El
centinela
Era un viejo molino abandonado. Sus paredes de piedra
sostenían una torre con escaleras que subían en espiral desembocando en una
pequeña azotea circular. Desde ahí se alcanzaba a ver el valle verde salpicado
de frondosos árboles y la línea ondulante de un río gris que después de dos
gesticulaciones enmascaradas en los arbustos, se perdía en el horizonte. La
parte baja de la construcción sostenía dos grandes ventanas de madera sin
vidrios, y una puerta deteriorada que dejaba penetrar entre sus tablones la
luminosidad del día, y por la noche, la frialdad de un invierno que iniciaba.
Dentro del local subsistían rastros de instalaciones y maquinaria, olvidados
por el tiempo. Era El Castillo un
bastión del equipo Rojo, tropas
aguerridas que esa semana les correspondía defenderlo de los Azules, temerario ejército sanguinario y
ávido de gloria.
El grupo de amigos de la escuela del pueblo utilizaba el
viejo molino para sus juegos cotidianos, consistentes en batallas con globos
rellenos de agua y anilina del color de cada equipo. Cinco combatientes por
bando y el juego comenzaba al atardecer. Si ganaban, les correspondía ocupar El Castillo durante una semana, límite para el próximo enfrentamiento. Los contrincantes luchaban con marcar
al enemigo con el color del equipo, y el ganador sería el que conservara al
único guerrero sin marcar.
Salieron corriendo de la escuela y compraron en la tienda de
don Faustino los globos y la anilina. Les comentó que los contrincantes se habían
abastecido el día anterior. En El
Castillo, prepararon los misiles y acordaron la estrategia. Pedro, alto, moreno,
delgado y sonriente era el líder de los Rojos.
Rodeándolo, los cuatro guerreros escuchaban con atención las órdenes:
—El Gordo y Elías
en la puerta; Lolo en una ventana, y
tú Matías, en la otra.
—Y ¿yo? —dijo el más pequeño del grupo.
—Tú, Pingüica,
serás el centinela.
—¿Qué es eso?
—El encargado de avisar cuando lleguen los Azules a atacarnos.
—¡No! ¡yo quiero pelear! —exigió con firmeza el pequeño, mirando
retadoramente a Pedro. El minúsculo cuerpo cubierto por la sombra que
proyectaba el líder se movía inquieto e indignado. Enormes lentes dejaban ver
sus negros ojos incrementados en tamaño por los cristales de aumento de los
gruesos anteojos, que escondían el blancuzco rostro pringado de pecas. Por
debajo del gorro rayado, sobresalían unos mechones amarillos que descansaban
sobre grandes orejas.
—¡Es una orden!, respétala. Cuando los veas venir, chifla
tres veces.
Enojado, el Pingüica subió
las escaleras mascullando que la próxima vez, cambiaría de equipo.
Los rayos del sol tardío, entraban diagonales por la ventana
iluminando la rueda del molino y proyectando una sombra alargada que alcanzaba
a arañar al Gordo y a Elías,
apostados en la puerta.
Avanzaban lentamente, pecho a tierra, por los matorrales que
sostenían sobre sus espaldas a los cinco Azules.
Reptaban como saurios acechando a su presa. Ya estaban cerca... no habían sido
descubiertos.
Pingüica, aburrido tiraba piedras a una roca clara de la pared de
enfrente y de vez en cuando, recorría visualmente el horizonte. Se sorprendió
cuando le pareció ver cerca de la pared de El
Castillo un arbusto que se movía. No soplaba la brisa vespertina, lo que
aumentó su desconcierto. Se fijó que avanzaba lentamente y cuando estaba a unos
pasos de la ventana, ¡descubrió la estratagema! Angustiado trató de chiflar,
sopló fuerte y sólo escuchó salir el aire; lo intentó otra vez y el sonido
apenas era audible para él. Entonces gritó:
—¡Los Azules! ¡Disfrazados
de plantas!
Era tarde, los arbustos entraron saltando las ventanas y
disparando sus misiles, sin que los Rojos
tuvieran la menor oportunidad de defenderse.
Marcaron a los de abajo y subieron corriendo las estrechas
escaleras. Al asomar al quicio de la puerta, los primeros dos fueron impactados
en el pecho por proyectiles disparados a bocajarro. Pasó el Pingüica entre los arbustos y sorprendió
a los que iniciaban la subida, acertando a uno de ellos en la cabeza y en el
pecho, al otro.
—¡Sólo quedan dos! —se escuchó decir a los muertos.
—¡Duelo! ¡Duelo! ¡Duelo! –gritaban todos a coro.
Se pusieron espalda contra espalda. El cinturón del Azul, rozaba la nuca del Pingüica. Caminaron diez pasos, dieron
media vuelta y se enfrentaron. Paso a paso, fueron acercándose ambos con
proyectil en mano. Cuando estaban a cinco trancos de distancia, el Zarco levantó el brazo y tiró su
proyectil impactando al Pingüica... el
proyectil no explotó, incrédulo, sin entender que ahora estuviera desprotegido,
se quedó inmovil. Un movimiento del Pingüica
y… el pecho azul comenzó a teñirse de colorado.
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