sábado, 18 de enero de 2014

Plenilunio

Plenilunio

No existe la libertad, sino la búsqueda de la libertad,
 y esa búsqueda es la que nos hace libres.
Carlos Fuentes (1929-2012)
La mulata atravesaba la villa todas las mañanas caminando por la calle principal, las miradas de los hombres la seguían en sus ondulantes y candentes movimientos, era una visión que alegraba el inicio del día de los comerciantes, que la saludaban con una sonrisa y tocándose el borde del sombrero al verla pasar. Vendía hierbas en el mercado, pócimas y curaciones para todo tipo de males.
            La segregación a la que eran sometidos los indígenas, mestizos y mulatos, la aislaba del trato social común y la hacía ser reservada con los criollos y peninsulares. Eran tiempos peligrosos de la Inquisición y el Santo oficio en ronda permanente sobre las vidas de la población, carroñando sus destinos con el fin de acrecentar riquezas personales en nombre de Dios.
            En el pueblo comenzó a hablarse de ella atribuyéndole un sinnúmero de capacidades: se decía conjuradora de tormentas, predicadora de temblores y eclipses. Se murmuraba de pactos con el maligno, que por las noches se escuchaban ruidos en su choza y veían resplandores saliendo por las ventanas, y en espirales de luz multicolor, se elevaban al cielo; señales que la conseja popular atribuía a ritos satánicos. Soledad, atemperaba las maledicencias asistiendo regularmente a misa y cumpliendo asiduamente con los deberes de buena cristiana.
            Su belleza física y éxito como curandera pronto llamaron la atención del alcalde, quién pretextando fuertes dolores de cabeza la llamó a sus aposentos para un tratamiento. Soledad se presentó y comenzó la curación sahumando hierbas en un anafre frente a él y recorriéndole el cuerpo con un ramillete de flores. A Don Martín, la imaginación lo hacía  sentir el roce de las manos moviéndose por su espalda y cuello; el olor del cuerpo joven en la niebla producida por el fuego, lo incitaba; lo brazos cercándolo con movimientos rítmicos, le hacían sentir una suavidad imperceptible, y la tibia dulzura* de los senos duros comprimiéndose levemente sobre su cuerpo. Era una extraña perturbación enervante y ansiosa que alteraba * sus instintos, provocando una excitación nunca sentida, y la necesidad urgente de poseerla. La mulata jamás lo tocaba directamente, evitaba el contacto íntimo y lo trataba con una respetuosidad distante. El alcalde trató de ganar su confianza y halagarla; hizo todo por cortejarla durante las varias sesiones en que solicitó sus servicios. Soledad lo rechazó desde el primer instante: con sutileza al principio, y cuando el acoso se hizo brutal, huyó apresuradamente, lo que ocasionó la furia del alcalde y la amenaza: ¡Sería de él o de nadie!…
            Los guardias tumbaron la puerta a patadas y la encontraron arrodillada, rezando frente a un crucifijo; le  advirtieron que no se resistiera, no tratara de escapar. La llevaron desfalleciente, vertiendo abundantes lágrimas, a la prisión de San Juan, una vieja fortaleza junto al mar, bajo la acusación de brujería. Los precedía  un sacerdote de la Santa Inquisición con el rosario en las manos y la mirada perdida en el empedrado de la callejuela, musitando oraciones apenas audibles, que suplicaban el arrepentimiento de la apresada para lograr el perdón divino.
            Arrumbada en una mazmorra húmeda y oscura, frente a una pared de piedra pringando salitre, esperaba inútilmente  se hiciera justicia.
            Desde su primera comida identificó al carcelero; era aquel hombre gordo que había acudido a ella por dolores en las coyunturas. Vivía atormentado permanentemente, le afectaba la humedad en los huesos y articulaciones. Por su trabajo, tenía que soportarla todos los días.
            Por la mañana, entraron a su celda el procurador fiscal y los teólogos calificadores para informarle que había sido declarada culpable de ser hechicera y tener pacto con el diablo. La sentenciaban a morir quemada en leña verde en un plazo de diez días.
            Cuando se retiraron, le sobrevino una amenazante abrumadora quietud* que la orilló a permanecer acurrucada en un rincón, con la cabeza entre las piernas durante horas. Después, se levantó y llamó al guardia golpeando con su pocillo los barrotes de metal. Arrastrando los pies, el carcelero se acercó:
            —Te conozco, sé que estás muy enfermo, has venido a mí anteriormente y te he tratado. Creo que puedo curarte en estos días que me quedan de vida, puedo restablecer tu salud si confías en lo que hago. Te lo propongo como una forma de expiación de mi alma, una manera de congraciarme con Dios.
            El dolor lo laceraba, lo atormentaba todo el día, así que la propuesta fue recibida con beneplácito. Soledad le pidió una serie de hierbas y aceites, un sahumerio con carbón y unas pinturas. Al día siguiente, el guardia se introdujo en el calabozo, lo cerró por dentro con llave, e inició el tratamiento. Su salud  mejoraba día con día, y el trato mutuo también. Con los tintes, Soledad fue pintando un barco con el velamen desplegado dirigiéndose hacia una gran luna en el horizonte. Al ser cuestionada por el guardia, le dijo que cuando estuviera acabado el barco, su tratamiento terminaría y él estaría curado. 
            Faltando un día para que la sentencia se cumpliera, Soledad se confesó y después de quedarse sola, admiró por un momento su pintura casi terminada, llamó al guardia, mezcló las hierbas en el sahumerio y comenzó la sesión. Mientras Soledad sobaba las coyunturas con el aceite, el guardia aspiraba las emanaciones que subían en espiral sobre su cuerpo; ella le hablaba pausadamente, disminuyendo con tranquilidad el volumen de su voz, haciendo placentera la terapia, hasta que… Las palabras permanecieron flotando en el aire negro de la noche* y el velero, confundido en el horizonte, fue arropado por los rayos luminosos de una inmensa luna llena.
            Los alguaciles al ir por la prisionera en las primeras horas del día, encontraron al carcelero durmiendo en la celda que custodiaba. 
*Frases de José Revueltas

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