Espejos rotos
Somos
nuestra memoria, somos ese quimérico museo
de
formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Jorge
Luis Borges
La luz
rojiza del atardecer coloreaba la superficie verdosa del océano en calma; los lentos
escarceos de las olas chasqueaban espuma sobre las crestas, como saboreando un
fruto jugoso y tierno, y el enorme sol teñido de rojos y naranjas, fulguraba al
resguardarse tras el horizonte e impulsaba su colorido sobre el oleaje, dándole
brillantez, e irritando la visión. Al azotarse el mar en violentos, roncos y
prolongados gemidos al impactarse contra el acantilado, levantaba columnas que
se dispersaban en minúsculas partículas iridiscentes en un abanico instantáneo,
que regresaban al océano acariciando las rocas.
En
la escollera un hombre viejo, bronceado por su larga vida a la intemperie, de
piel enjuta y cabellera cana rozando los hombros, miraba una vez más la
despedida del sol mientras tendía su caña de pescar. Afanosamente desenrollaba
el sedal, revisaba el anzuelo y la carnada, lanzándolo posteriormente a la
distancia. Fijaba la caña y esperaba con paciencia que picara algún pez. Con la
mirada en el horizonte, trataba de incorporarse a sus recuerdos bajo la brisa
helada que le mojaba la cara y entumecía su memoria. Tomó asiento en el pretil,
y recargó su cuerpo en la saliente. Mesándose la barba con cierta inquietud, trataba
de unir imágenes desordenadas que se encontraban en el cerebro como fotografías
de un álbum, desperdigadas por el suelo.
Evocaba
la sensación de agradable tibieza al sentir sus caricias alrededor de la cara, el
humor cálido de su respiración al acercarse, la sedosidad de su cabello y esa
mirada dulce de los ojos negros; recordaba la ternura de sus besos. La amaba y
no quería olvidarla. Sabía que ya no estaba, pero no cuándo se había ido. Su cerebro
en un oleaje de confusión, ocultó tras
brumosa neblina gran parte de los recuerdos.
Le
gustaba pescar porque el constante ruido de las olas al romper en la escollera,
le traían murmullos conocidos y conversaciones con ella, que le alegraban los momentos de soledad. No comprendía el
tema de las pláticas, pero sentía la familiaridad y el cariño con que se
expresaban. Eso lo reconfortaba, lo hacía sentir acompañado y animaba a ver el
atardecer del siguiente día; la pesca era lo de menos, lo importante eran esos
momentos juntos.
El sol bajó sobre el
horizonte oscureciendo el ambiente; el ruido monótono de las olas y el olor
salobre del mar se integraban al mundo de ensueños, tranquilizándolo. Con el
anochecer, la brisa se tornó fría e inhóspita; malhumorada, le recordaba la
opresión de la oscuridad…
Tomó
un puño de arena y lo apretó comprimiéndolo hasta que los pequeños granos lastimaron sus manos; sentía coraje,
desesperación y angustia de no comprender la vida, de no saber quién era.
Separó levemente los dedos, y la arenilla impelida por la brisa le golpeó el
rostro. Sonrió y volvió a hacerlo varias veces más, olvidando el motivo del
enojo.
Recogió
el sedal, sin carnada, enrollándolo hasta llegar al anzuelo, dio la espalda al
mar, levantó la cara al horizonte y… se refugió en su penumbra.
Escuchó unos pasos tras de sí, sintió la mano delicada
posarse sobre su hombro, el ligero apretón que sacudió su ensimismamiento y la
voz tierna que susurró a su oído:
—¡Vámonos, papá!, qué anocheció y hace
frío.
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