lunes, 4 de julio de 2016

Feelings

Feelings




La melancolía es un
recuerdo que se ignora
Gustave Flaubert

El bar lóbrego y pesado sostenía con fragilidad una triste y untuosa música de jazz que se contoneaba  en la penumbra acariciando seductoramente a la clientela, adosada a las espirales del humo  ambiente, y se retorcía de placer envolviéndolas en su ascenso para terminar dispersándose al llegar al techo  absorbidas por los extractores. En el escenario ampliamente iluminado, un cuarteto de músicos antiguos y sudorosos, paseaban con ritmo lento su abandonada vestimenta, enmarcándola en el sonido de un saxofón que ondulante, flirteaba a la concurrencia femenina y contagiaba de voluptuosidad a toda la clientela. Pegados a la boquilla, los labios delgados de Stan Lobitz modulaban la entrada del aire, mientras los dedos de ambas manos jugaban con las válvulas del instrumento, produciendo la deliciosa música convertida en sentimientos y volcada sobre el público, en una manifestación de recuerdos encontrados que marcaban su acontecer .
            Alto y delgado, con el pelo amarillo desbordante en mechones, y sombrero blanco; traje de lino arrugado y una contrastante camisa roja de flores, tocaba encorvado como si quisiera impedir la huida de su instrumento. Las gafas oscuras daban cuerpo a una nariz larga que intentaba dirigir el ritmo de la melodía.
            De joven se caracterizó por su virtuosismo y frialdad  en la interpretación, trabajó en varias bandas y orquestas con cierto éxito, interrumpido cuando tuvo que cumplir su servicio militar. A la batalla llevó como fiel compañero su saxofón. Alegró con él su vida y la de los compañeros del campamento, hasta el nefasto día que en la intrincada selva pisó una Granada de fragmentación.
            La alegría y viveza de su carácter se trocó en pesadumbre, mal humor y depresión al enterarse de su invalidez. No aceptaba visitas, no probaba alimentos, ni hablaba con nadie. Pasaba el día acostado en su cama del hospital sin moverse, como si estuviera en un estado catatónico o anticipando su muerte. Sólo permitía acercarse a Linh (Alma, en Vietnamita) enfermera de su sala y encargada de las curaciones y limpieza. Sus compañeros para reanimarlo, le llevaron su saxofón. No se dio por aludido y tampoco quiso recibirlos.
            Al mes de estar hospitalizado, llegó a verlo el Coronel de su regimiento:
            ¾Sargento Lobitz, le informo que en una semana lo trasladaremos a un hospital de la Armada en los Estados Unidos y después de algunos días en los que le practicarán análisis, se le pensionará con honores.
            El Coronel no obtuvo ninguna respuesta. Lobitz permaneció impasible como un vegetal, indiferente como el marco de las ventanas que asomaban al jardín, ausente a la vida y a su devenir…
            Al tercer día, comenzó a llorar el saxofón en la sala del hospital, transmitiendo angustia y desesperación. El lamento combinaba sufrimiento con la inseguridad de un futuro incierto, y la acuciante necesidad de cariño y ternura. Notas de soledad que suplicaban compañía. Se incrementaban los ruegos incrustados en las melodías cuando Linh estaba presente y cercana a él. Era un cortejo para el alma, un abrazo de amor y un beso apasionado transmitido a través de la música.
           
Terminaron de tocar, el publicó aplaudió prolongada y efusivamente. Los músicos abandonaron uno a uno sus instrumentos y bajaron del estrado. Las luces disminuyeron su resplandor. La música ambiental se entrometió en las conversaciones confundiéndose en el ambiente. Sólo Stan Lobitz permaneció de pié, con su compañero ceñido al costado y una sonrisa de satisfacción en el rostro, manifestada por la vitalidad  impregnada en la interpretación de una música que había sido el motor de su existencia.

            Del fondo del salón caminó hacia él una figura menuda, delgada, de pelo negro lacio caído hacia los lados y de ojos rasgados separados por una nariz pequeña, lo tomó amorosamente del brazo recargando la cabeza en su hombro y lo condujo pausadamente a su mesa. 

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