domingo, 4 de mayo de 2014

Elogio a la lentitud

Elogio a la lentitud

Jorge Llera

“Cuando las cosas suceden con tal
rapidez, nadie puede estar seguro de nada,
de nada en absoluto, ni siquiera de sí mismo.”
Milan Kundera

—¡Apúrate, Sarita! Necesito el informe a las doce para la reunión de accionistas. A las dos de la tarde llegan los auditores, atiéndelos y llévalos a comer a un restaurante, no muy caro, no abusen. ¡Ah! Acuérdate que revisaremos el proyecto del condominio a las seis; yo creo que te liberaré a las ocho para que revises las cuentas de gastos y hagas mi declaración de impuestos.
            —¿Algo más, Jefe?
            — No, yo te hablo al celular si se presenta otra cosa.
            Caminó con premura, dejando en el ambiente el humor nervioso de la tensión diaria en un día de trabajo. Sara contempló brevemente su espalda y el faldón del saco moviéndose al ritmo rápido del paso enérgico que se alejaba. Cerró de golpe la puerta impidiendo la salida de la angustia del pequeño cubículo.
            Extenuada, sintiendo la cabeza pesada y una insatisfacción que la irritaba, abandonó la oficina a altas horas de la noche, llevando en la conciencia la carga de no haber terminado el trabajo. Durante el trayecto timbró el teléfono celular. Manejaba con una mano en el volante y con la otra, buscaba en su bolsa el teléfono que no dejaba de sonar.
            —¿Sí? Dígame, jefe.
            —¿Regresó el informe la Junta Directiva?
            —Sí, lo regresaron porque no cuadraba la información y mañana temprano lo debemos entregar.
            —No Jefe, no puedo regresar. Llegaré temprano y lo corrijo. ¿Que apunte, qué? Déjeme buscar un bolígrafo…
            El chirrido precedió al golpe en el costado del automóvil; la lanzó contra el cristal lateral que se desbarató en miríadas de proyectiles, algunos se incrustaron en su cuerpo. La bolsa de aire le salvó la vida.
            Recibió al abogado de la Compañía en el hospital con la cabeza  y un brazo vendados, con escoriaciones en la cara. El funcionario le informó que se había pasado el alto de un semáforo y un automóvil la embistió. El seguro había cubierto los gastos. También  señaló que tenía un citatorio en el juzgado en tres días.
           

Después de las acusaciones del fiscal y la defensa por su abogado, la juez le pidió que se levantara para que escuchara la sentencia. Le señaló una multa elevada por haber causado imprudencialmente el accidente y encarándola, con voz grave, le dijo:
            —Parece que tiene usted mucha prisa por vivir, y eso le provoca andar a trompicones por el mundo. La prisa: es el impuesto que tenemos que pagar al desarrollo tecnológico y al progreso, por gozar de bienes y servicios que nos obligan a trabajar más para conseguirlos en detrimento de nuestra salud, familia y relaciones sociales. Nos hacemos adictos a los aparatos y creamos una falsa vida dictada por ellos. Para que entienda a lo que me refiero, la sentencio a hacer trabajo social en el albergue para ancianos que tiene el Estado. Estará a cargo de un adulto mayor durante tres meses todo el día y hará un reporte sobre sus actividades. A partir de ahora, tiene prohibido usar el teléfono celular y sólo se le autoriza una llamada semanal desde la institución.


La directora del albergue los presentó:
            —Él es el señor Tobías Durand, su compañero de travesía por los tres meses siguientes.
            Se dibujó una amplia sonrisa debajo del bigote cano que dejó entrever su dentadura amarilla e incompleta mientras decía: —Mucho gusto. El gesto fue acompañado de una mano regordeta que la saludó con efusión. Era un anciano achaparrado, rechoncho, que atrapó su atención por la viveza de unos ojos inteligentes, incongruentemente juveniles en su calidez cuando los fijaba en los de ella. Las cejas, nevadas por la edad, poblaban dispersas los arcos ciliares como inflorescencias  en un  balcón. No se peinaba, se rastrillaba la cabeza, dejando surcos de escaso pelo delineados  horizontalmente.
            —Buenos tardes, me llamo Sara y parece que estoy obligada a permanecer aquí una temporada.
            —No lo lamente, tal vez con el tiempo le guste…
            La hospedaron y le informaron sobre los horarios de alimentación y actividades.
            Se encontraron en la cena. Tobías departía animadamente con los demás comensales. Los presentó, diciendo el nombre de cada uno y sus características más destacadas. Algunos reían y negaban las observaciones personales. Pasado el momento,  contaron anécdotas de tiempos, lugares y costumbres, desconocidas por ella. Al principio, seguía con interés la plática e incluso reía acompañándolos. Más tarde comenzó a invadirla una desesperación por continuar con sus trabajos y actividades acostumbradas. Estaba perdiendo el tiempo, desperdiciando horas productivas. Se acercó discretamente a Tobías y le preguntó:
            —¿Tienen internet? ¿computadoras?
            —No y en esta sección no hay ni televisión, porque así lo solicitamos a la Dirección.
            Alarmada, conteniendo las lágrimas por la catástrofe que ahora sentía y el aislamiento total de su mundo, le preguntó:
            —¿Qué hacen? ¿Cómo pasan el tiempo? ¿No se aburren?
            —Bueno,  platicamos. Paladeamos lentamente nuestras vidas, vivencias, problemas familiares: los demás nos escuchan, se interesan en ellos y nos dan sus opiniones. Eso que ocupa parte del tiempo, nos acerca como una gran familia. A veces nos divertimos con  juegos de mesa o leemos —tenemos una buena biblioteca—; oímos música y algunos internos interpretan con sus instrumentos canciones de nuestra época. Por las mañanas practicamos yoga y meditamos, tenemos clases  de varias materias y talleres;  disfrutamos a la naturaleza caminando en los jardines o simplemente sentados en las bancas alimentando a las palomas. ¿Crees que nos aburrimos?
            —¿No sienten que pierden el tiempo con cosas no productivas?
            —El tiempo ni se gana ni se pierde, no existe. Es una invención del hombre para encuadrar su vida. Es relativo. Existen los sueños, las acciones y los recuerdos. Es una secuencia: los primeros te llevan a los segundos y estos a los terceros. Al final de la vida, el hombre lentamente acumula recuerdos, los atesora. El que más sueños tuvo y ejecutó la mayoría, es el que disfruta su vejez.
           

Sara lloró en el teléfono cuando le autorizaron hablar con su jefe por primera vez:
            —¡Sácame de aquí! Ya no aguanto tanto tiempo sin mi trabajo. La vida en este lugar es muy diferente. Quiero regresar a mi computadora, mi celular y la televisión. Es un martirio estar aquí.
            Sin embargo, conforme pasaron los días, se le fue viendo más interesada en las pláticas, divertida en los juegos de mesa y  aficionada al yoga y la meditación; los practicaba regularmente antes de las clases y los talleres. Por las tardes, comenzó a pasear por los jardines con un libro bajo el brazo y pasaba horas leyendo en las bancas. Las conversaciones con Tobías se profundizaron hasta llegar aspectos de filosofía de la vida y política. El último mes, parloteaba con todos los internos y ya no intentó hablar con su jefe.
            Cumplió su sentencia. La despedida fue emotiva. Le agradeció a Tobías la amistad y el apoyo dado, prometiéndole volver, de vez en cuando, a saludarlo.
           

La vio su Jefe caminar desparpajadamente hacia él, le extraño el vestuario informal en la oficina, pero no le dio mucha importancia porque al fin, se reincorporaría al trabajo su mano derecha. Corrió hacia ella y la tomó del brazo llevándola a su oficina.
            —¡Qué bueno que llegas! Se acabó mi sufrimiento, la secretaria que te sustituyó es una nulidad, tiene todo revuelto y no trabaja ni la mitad. Ten tu celular, tu cubículo te espera y hay un montón de papeles en el escritorio que hay que sacar antes del término de la semana. Tu coche está en el estacionamiento…
            Con una sonrisa en los labios Sara lo paró en seco:
            —¡Jefe, renuncio! —Me voy al mundo a atesorar recuerdos

5 de Mayo de 2014

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