse encontró en su buzón electrónico el mensaje de un profesor belga que deseaba saber dónde se había enterrado a su abuelo. Intrigado, se puso a investigar y después de varios meses, detectó la funeraria.
           
El empleado revisó los anaqueles antiguos y encontró la urna arrinconada, debajo de otras, grises de polvo y cubierta por telarañas.

            ¡Por fin, a descansar!... ¡Gracias, Carlos!



4 de octubre de 2015