sábado, 6 de junio de 2015

Espejos rotos

Espejos rotos




Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo
de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges


La luz rojiza del atardecer coloreaba la superficie verdosa del océano en calma; los lentos escarceos de las olas chasqueaban espuma sobre las crestas, como saboreando un fruto jugoso y tierno, y el enorme sol teñido de rojos y naranjas, fulguraba al resguardarse tras el horizonte e impulsaba su colorido sobre el oleaje, dándole brillantez, e irritando la visión. Al azotarse el mar en violentos, roncos y prolongados gemidos al impactarse contra el acantilado, levantaba columnas que se dispersaban en minúsculas partículas iridiscentes en un abanico instantáneo, que regresaban al océano acariciando las rocas.
            En la escollera un hombre viejo, bronceado por su larga vida a la intemperie, de piel enjuta y cabellera cana rozando los hombros, miraba una vez más la despedida del sol mientras tendía su caña de pescar. Afanosamente desenrollaba el sedal, revisaba el anzuelo y la carnada, lanzándolo posteriormente a la distancia. Fijaba la caña y esperaba con paciencia que picara algún pez. Con la mirada en el horizonte, trataba de incorporarse a sus recuerdos bajo la brisa helada que le mojaba la cara y entumecía su memoria. Tomó asiento en el pretil, y recargó su cuerpo en la saliente. Mesándose la barba con cierta inquietud, trataba de unir imágenes desordenadas que se encontraban en el cerebro como fotografías de un álbum, desperdigadas por el suelo.
            Evocaba la sensación de agradable tibieza al sentir sus caricias alrededor de la cara, el humor cálido de su respiración al acercarse, la sedosidad de su cabello y esa mirada dulce de los ojos negros; recordaba la ternura de sus besos. La amaba y no quería olvidarla. Sabía que ya no estaba, pero no cuándo se había ido. Su cerebro en un oleaje de confusión, ocultó tras  brumosa neblina gran parte de los recuerdos.
            Le gustaba pescar porque el constante ruido de las olas al romper en la escollera, le traían murmullos conocidos y conversaciones con ella, que le alegraban los momentos de soledad. No comprendía el tema de las pláticas, pero sentía la familiaridad y el cariño con que se expresaban. Eso lo reconfortaba, lo hacía sentir acompañado y animaba a ver el atardecer del siguiente día; la pesca era lo de menos, lo importante eran esos momentos juntos.
El sol bajó sobre el horizonte oscureciendo el ambiente; el ruido monótono de las olas y el olor salobre del mar se integraban al mundo de ensueños, tranquilizándolo. Con el anochecer, la brisa se tornó fría e inhóspita; malhumorada, le recordaba la opresión de la oscuridad…
            Tomó un puño de arena y lo apretó comprimiéndolo hasta que los pequeños granos  lastimaron sus manos; sentía coraje, desesperación y angustia de no comprender la vida, de no saber quién era. Separó levemente los dedos, y la arenilla impelida por la brisa le golpeó el rostro. Sonrió y volvió a hacerlo varias veces más, olvidando el motivo del enojo.
            Recogió el sedal, sin carnada, enrollándolo hasta llegar al anzuelo, dio la espalda al mar, levantó la cara al horizonte y… se refugió en su penumbra.  
            Escuchó unos pasos tras de sí, sintió la mano delicada posarse sobre su hombro, el ligero apretón que sacudió su ensimismamiento y la voz tierna que susurró a su oído:
—¡Vámonos, papá!, qué anocheció y hace frío.
           



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