martes, 22 de octubre de 2013

El centinela



El centinela


Era un viejo molino abandonado. Sus paredes de piedra sostenían una torre con escaleras que subían en espiral desembocando en una pequeña azotea circular. Desde ahí se alcanzaba a ver el valle verde salpicado de frondosos árboles y la línea ondulante de un río gris que después de dos gesticulaciones enmascaradas en los arbustos, se perdía en el horizonte. La parte baja de la construcción sostenía dos grandes ventanas de madera sin vidrios, y una puerta deteriorada que dejaba penetrar entre sus tablones la luminosidad del día, y por la noche, la frialdad de un invierno que iniciaba. Dentro del local subsistían rastros de instalaciones y maquinaria, olvidados por el tiempo. Era El Castillo un bastión del equipo Rojo, tropas aguerridas que esa semana les correspondía defenderlo de los Azules, temerario ejército sanguinario y ávido de gloria.
El grupo de amigos de la escuela del pueblo utilizaba el viejo molino para sus juegos cotidianos, consistentes en batallas con globos rellenos de agua y anilina del color de cada equipo. Cinco combatientes por bando y el juego comenzaba al atardecer. Si ganaban, les correspondía ocupar El Castillo durante una semana, límite para el próximo enfrentamiento. Los contrincantes luchaban con marcar al enemigo con el color del equipo, y el ganador sería el que conservara al único guerrero sin marcar.
          
Salieron corriendo de la escuela y compraron en la tienda de don Faustino los globos y la anilina. Les comentó que los contrincantes se habían abastecido el día anterior. En El Castillo, prepararon los misiles y acordaron la estrategia. Pedro, alto, moreno, delgado y sonriente era el líder de los Rojos. Rodeándolo, los cuatro guerreros escuchaban con atención las órdenes:
—El Gordo y Elías en la puerta; Lolo en una ventana, y tú Matías, en la otra.
—Y ¿yo? —dijo el más pequeño del grupo.
—Tú, Pingüica, serás el centinela.
—¿Qué es eso?
—El encargado de avisar cuando lleguen los Azules a atacarnos.
—¡No! ¡yo quiero pelear! —exigió con firmeza el pequeño, mirando retadoramente a Pedro. El minúsculo cuerpo cubierto por la sombra que proyectaba el líder se movía inquieto e indignado. Enormes lentes dejaban ver sus negros ojos incrementados en tamaño por los cristales de aumento de los gruesos anteojos, que escondían el blancuzco rostro pringado de pecas. Por debajo del gorro rayado, sobresalían unos mechones amarillos que descansaban sobre grandes orejas.
—¡Es una orden!, respétala. Cuando los veas venir, chifla tres veces.
Enojado, el Pingüica subió las escaleras mascullando que la próxima vez, cambiaría de equipo.
Los rayos del sol tardío, entraban diagonales por la ventana iluminando la rueda del molino y proyectando una sombra alargada que alcanzaba a arañar al Gordo y a Elías, apostados en la puerta.
Avanzaban lentamente, pecho a tierra, por los matorrales que sostenían sobre sus espaldas a los cinco Azules. Reptaban como saurios acechando a su presa. Ya estaban cerca... no habían sido descubiertos.
Pingüica, aburrido tiraba piedras a una roca clara de la pared de enfrente y de vez en cuando, recorría visualmente el horizonte. Se sorprendió cuando le pareció ver cerca de la pared de El Castillo un arbusto que se movía. No soplaba la brisa vespertina, lo que aumentó su desconcierto. Se fijó que avanzaba lentamente y cuando estaba a unos pasos de la ventana, ¡descubrió la estratagema! Angustiado trató de chiflar, sopló fuerte y sólo escuchó salir el aire; lo intentó otra vez y el sonido apenas era audible para él. Entonces gritó:
—¡Los Azules! ¡Disfrazados de plantas!
Era tarde, los arbustos entraron saltando las ventanas y disparando sus misiles, sin que los Rojos tuvieran la menor oportunidad de defenderse.
Marcaron a los de abajo y subieron corriendo las estrechas escaleras. Al asomar al quicio de la puerta, los primeros dos fueron impactados en el pecho por proyectiles disparados a bocajarro. Pasó el Pingüica entre los arbustos y sorprendió a los que iniciaban la subida, acertando a uno de ellos en la cabeza y en el pecho, al otro.
—¡Sólo quedan dos! —se escuchó decir a los muertos.
—¡Duelo! ¡Duelo! ¡Duelo! –gritaban todos a coro.
Se pusieron espalda contra espalda. El cinturón del Azul, rozaba la nuca del Pingüica. Caminaron diez pasos, dieron media vuelta y se enfrentaron. Paso a paso, fueron acercándose ambos con proyectil en mano. Cuando estaban a cinco trancos de distancia, el Zarco levantó el brazo y tiró su proyectil impactando al Pingüica... el proyectil no explotó, incrédulo, sin entender que ahora estuviera desprotegido, se quedó inmovil. Un movimiento del Pingüica y… el pecho azul comenzó a teñirse de colorado.


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