lunes, 12 de mayo de 2014

El mausoleo


El mausoleo
Jorge Llera

Nuestro padre trabajó toda su vida en un panteón, era sepulturero. Se encargaba del mantenimiento  general del lugar y de algunas tumbas que, en forma particular atendía, pagado  por los parientes de los difuntos. Un hombre trabajador de pocas palabras, cariñoso con nosotros, y con una obsesión...
            Vivíamos en una pequeña casita al fondo del lugar. En algún tiempo fue el mausoleo de una familia francesa de principios del siglo pasado. Los descendientes regresaron a su país de origen y dejaron de pagar el mantenimiento. Después de varios años de abandono, la administración la cedió a nuestro padre y él la remodeló respetando el estilo y sus características principales. Era una mini-catedral, con vitrales como ventanas. Al interior, dos pequeños cuartos que compartíamos con los féretros, los utilizábamos como mesas y estantes. Por fuera un pequeño jardín con flores multicolores y pasto, varias estatuas griegas, distribuidas en derredor, completaban la vista exterior.
            Nuestros padres no acostumbraban la conversación, hablaban lo indispensable, los diálogos eran sordos y los reproches mudos; los rencores se guardaban al interior de cada uno, para no molestar a los hospederos. Ellos conocían nuestras vidas y las comentaban ocasionalmente con discreción; cuchicheaban por las noches y a veces, reían o se lamentaban. Lo que acontece  naturalmente en los panteones.
            La obsesión de mi padre, desde su juventud, era tener una propiedad. Como siempre fue muy pobre nunca pudo aspirar a comprar una casa. Arrastraba su frustración en el trabajo, sepultándola en cada palada al cubrir los ataúdes; y en la casa la embarraba en las paredes, al transitar por las dos habitaciones.
            Cuando estaba solo, dialogaba con los dueños del lugar. De lejos lo veíamos asentir o negar, hablar y reír. Callaba cuando nos acercábamos. Un día, después de una sesión, nos  señaló:
            —Juan y Mariana, ustedes saben que siempre quise una casa propia. Vivir bien, no de prestado, como lo hacemos. Mi sueldo no alcanza para lograr ese sueño. Por tal motivo, he llegado a la conclusión de que si no puedo vivir como rico, si puedo morir como tal. He comprado a crédito cuatro lotes en este panteón, me hicieron un buen descuento y los voy a pagar con mi trabajo. Construiré un mausoleo en mis tiempos libres como los de las familias pudientes y lo pondré tan bello como cualquiera. No importa el tiempo que tarde, realizaré mi ilusión.
            A partir de ese día su actitud cambió, trabajaba todo el día y llegaba cansado y sucio a nuestra morada, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Emocionado, nos platicaba el avance del proyecto, los materiales que necesitaba y cómo los iba a conseguir. Después de que nos acostábamos, se ponía frente a las cajas mortuorias y narraba en silencio los acontecimientos diarios. Por ese tiempo, se habló de saqueos en las tumbas. Nunca se encontró a los perpetradores.
            Meses después, un mausoleo imponente enseñoreaba con su neoclasicismo el panteón. Destacaba el tamaño y belleza de formas; un jardín pletórico de flores y estatuas lo cercaban  y lo hacían de tal modo atractivo que se antojaba habitarlo.
            Nuestro padre organizó una fiesta para la inauguración, ¡claro que con dinero prestado por el administrador! Citó a sus convidados a las diez de la noche. Contrató  un mariachi para amenizar el evento; nuestra madre preparó el mole y los tamales. Los postres los trajeron algunas amistades. Conforme iban llegando los invitados, nuestro padre los llevaba a hacer el recorrido por la imponente construcción. La euforia le brotaba en borbotones de palabras, el orgullo de poseer algo diferente lo mantenía erguido, ruborizado por la emoción y sonriente. Tal vez por el hecho de ser la primera vez que veíamos a nuestro padre  vestido de traje, pensamos que ese era el momento más feliz de su vida.
            Al introducirme en un grupo al que mostraba nuestro padre el lugar, observé un magnifico ataúd de madera labrada; largo desde mi horizonte visual, color caoba brillante y de suaves formas acariciables. Estaba abierto, y admiré asombrado el tapíz interior acojinado, de una tela blanca satinada, tan seductora que incitaba a recostarse y emprender el viaje al Paraíso. Me impresionó tanto que prometí regresar a probarlo  en cuanto nuestro padre se descuidara.
            A las doce de la noche llegó el mariachi tocando a todo volumen el Son de la negra desde la puerta de entrada del panteón. Los ánimos de los concurrentes caldeados por el alcohol, acompañaron la música con gritos y aplausos. El conjunto rodeó el mausoleo y comenzó a satisfacer peticiones. La bebida circulaba con intensidad, la cercanía con la muerte resecaba las gargantas y aumentaba la necesidad de beber...
            El mariachi seguía interpretando las canciones más populares:
            …Y estás que te vas/ que te vas/ que te vas/ y no te has ido…
            Se escuchó el estruendoso ruido de un arma de fuego al interior del mausoleo que ampliado por el eco, resonó en la conciencia de los concurrentes enfrentándolos con la muerte. Calló la música, los cantos y las carcajadas fueron disminuyendo hasta convertirse en murmullos. La gente se agolpó a la puerta del mausoleo. Nuestra madre entró precipitadamente a empujones y se aproximó al féretro donde yacía el cuerpo sangrante de su esposo. Emitió un quejido desgarrador al comprobar que estaba muerto y derramó, recargada en su esposo, el llanto contenido de toda una vida de emociones reprimidas. Después de vaciar sus sentimientos, recogió la hoja escrita que encontró al lado del cadáver, la desdobló con manos temblorosas, y leyó con voz apagada:
            Estoy tan emocionado, que no aguanté las ganas de estrenar mi mausoleo”



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