El
mausoleo
Jorge
Llera
Nuestro padre trabajó toda su vida en un
panteón, era sepulturero. Se encargaba del mantenimiento general del lugar y de algunas tumbas que, en
forma particular atendía, pagado por los
parientes de los difuntos. Un hombre trabajador de pocas palabras, cariñoso con
nosotros, y con una obsesión...
Vivíamos
en una pequeña casita al fondo del lugar. En algún tiempo fue el mausoleo de
una familia francesa de principios del siglo pasado. Los descendientes
regresaron a su país de origen y dejaron de pagar el mantenimiento. Después de
varios años de abandono, la administración la cedió a nuestro padre y él la
remodeló respetando el estilo y sus características principales. Era una
mini-catedral, con vitrales como ventanas. Al interior, dos pequeños cuartos
que compartíamos con los féretros, los utilizábamos como mesas y estantes. Por
fuera un pequeño jardín con flores multicolores y pasto, varias estatuas
griegas, distribuidas en derredor, completaban la vista exterior.
Nuestros
padres no acostumbraban la conversación, hablaban lo indispensable, los diálogos
eran sordos y los reproches mudos; los rencores se guardaban al interior de
cada uno, para no molestar a los hospederos. Ellos conocían nuestras vidas y
las comentaban ocasionalmente con discreción; cuchicheaban por las noches y a
veces, reían o se lamentaban. Lo que acontece
naturalmente en los panteones.
La
obsesión de mi padre, desde su juventud, era tener una propiedad. Como siempre
fue muy pobre nunca pudo aspirar a comprar una casa. Arrastraba su frustración
en el trabajo, sepultándola en cada palada al cubrir los ataúdes; y en la casa
la embarraba en las paredes, al transitar por las dos habitaciones.
Cuando
estaba solo, dialogaba con los dueños del lugar. De lejos lo veíamos asentir o
negar, hablar y reír. Callaba
cuando nos acercábamos. Un día, después de una sesión, nos señaló:
—Juan
y Mariana, ustedes saben que siempre quise una casa propia. Vivir bien, no de
prestado, como lo hacemos. Mi sueldo no alcanza para lograr ese sueño. Por tal
motivo, he llegado a la conclusión de que si no puedo vivir como rico, si puedo
morir como tal. He comprado a crédito cuatro lotes en este panteón, me hicieron
un buen descuento y los voy a pagar con mi trabajo. Construiré un mausoleo en mis
tiempos libres como los de las familias pudientes y lo pondré tan bello como
cualquiera. No importa el tiempo que tarde, realizaré mi ilusión.
A
partir de ese día su actitud cambió, trabajaba todo el día y llegaba cansado y
sucio a nuestra morada, con una sonrisa de satisfacción en el rostro.
Emocionado, nos platicaba el avance del proyecto, los materiales que necesitaba
y cómo los iba a conseguir. Después de que
nos acostábamos, se ponía frente a las cajas mortuorias y
narraba en silencio los acontecimientos diarios. Por ese tiempo, se habló de saqueos en las tumbas. Nunca se
encontró a los perpetradores.
Meses
después, un mausoleo imponente enseñoreaba con su neoclasicismo el panteón.
Destacaba el tamaño y belleza de formas; un jardín pletórico de flores y
estatuas lo cercaban y lo hacían de tal
modo atractivo que se antojaba habitarlo.
Nuestro
padre organizó una fiesta para la
inauguración, ¡claro que con dinero prestado por el administrador! Citó a sus
convidados a las diez de la noche. Contrató un mariachi para amenizar el evento; nuestra
madre preparó el mole y los tamales. Los postres los trajeron algunas
amistades. Conforme iban llegando los invitados, nuestro padre los llevaba a
hacer el recorrido por la imponente construcción. La euforia le brotaba en
borbotones de palabras, el orgullo de poseer algo diferente lo mantenía
erguido, ruborizado por la emoción y sonriente. Tal vez por el hecho de ser la
primera vez que veíamos a nuestro padre
vestido de traje, pensamos que ese era el momento más feliz de su vida.
Al
introducirme en un grupo al que mostraba nuestro padre el lugar, observé un magnifico ataúd de
madera labrada; largo desde mi horizonte visual, color caoba brillante y de
suaves formas acariciables. Estaba abierto, y admiré asombrado el tapíz interior
acojinado, de una tela blanca satinada, tan seductora que incitaba a recostarse
y emprender el viaje al Paraíso. Me impresionó tanto que prometí
regresar a probarlo en cuanto nuestro
padre se descuidara.
A
las doce de la noche llegó el mariachi tocando a todo volumen el Son de la
negra desde la puerta de entrada del panteón. Los ánimos de los
concurrentes caldeados por el alcohol, acompañaron la música con gritos y
aplausos. El conjunto rodeó el mausoleo y comenzó a satisfacer peticiones. La
bebida circulaba con intensidad, la cercanía con la muerte resecaba las
gargantas y aumentaba la necesidad de beber...
El
mariachi seguía interpretando las canciones más populares:
…Y
estás que te vas/ que te vas/ que te vas/ y no te has ido…
Se
escuchó el estruendoso ruido de un arma de fuego al interior del mausoleo que
ampliado por el eco, resonó
en la conciencia de los concurrentes enfrentándolos con la muerte. Calló la música, los cantos y las
carcajadas fueron disminuyendo hasta convertirse en murmullos. La gente se
agolpó a la puerta del mausoleo. Nuestra madre entró precipitadamente a
empujones y se aproximó al féretro donde yacía el cuerpo sangrante de su esposo.
Emitió un quejido desgarrador al comprobar que estaba muerto y derramó, recargada
en su esposo, el llanto contenido de toda una vida de emociones reprimidas.
Después de vaciar sus sentimientos, recogió la hoja escrita que encontró al
lado del cadáver, la desdobló con manos temblorosas, y leyó con voz apagada:
“
Estoy tan emocionado, que no
aguanté las ganas de estrenar mi mausoleo”
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