domingo, 7 de septiembre de 2014

La caja de cristal



La caja de cristal

En la vida, no hay ganancia que
 no vaya acompañada de una pérdida.
Antonio Graf

La encontraron muerta por la mañana al llevarle el desayuno a la cama; con la sonrisa a flor de boca, como ella acostumbraba a recibir a las personas que la visitaban. Enfrentó plácidamente el final deseado desde hacía años. Se fue con la certidumbre de haber exprimido a la existencia hasta la última gota de felicidad. La frescura  que mostraba recostada en el lecho con su camisón blanco cubriendo el regordete cuerpo, y el libro sobre su abdomen, del que nunca sabría el final, era la imagen de una mujer no sorprendida por la muerte. Lo único que distorsionaba aquella visión eran las gafas fuera de lugar, sostenidas apenas por la nariz recta y los ojos oscuros de mirada fría, fija e inerte.
            Días antes había llamado a su hija Roxana a la habitación. Cuando ingresó le pidió que cerrara la puerta porque tenía un asunto importante que platicarle antes de morir. Hizo que se sentara al borde de la cama y le platicó una increíble historia.
            Le comentó que en su luna de miel por Turquía, recorriendo los sitios turísticos de Estambul, llegaron al gran bazar de Kapali Carsisi. Curioseando en el área de las artesanías  llamó su atención la parte de objetos usados. En el local ubicado al final de un pasillo poco frecuentado, distinguió una caja de vidrio octagonal en colores translúcidos rojo y azul, con arabescos en los bordes. Le gustó tanto que regateó con el comerciante un buen rato, el precio era elevado por ser un objeto muy antiguo. La adquirió su marido después de una larga negociación y se la obsequió. Al instalarse en su casa la colocó sobre el tocador y guardó ahí fotografías del viaje, pequeños objetos, cartas y tarjetas. No la abría con regularidad, mas que para meter en ella recuerdos e imágenes.
Una noche estando sola y un tanto melancólica, tomó el regalo de Estambul para recordar algunas cartas que le había enviado su esposo. Al comenzar la lectura, experimentó la sensación de encontrarse  en el mismo lugar donde su marido escribía y sintió las emociones de él mientras redactaba la comunicación: el amor que imprimía en cada palabra, el malestar por no haber concluido el negocio del viaje y la angustia por la lejanía de casa. Percibió la soledad de la habitación escasamente iluminada, el olor rancio de la vetusta construcción del hotel, la bruma polvosa que por falta de ventilación saturaba el ambiente decadente y senil del cuarto. Asombrada e incrédula de lo que sucedía, cambió de objeto para comprobar que vivía lo mismo que el dueño de la prenda depositada en la caja. Tomó unos pendientes regalados por un enamorado en su juventud y al tocarlos, comprendió el esfuerzo económico que había representado su adquisición, la emoción sentida por él cuando se los estaba poniendo y la gran pasión que inspiraba en su novio en aquel momento. Desde ese día seleccionó lo que guardaba en la caja de cristal, objetos que representaban hechos trascendentes, recuerdos impregnados de sentimientos que alteraron su vida transformándola, motivando pasiones, sensaciones que la incitaron e hicieron adicta a vivir con intensidad, como una alcohólica tras el trago relajador.
            Una vez concluida la historia, pidió a su hija conservara la caja y le diera buen uso, sabiendo de antemano que iba a conocer las emociones de quienes recibía documentos u objetos.
            Le fue entregada a Roxana después de muerta su madre. Decidió probar con lo más cercano que tenía: las cartas enviadas por sus hijos desde el extranjero. Depositó en la caja las de Matilde y esperó. Cuando las abrió, rebosaban felicidad por el amor a sus dos vástagos y al esposo; de ternura y cariño al dirigirse a ella. No había ambigüedades, las emociones coincidían con la redacción de las misivas.

            El hijo menor, Antonio, inquieto e inconforme con la vida, de pasiones desbordadas y voluble carácter, escribía poco. El día anterior, Roxana había recibido una comunicación de él y aún no la leía. La había dejado en la caja de cristal para sentir las emociones que le transmitiría  la misiva. Después del desayuno la abrió. De inmediato sintió angustia, el peso abrumador de ese sentimiento le oprimió las entrañas, una negrura le nubló su ánimo y agitó nerviosamente su ser hasta hacer el temblor incontrolable. Un sudor frío le recorrió el cuerpo. La letra irregular y desordenada de él denotaba tensión, y ella la sentía agobiantemente. La carta comenzaba describiendo el rompimiento de su relación con Angélica y el abandono del hogar llevándose a sus dos hijos. La pena lo había destrozado y hundido en el alcoholismo. Perdido el trabajo y a su familia no veía razón para seguir viviendo. Roxana acusó un dolor profundo que la paralizó y desgarró en su interior, una opresión le impedía respirar, la desesperación incontrolable bloqueaba su capacidad de razonar. Enfebrecida leyó el último párrafo… Intempestivamente, un fuerte dolor en el tórax se irradió desde el pecho a los brazos, al hombro y rápidamente hasta el  área abdominal, emitió un grito desgarrador y se desvaneció... de su mano inerte resbaló la carta en la que su hijo le comunicaba su última decisión .

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