El postre
Matarse por no morir
es
ser
igualmente necio y cobarde.
En la soledad de su departamento y la
penumbra provocada por una pequeña lámpara de mesa que se esforzaba por
mantener baja la tonalidad de luz amarillenta, Aurora se arrellanaba en el
sillón individual de la reducida sala con su ropa de dormir puesta desde hace días,
las pantuflas al pie del mueble, y el ánimo abatido. A distancia, tras el marco
de la puerta de la cocina se alcanzaba a distinguir, la vajilla sucia acumulada
sobre el fregadero, y restos de comida amontonados sobre la barra de trabajo. El
departamento en desorden, y los gatos deambulando por el caos, evitando con
agilidad y cuidado, los obstáculos en los cuartos.
Bebió
de un trago la copa de vino tinto y la dejó sobre la mesa; se mezó la cabellera
larga, jaspeada de grises y blancos, que caía desordenada en su cara triste;
recostó su cuerpo en el respaldo, echó la cabeza hacia atrás, y lloró con el
alma quebrantada por la indiferencia y frialdad del entorno. ¡Sola!, sola en un
mundo con el que no le interesaba interactuar, con una sociedad que le había
volteado la cara; abandonada por parientes y amigos que la evitaban por su carácter
agrío y huraño. Sobrevivía con la escasa pensión en la Unidad Morelos,
conviviéndo simbióticamente con sus gatos, al recibir de ellos cariño a cambio
de alimentos.
¿Qué tanto de mi vida he sido feliz? ¾pensó.
Momentos,
sólo momentos. Espacios de vida, un oasis en el desierto árido de cariño, de pasiones
iniciadas con expectativas de amores permanentes, cortados de tajo por la
realidad; de familia esparcida en los confines de la incomunicación, paradoja
de este mundo global y desarrollado.
Mientras secaba con el dorso del brazo la
humedad de sus sentimientos, reafirmó la inutilidad de seguir viviendo en un mundo
negado a recibir su amor y solidaridad como ella estaba dispuesta
a darlos. Se sirvió otra copa y acompañada por la música que le provocaba la añoranza
de tiempos juveniles, se dispuso a dar el paso que la alejaría del dolor intenso
que subyugaba y dificultaba su respiración. Abrió el frasco, sacó las píldoras
y cuando iba a ingerirlas, vinieron a su mente imágenes de un domingo en su niñez:
Su padre conducía un viejo vehículo repleto de familia por la carretera de Puebla,
el destino era Chalco y el objetivo comer fresas con crema en uno de los
restaurantes improvisados al borde del camino. Estacionó el automóvil y, en
tropel salió la chiquillada gritando, a seleccionar lugar y a pedir la
presencia del mesero para que les sirvieran las fresas con crema del tamaño más
grande que se pudiera.
El recuerdo del olor y el sabor
característico de su postre de antaño, provocó el ptialismo e hizo que remojara
sus labios al pasar por ellos la lengua. Recreó con nostalgia cómo deslizaba la
cuchara por el borde interno de la copa hasta rebosarla de crema y azúcar, esperando
que los rojos cuerpos asomaran apenas de los límites del cubierto. Recordó la
contracción de las glándulas al acercar la cuchara a la boca, la salivación y
ansiedad por sentir el fruto; esa sensación líquida, espesa y dulce que antecedía
la mordida del fruto. Cuando cerraba la boca, el sabor ligeramente agrio, que se
combinaba con el de la grasa de la crema y lo dulce de la combinación, armonizando
la rugosidad suave y redondez de las formas, con el aroma y sabor agridulce del
manjar; las tonalidades rojas desvanecidas en claros matices albos en la crema,
le remontaron también a comidas en familia, con sus padres y hermanos durante la
niñez; los veranos ardientes en los que la frescura de un plato de fresas con crema de postre, era el preciado
premio por haber comido bien.
Evocó, el masticar y deglutir pausando
las cucharadas, sintiendo la frialdad y tersura del líquido y cómo se deshacían
las fragarias al presionarlas contra el paladar, con inquietud temerosa de que
fuera la última porción. Esta visión la hizo sonreír y solazarse con el
nostálgico recuerdo de disfrutar el saborear las postreras cucharadas del
cremoso líquido dulce, tintado en partes por la levedad rosácea de un rastro de
delicia, como si gozara ahora ese momento.
Bajó la copa, giró la tapa sobre el
frasco, dejándolo sobre la mesa, y se dirigió al baño, tomó una ducha, se
vistió por primera vez en varios días, y salió al supermercado por la crema y
las fresas que curarían su depresión.
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