domingo, 13 de octubre de 2013

El postre


El  postre


Matarse por no morir es
ser igualmente necio y cobarde.


En la soledad de su departamento y la penumbra provocada por una pequeña lámpara de mesa que se esforzaba por mantener baja la tonalidad de luz amarillenta, Aurora se arrellanaba en el sillón individual de la reducida sala con su ropa de dormir puesta desde hace días, las pantuflas al pie del mueble, y el ánimo abatido. A distancia, tras el marco de la puerta de la cocina se alcanzaba a distinguir, la vajilla sucia acumulada sobre el fregadero, y restos de comida amontonados sobre la barra de trabajo. El departamento en desorden, y los gatos deambulando por el caos, evitando con agilidad y cuidado, los obstáculos en los cuartos.
           Bebió de un trago la copa de vino tinto y la dejó sobre la mesa; se mezó la cabellera larga, jaspeada de grises y blancos, que caía desordenada en su cara triste; recostó su cuerpo en el respaldo, echó la cabeza hacia atrás, y lloró con el alma quebrantada por la indiferencia y frialdad del entorno. ¡Sola!, sola en un mundo con el que no le interesaba interactuar, con una sociedad que le había volteado la cara; abandonada por parientes y amigos que la evitaban por su carácter agrío y huraño. Sobrevivía con la escasa pensión en la Unidad Morelos, conviviéndo simbióticamente con sus gatos, al recibir de ellos cariño a cambio de alimentos.
¿Qué  tanto de mi vida he sido feliz? ¾pensó.
Momentos, sólo momentos. Espacios de vida, un oasis en el desierto árido de cariño, de pasiones iniciadas con expectativas de amores permanentes, cortados de tajo por la realidad; de familia esparcida en los confines de la incomunicación, paradoja de este mundo global y  desarrollado.
Mientras secaba con el dorso del brazo la humedad de sus sentimientos, reafirmó la inutilidad de seguir viviendo en un mundo negado a  recibir su  amor y solidaridad como ella estaba dispuesta a darlos. Se sirvió otra copa y acompañada por la música que le provocaba la añoranza de tiempos juveniles, se dispuso a dar el paso que la alejaría del dolor intenso que subyugaba y dificultaba su respiración. Abrió el frasco, sacó las píldoras y cuando iba a ingerirlas, vinieron a su mente imágenes de un domingo en su niñez: Su padre conducía un viejo vehículo repleto de familia por la carretera de Puebla, el destino era Chalco y el objetivo comer fresas con crema en uno de los restaurantes improvisados al borde del camino. Estacionó el automóvil y, en tropel salió la chiquillada gritando, a seleccionar lugar y a pedir la presencia del mesero para que les sirvieran las fresas con crema del tamaño más grande que se pudiera.
El recuerdo del olor y el sabor característico de su postre de antaño, provocó el ptialismo e hizo que remojara sus labios al pasar por ellos la lengua. Recreó con nostalgia cómo deslizaba la cuchara por el borde interno de la copa hasta rebosarla de crema y azúcar, esperando que los rojos cuerpos asomaran apenas de los límites del cubierto. Recordó la contracción de las glándulas al acercar la cuchara a la boca, la salivación y ansiedad por sentir el fruto; esa sensación líquida, espesa y dulce que antecedía la mordida del fruto. Cuando cerraba la boca, el sabor ligeramente agrio, que se combinaba con el de la grasa de la crema y lo dulce de la combinación, armonizando la rugosidad suave y redondez de las formas, con el aroma y sabor agridulce del manjar; las tonalidades rojas desvanecidas en claros matices albos en la crema, le remontaron también a comidas en familia, con sus padres y hermanos durante la niñez; los veranos ardientes en los que la frescura de un plato de  fresas con crema de postre, era el preciado premio por haber comido bien.
Evocó, el masticar y deglutir pausando las cucharadas, sintiendo la frialdad y tersura del líquido y cómo se deshacían las fragarias al presionarlas contra el paladar, con inquietud temerosa de que fuera la última porción. Esta visión la hizo sonreír y solazarse con el nostálgico recuerdo de disfrutar el saborear las postreras cucharadas del cremoso líquido dulce, tintado en partes por la levedad rosácea de un rastro de delicia, como si gozara ahora ese momento. 
Bajó la copa, giró la tapa sobre el frasco, dejándolo sobre la mesa, y se dirigió al baño, tomó una ducha, se vistió por primera vez en varios días, y salió al supermercado por la crema y las fresas que curarían su depresión.



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