Plenilunio
No
existe la libertad, sino la búsqueda de la libertad,
y esa búsqueda es la que nos hace libres.
Carlos Fuentes (1929-2012)
La mulata
atravesaba la villa todas las mañanas caminando por la calle principal, las
miradas de los hombres la seguían en sus ondulantes y candentes movimientos,
era una visión que alegraba el inicio del día de los comerciantes, que la
saludaban con una sonrisa y tocándose el borde del sombrero al verla pasar.
Vendía hierbas en el mercado, pócimas y curaciones para todo tipo de males.
La
segregación a la que eran sometidos los indígenas, mestizos y mulatos, la
aislaba del trato social común y la hacía ser reservada con los criollos y
peninsulares. Eran tiempos peligrosos de la Inquisición y el Santo oficio en
ronda permanente sobre las vidas de la población, carroñando sus destinos con
el fin de acrecentar riquezas personales en nombre de Dios.
En el
pueblo comenzó a hablarse de ella atribuyéndole un sinnúmero de capacidades: se
decía conjuradora de tormentas, predicadora de temblores y eclipses. Se
murmuraba de pactos con el maligno, que por las noches se escuchaban ruidos en
su choza y veían resplandores saliendo por las ventanas, y en espirales de luz
multicolor, se elevaban al cielo; señales que la conseja popular atribuía a
ritos satánicos. Soledad, atemperaba las maledicencias asistiendo regularmente
a misa y cumpliendo asiduamente con los deberes de buena cristiana.
Su belleza
física y éxito como curandera pronto llamaron la atención del alcalde, quién
pretextando fuertes dolores de cabeza la llamó a sus aposentos para un
tratamiento. Soledad se presentó y comenzó la curación sahumando hierbas en un
anafre frente a él y recorriéndole el cuerpo con un ramillete de flores. A Don
Martín, la imaginación lo hacía sentir
el roce de las manos moviéndose por su espalda y cuello; el olor del cuerpo
joven en la niebla producida por el fuego, lo incitaba; lo brazos cercándolo
con movimientos rítmicos, le hacían sentir una suavidad imperceptible, y la tibia
dulzura* de los senos duros comprimiéndose levemente sobre su cuerpo. Era
una extraña perturbación enervante y ansiosa que alteraba * sus instintos,
provocando una excitación nunca sentida, y la necesidad urgente de poseerla. La
mulata jamás lo tocaba directamente, evitaba el contacto íntimo y lo trataba
con una respetuosidad distante. El alcalde trató de ganar su confianza y
halagarla; hizo todo por cortejarla durante las varias sesiones en que solicitó
sus servicios. Soledad lo rechazó desde el primer instante: con sutileza al
principio, y cuando el acoso se hizo brutal, huyó apresuradamente, lo que
ocasionó la furia del alcalde y la amenaza: ¡Sería de él o de nadie!…
Los
guardias tumbaron la puerta a patadas y la encontraron arrodillada, rezando
frente a un crucifijo; le advirtieron
que no se resistiera, no tratara de escapar. La llevaron desfalleciente,
vertiendo abundantes lágrimas, a la prisión de San Juan, una vieja fortaleza
junto al mar, bajo la acusación de brujería. Los precedía un sacerdote de
la Santa Inquisición con el rosario en las manos y la mirada perdida en el
empedrado de la callejuela, musitando oraciones apenas audibles, que suplicaban
el arrepentimiento de la apresada para lograr el perdón divino.
Arrumbada en una mazmorra húmeda y oscura, frente a una pared de piedra pringando
salitre, esperaba inútilmente se hiciera
justicia.
Desde su
primera comida identificó al carcelero; era aquel hombre gordo que había
acudido a ella por dolores en las coyunturas. Vivía atormentado
permanentemente, le afectaba la humedad en los huesos y articulaciones. Por su
trabajo, tenía que soportarla todos los días.
Por la
mañana, entraron a su celda el procurador fiscal y los teólogos calificadores
para informarle que había sido declarada culpable de ser hechicera y tener
pacto con el diablo. La sentenciaban a morir quemada en leña verde en un plazo de
diez días.
Cuando
se retiraron, le sobrevino una amenazante abrumadora quietud* que la
orilló a permanecer acurrucada en un rincón, con la cabeza entre las piernas
durante horas. Después, se levantó y llamó al guardia golpeando con su pocillo
los barrotes de metal. Arrastrando los pies, el carcelero se acercó:
—Te
conozco, sé que estás muy enfermo, has venido a mí anteriormente y te he
tratado. Creo que puedo curarte en estos días que me quedan de vida, puedo
restablecer tu salud si confías en lo que hago. Te lo propongo como una forma
de expiación de mi alma, una manera de congraciarme con Dios.
El dolor
lo laceraba, lo atormentaba todo el día, así que la propuesta fue recibida con
beneplácito. Soledad le pidió una serie de hierbas y aceites, un sahumerio con
carbón y unas pinturas. Al día siguiente, el guardia se introdujo en el
calabozo, lo cerró por dentro con llave, e inició el tratamiento. Su
salud mejoraba día con día, y el trato mutuo también. Con los tintes,
Soledad fue pintando un barco con el velamen desplegado dirigiéndose hacia una
gran luna en el horizonte. Al ser cuestionada por el guardia, le dijo que
cuando estuviera acabado el barco, su tratamiento terminaría y él estaría curado.
Faltando
un día para que la sentencia se cumpliera, Soledad se confesó y después de
quedarse sola, admiró por un momento su pintura casi terminada, llamó al
guardia, mezcló las hierbas en el sahumerio y comenzó la sesión. Mientras Soledad
sobaba las coyunturas con el aceite, el guardia aspiraba las emanaciones que
subían en espiral sobre su cuerpo; ella le hablaba pausadamente, disminuyendo
con tranquilidad el volumen de su voz, haciendo placentera la terapia, hasta
que… Las palabras permanecieron flotando en el aire negro de la noche* y
el velero, confundido en el horizonte, fue arropado por los rayos luminosos de
una inmensa luna llena.
Los alguaciles al ir por
la prisionera en las primeras horas del día, encontraron al carcelero durmiendo
en la celda que custodiaba.
*Frases de José Revueltas
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