Destino augurado
Polux
Era
un lector de mentes, tan verosímil en sus pronósticos como el destino es con
las vidas. Atendía a su clientela en el café Marrakech, situado en una de las estrechas e intrincadas calles del
Centro histórico, vialidad plagada de comerciantes apretujados obstaculizando
el paso de los transeúntes, de humores concentrados, cuerpos oprimidos y
sudorosos que en apretados desplazamientos de olores orgánicos flotando en el
ambiente, buscan un rumbo, una dirección. El dédalo por el que perros famélicos
rastrean sustento diario en los desechos alimentarios. Esa vía por la que
inopinadamente aún circulan automóviles, escoltados por multitudes que emulan hormigueros en frenética actividad.
Leía el café y las cartas, pero más
que nada, intuía a la gente, percibía de ellas los colores del estado de ánimo,
penas y conflictos; los sonidos de la derrota que paseaban su clientes prendido
a sus cuerpos, como cencerros llamando la atención sobre su inoperancia de
vida. Sin saber cómo, transformaba en palabras las imágenes, sonidos y colores
que le llegaban, y con la parsimonia de una autoridad en el conocimiento del
futuro, definía los caminos de su clientela y les cambiaba el destino,
alterando los designios creadores y liberándolos de dependencias difíciles de
despojar.
Llegaba por la tarde y se
posesionaba de su papel cambiando la cotidiana vestimenta por ropajes dignos de
su prosapia de clarividente: estrellas, cometas y lunas decoraban el azul
oscuro de su túnica que armonizaba con el claro del turbante adornado con plumas
de pavo real.
Dos o tres días por semana tenía la
visita de aquella francesa, que había
vivido en Grecia y acudía a revelarle sus sueños en busca de orientación:
— ¿Qué soñaste ahora Marguerite?
— Era la diosa Kali, hermosa como
ninguna en el Universo y que unas deidades celosas del don que se me había
otorgado, se confabularon para atraparme, me apresaron y me decapitaron. No
contentas con el asesinato, unieron mi cabeza al cuerpo de una prostituta
muerta obligándome a vagar por el mundo
en busca de hombres para satisfacer mi lascivia. ¿Qué puede significar eso?
El zahorí leyó meticulosamente las
cartas que extendió sobre la mesa, haciendo diversos conteos: horizontales, verticales, diagonales
y salteados. Moviendo la cabeza y murmurando hacia sus interior palabras
incomprensibles levantó su vista hasta fijarla en la de su interlocutora, se
acomodó el turbante y la pluma, y dijo:
— Marguerite... yo creo que su
educación tradicional la ha restringido de los placeres lúbricos de la vida y
ahora su cuerpo exige una actualización radical. Su mente utiliza los sueños
para imbuirla del olor rojo ardiente del deseo carnal y la impregna de lascivia
para que se abra al mundo, exigiéndole dé a la vida el sabor salado de una excitación
transpirada en el disfrute sexual.
El ambiente del cuarto se entibió
por las emanaciones de feromonas que comenzó a expedir el cuerpo inquieto de la
francesa. Sus ojos azules adquirieron la brillantez del deseo, su rostro enrojeció
con el rubor propio de una fingida inocencia, y cruzando los muslos en una
actitud defensiva ante una excitación sentida, alcanzó a preguntar:
—¿Y... mi marido, doctor?
—¡Alto!,
¡alto Marguerite! Yo sólo le dije el qué, no le dije el cómo, ni el con quién.
Salió del café, dejando en el
ambiente un fuerte rastro de exhalaciones sensuales que invitaban a la seducción. Con la turbación del
diagnóstico en su mente, escurrió el aroma de la voluptuosidad recién
desencadenada entre los humores
ordinarios de la multitud y se escabulló a un café a considerar la propuesta de
una vida diferente.
Entró Alberto al consultorio: alto,
rubio y elegantemente vestido —como corresponde a un periodista prestigiado y
saludó familiarmente al clarividente.
—¡Hola mi buen Merlín! ¿Llego a tiempo
a mi cita? Qué aroma tan cautivador se respira en tú changarro, ¿cambiaste de
loción?
—¡Siéntate y cuéntame tus sueños!
que ando atrasado.
—Pues bien, ayer soñé que estaba en
una taberna en una buena trifulca, tirando patadas y puñetazos, me caí al suelo
a recibir un bofetón y sentí crujir mi cabeza al ser golpeada con una botella.
Cuando caía, distinguí la imagen de una bella mujer de ojos tan azules como el color del mar Caribe y olfatee
su sensual aroma que me envolvió en un torbellino de pasión. Tras ella, vi un
hombre que me apuntaba con un arma…
Después de hacer los rituales
correspondientes y el extendido de las cartas, el nigromante concluyó:
—Creo que la taberna es tu casa u
oficina, el licor son tus vicios; la pelea, es tu vida. El botellazo en la
cabeza, tus fracasos. Y la mujer: las tentaciones de la carne, la lujuria que
te persigue y que es parte de tu naturaleza pervertida…
—¡Bájale mago! ¡bájale! No
manifiestes tus sentimientos de envidia por mi vida de aventura.
—No,
en serio Alberto, la amenaza con el arma que viste en el sueño puede ser un
aviso: no te metas con mujeres con comprometidas. Tu sueño está relacionado con
una vida disipada, un idilio apasionado y una muerte violenta.
—Gracias mi gran Merlín, hoy estás más dramático y moralista que de costumbre, nos
vemos la próxima semana.
Salió de la consulta esquivando
cuerpos y humores resonantes que saturaban su respiración y sofocaban su paso.
Caminó algunas calles más, hasta que la ciudad se tranquilizó y descansando en
un ambiente arbolado, ausente de autos, tumultos humanos, deambular perros
hambrientos y bullicio del barrio anterior, distinguió al fondo del parque un
pequeño y atractivo café con mesas a la intemperie que invitaba al descanso y
la relajación. Se dirigió hacia él, llevando en la mente el persistente
tintineo de un presagio no digerido. Se sentó, pidió un café express y agua; pensando en el tono
mortal del augurio trató de identificar en su relaciones actuales alguna mujer
casada que pudiera comprometerlo:
“Imposible —pensó. Hace meses que la
única mujer que me persigue y atosiga todo el día es mi casera.”
Sirvieron el café, le dio un trago y
desdobló el periódico para ver la impresión de su artículo del día anterior. El
pertinaz vientecillo que movía las hojas del diario traía incorporados aromas
de pino y tierra mojada; engarzado en esos olores, percibió el efluvio de una
sensualidad lujuriosa y ardiente que exhalaba hormonas y las dispersaba anhelando
un receptor. Lentamente bajó el periódico y asomaron tras él sus anteojos
tratando de identificar el origen de la fragancia. A tres mesas de distancia, fijó su mirada en
unos ojos azules como el mar Caribe que lo observaban con curiosidad, unos
labios húmedos que incitaban ser besados, una sonrisa que le musitaba:
Atrévete. Bajo la mesa distinguió unas hermosas piernas cruzadas cubiertas
apenas por la pequeña falda negra, que como listón fúnebre, las enlutaba presagiando
duelo. La visión exacerbó sus sentidos, la emoción lo ruborizó y resecó la
garganta, dificultando el paso de la densa saliva. Tomó un trago de agua y
turbado, sonrió a la portadora.
Sintiendo una atracción pocas veces
experimentada, se levantó dando paso a su deseo, cambió de mesa, e iniciando el camino hacia un
destino augurado, se presentó:
Me llamo Alberto y sabía que te iba
a conocer…
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