Papalina
Si
te emborrachas tienes un problema,
si además te gusta hablar, ya tienes dos.
Anónimo
El olor mohoso del bar evidenciaba su ubicación en el
sótano de una vieja construcción.
Paredes de piedra daban cobijo a un ambiente de rusticidad y penumbra; varias
mesas toscas de madera acompañadas de insulsas sillas, hospedaban a comensales platicando
animadamente en un bullicio sordo; el ruido subía o bajaba de intensidad,
opacando ocasionalmente la música de de un jazz lento y cadencioso. Se escuchaba
en ocasiones el ruido de las copas chocar y algunas carcajadas rebasando el
fragor de la atmósfera, cargada de comunicación y humo de cigarrillos.
Frente a su quinta copa de whisky, y
sosteniendo entre los labios un cigarro a medio fumar miraba con ojos turbios a
Miguel. Sacudió el cigarro y depositó la ceniza al tiempo que decía:
—¡Realmente,
la amo! Me es imposible olvidarla después de tantos años de tenerla. Aún disfruto
el recuerdo de su presencia, de la esbelta y admirable figura, y la frescura
infantil de su sonrisa; sigo anhelando acariciar su dorada cabellera, abrir un
espacio entre ella y darle un delicado beso en el cuello. Ansío tenerla en mis
brazos, besarla tiernamente mientras la
desnudo, meterla a la cama e imbricarnos en un juego lúdico, pleno de pasiones
y amor.
El hablar lento y farfullante
denotaba el efecto ejercido por el alcohol. Levantó la copa y brindó con una
triste sonrisa enmarcando su rostro, y el escurrir sinuoso de una lágrima
solitaria deslizándose por la mejilla.
Miguel
correspondió al brindis, removiendo su bebida en un giro circular. Le comentó, tratando de ser amable, Melissa tiene novio.
Dijo que no la busques, y le permitas desarrollar su vida con el ser que ama; te
agradece el tiempo disfrutado en tú compañía; nunca te olvidará, y recordará siempre con cariño y amor.
Ambos callaron, escondiendo sus
pensamientos entre los hielos de su bebida. El mesero se acercó y pidieron otra
ronda…
La
mesa sembrada de vasos indicaba una estancia prolongada en el lugar. El
bullicio, convertido en esporádicos murmullos y conversaciones aisladas,
languidecía de cansancio; la música aburrida, trataba de contagiar a la clientela
para que abandonara el establecimiento. Los meseros comenzaron a limpiar las
mesas y la luz abrillantó el salón, anunciado el final de la noche.
Miguel, levantando el brazo y pidió la caminera.
Las dos figuras, ebrias y tristes,
estrecharon sus copas reafirmando la amistad fraternal que los unía. Encorvados
sobre la mesa, las llevaron a la boca con movimientos titubeantes y las deglutieron
de un sólo trago, salpicando con la brusquedad e imprecisión sus vestimentas.
Pagaron la cuenta, se levantaron y
sosteniéndose mutuamente tomaron sus abrigos, y trastabillando, se encaminaron a la puerta
en un andar zigzagueante y confuso. A punto de salir se tropezaron, y rodaron
por el suelo.
Dorothy, despatarrada y con los tacones a la distancia lloró
desconsolada, y a gritos exclamó:
—¡Realmente,
la amo!... Me es imposible olvidarla.
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