Elogio a la lentitud
Jorge
Llera
“Cuando las cosas suceden con tal
rapidez, nadie puede estar seguro de
nada,
de nada en absoluto, ni siquiera de sí
mismo.”
Milan Kundera
—¡Apúrate, Sarita! Necesito el informe a las doce para la
reunión de accionistas. A las dos de la tarde llegan los auditores, atiéndelos
y llévalos a comer a un restaurante, no muy caro, no abusen. ¡Ah! Acuérdate que
revisaremos el proyecto del condominio a las seis; yo creo que te liberaré a
las ocho para que revises las cuentas de gastos y hagas mi declaración de
impuestos.
—¿Algo más,
Jefe?
— No, yo te
hablo al celular si se presenta otra cosa.
Caminó con
premura, dejando en el ambiente el humor nervioso de la tensión diaria en un
día de trabajo. Sara contempló brevemente su espalda y el faldón del saco
moviéndose al ritmo rápido del paso enérgico que se alejaba. Cerró de golpe la
puerta impidiendo la salida de la angustia del pequeño cubículo.
Extenuada,
sintiendo la cabeza pesada y una insatisfacción que la irritaba, abandonó la
oficina a altas horas de la noche, llevando en la conciencia la carga de no
haber terminado el trabajo. Durante el trayecto timbró el teléfono celular.
Manejaba con una mano en el volante y con la otra, buscaba en su bolsa el
teléfono que no dejaba de sonar.
—¿Sí?
Dígame, jefe.
—¿Regresó el
informe la Junta Directiva?
—Sí, lo
regresaron porque no cuadraba la información y mañana temprano lo debemos
entregar.
—No Jefe, no
puedo regresar. Llegaré temprano y lo corrijo. ¿Que apunte, qué? Déjeme buscar
un bolígrafo…
El chirrido
precedió al golpe en el costado del automóvil; la lanzó contra el cristal
lateral que se desbarató en miríadas de proyectiles, algunos se incrustaron en
su cuerpo. La bolsa de aire le salvó la vida.
Recibió al
abogado de la Compañía en el hospital con la cabeza y un brazo vendados, con escoriaciones en la
cara. El funcionario le informó que se había pasado el alto de un semáforo y un
automóvil la embistió. El seguro había cubierto los gastos. También señaló que tenía un citatorio en el juzgado en
tres días.
Después de las acusaciones del fiscal y la defensa por su
abogado, la juez le pidió que se levantara para que escuchara la sentencia. Le
señaló una multa elevada por haber causado imprudencialmente el accidente y
encarándola, con voz grave, le dijo:
—Parece que
tiene usted mucha prisa por vivir, y eso le provoca andar a trompicones por el
mundo. La prisa: es el impuesto que tenemos que pagar al desarrollo tecnológico
y al progreso, por gozar de bienes y servicios que nos obligan a trabajar más para
conseguirlos en detrimento de nuestra salud, familia y relaciones sociales. Nos
hacemos adictos a los aparatos y creamos una falsa vida dictada por ellos. Para
que entienda a lo que me refiero, la sentencio a hacer trabajo social en el
albergue para ancianos que tiene el Estado. Estará a cargo de un adulto mayor
durante tres meses todo el día y hará un reporte sobre sus actividades. A
partir de ahora, tiene prohibido usar el teléfono celular y sólo se le autoriza
una llamada semanal desde la institución.
La directora del albergue los presentó:
—Él es el
señor Tobías Durand, su compañero de travesía por los tres meses siguientes.
Se dibujó
una amplia sonrisa debajo del bigote cano que dejó entrever su dentadura
amarilla e incompleta mientras decía: —Mucho gusto. El gesto fue acompañado de
una mano regordeta que la saludó con efusión. Era un anciano achaparrado,
rechoncho, que atrapó su atención por la viveza de unos ojos inteligentes,
incongruentemente juveniles en su calidez cuando los fijaba en los de ella. Las
cejas, nevadas por la edad, poblaban dispersas los arcos ciliares como
inflorescencias en un balcón. No se peinaba, se rastrillaba la
cabeza, dejando surcos de escaso pelo delineados horizontalmente.
—Buenos
tardes, me llamo Sara y parece que estoy obligada a permanecer aquí una
temporada.
—No lo
lamente, tal vez con el tiempo le guste…
La
hospedaron y le informaron sobre los horarios de alimentación y actividades.
Se
encontraron en la cena. Tobías departía animadamente con los demás comensales. Los
presentó, diciendo el nombre de cada uno y sus características más destacadas.
Algunos reían y negaban las observaciones personales. Pasado el momento, contaron anécdotas de tiempos, lugares y
costumbres, desconocidas por ella. Al principio, seguía con interés la plática
e incluso reía acompañándolos. Más tarde comenzó a invadirla una desesperación
por continuar con sus trabajos y actividades acostumbradas. Estaba perdiendo el
tiempo, desperdiciando horas productivas. Se acercó discretamente a Tobías y le
preguntó:
—¿Tienen
internet? ¿computadoras?
—No y en
esta sección no hay ni televisión, porque así lo solicitamos a la Dirección.
Alarmada,
conteniendo las lágrimas por la catástrofe que ahora sentía y el aislamiento
total de su mundo, le preguntó:
—¿Qué hacen?
¿Cómo pasan el tiempo? ¿No se aburren?
—Bueno, platicamos. Paladeamos lentamente nuestras
vidas, vivencias, problemas familiares: los demás nos escuchan, se interesan en
ellos y nos dan sus opiniones. Eso que ocupa parte del tiempo, nos acerca como
una gran familia. A veces nos divertimos con
juegos de mesa o leemos —tenemos una buena biblioteca—; oímos música y
algunos internos interpretan con sus instrumentos canciones de nuestra época. Por
las mañanas practicamos yoga y meditamos, tenemos clases de varias materias y talleres; disfrutamos a la naturaleza caminando en los
jardines o simplemente sentados en las bancas alimentando a las palomas. ¿Crees
que nos aburrimos?
—¿No sienten
que pierden el tiempo con cosas no productivas?
—El tiempo
ni se gana ni se pierde, no existe. Es una invención del hombre para encuadrar
su vida. Es relativo. Existen los sueños, las acciones y los recuerdos. Es una
secuencia: los primeros te llevan a los segundos y estos a los terceros. Al
final de la vida, el hombre lentamente acumula recuerdos, los atesora. El que
más sueños tuvo y ejecutó la mayoría, es el que disfruta su vejez.
Sara lloró en el teléfono cuando le autorizaron hablar con su
jefe por primera vez:
—¡Sácame de
aquí! Ya no aguanto tanto tiempo sin mi trabajo. La vida en este lugar es muy
diferente. Quiero regresar a mi computadora, mi celular y la televisión. Es un
martirio estar aquí.
Sin embargo,
conforme pasaron los días, se le fue viendo más interesada en las pláticas,
divertida en los juegos de mesa y aficionada al yoga y la meditación; los
practicaba regularmente antes de las clases y los talleres. Por las tardes,
comenzó a pasear por los jardines con un libro bajo el brazo y pasaba horas
leyendo en las bancas. Las conversaciones con Tobías se profundizaron hasta
llegar aspectos de filosofía de la vida y política. El último mes, parloteaba
con todos los internos y ya no intentó hablar con su jefe.
Cumplió su
sentencia. La despedida fue emotiva. Le agradeció a Tobías la amistad y el
apoyo dado, prometiéndole volver, de vez en cuando, a saludarlo.
La vio su Jefe caminar desparpajadamente hacia él, le extraño
el vestuario informal en la oficina, pero no le dio mucha importancia porque al
fin, se reincorporaría al trabajo su mano derecha. Corrió hacia ella y la tomó
del brazo llevándola a su oficina.
—¡Qué bueno
que llegas! Se acabó mi sufrimiento, la secretaria que te sustituyó es una
nulidad, tiene todo revuelto y no trabaja ni la mitad. Ten tu celular, tu
cubículo te espera y hay un montón de papeles en el escritorio que hay que
sacar antes del término de la semana. Tu coche está en el estacionamiento…
Con una
sonrisa en los labios Sara lo paró en seco:
—¡Jefe,
renuncio! —Me voy al mundo a atesorar recuerdos
5 de Mayo de 2014
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