Feelings
La melancolía es un
recuerdo que se ignora
Gustave Flaubert
El bar lóbrego y pesado
sostenía con fragilidad una triste y untuosa música de jazz que se contoneaba
en la penumbra acariciando seductoramente a la clientela, adosada a las
espirales del humo ambiente, y se retorcía de placer envolviéndolas en su
ascenso para terminar dispersándose al llegar al techo absorbidas por los
extractores. En el escenario ampliamente iluminado, un cuarteto de músicos
antiguos y sudorosos, paseaban con ritmo lento su abandonada vestimenta,
enmarcándola en el sonido de un saxofón que ondulante, flirteaba a la
concurrencia femenina y contagiaba de voluptuosidad a toda la clientela.
Pegados a la boquilla, los labios delgados de Stan Lobitz modulaban la entrada
del aire, mientras los dedos de ambas manos jugaban con las válvulas del
instrumento, produciendo la deliciosa música convertida en sentimientos y
volcada sobre el público, en una manifestación de recuerdos encontrados que
marcaban su acontecer .
Alto y delgado, con el pelo amarillo desbordante en mechones, y sombrero
blanco; traje de lino arrugado y una contrastante camisa roja de flores, tocaba
encorvado como si quisiera impedir la huida de su instrumento. Las gafas
oscuras daban cuerpo a una nariz larga que intentaba dirigir el ritmo de la
melodía.
De joven se caracterizó por su virtuosismo y frialdad en la
interpretación, trabajó en varias bandas y orquestas con cierto éxito,
interrumpido cuando tuvo que cumplir su servicio militar. A la batalla llevó
como fiel compañero su saxofón. Alegró con él su vida y la de los compañeros
del campamento, hasta el nefasto día que en la intrincada selva pisó una
Granada de fragmentación.
La alegría y viveza de su carácter se trocó en pesadumbre, mal humor y
depresión al enterarse de su invalidez. No aceptaba visitas, no probaba
alimentos, ni hablaba con nadie. Pasaba el día acostado en su cama del hospital
sin moverse, como si estuviera en un estado catatónico o anticipando su muerte.
Sólo permitía acercarse a Linh (Alma, en Vietnamita) enfermera de su sala y
encargada de las curaciones y limpieza. Sus compañeros para reanimarlo, le
llevaron su saxofón. No se dio por aludido y tampoco quiso recibirlos.
Al mes de estar hospitalizado, llegó a verlo el Coronel de su regimiento:
¾Sargento
Lobitz, le informo que en una semana lo trasladaremos a un hospital de la
Armada en los Estados Unidos y después de algunos días en los que le
practicarán análisis, se le pensionará con honores.
El Coronel no obtuvo ninguna respuesta. Lobitz permaneció impasible como un
vegetal, indiferente como el marco de las ventanas que asomaban al jardín,
ausente a la vida y a su devenir…
Al tercer día, comenzó a llorar el saxofón en la sala del hospital,
transmitiendo angustia y desesperación. El lamento combinaba sufrimiento con la
inseguridad de un futuro incierto, y la acuciante necesidad de cariño y
ternura. Notas de soledad que suplicaban compañía. Se incrementaban los ruegos
incrustados en las melodías cuando Linh estaba presente y cercana a él. Era un
cortejo para el alma, un abrazo de amor y un beso apasionado transmitido a
través de la música.
Terminaron de tocar, el publicó aplaudió prolongada y
efusivamente. Los músicos abandonaron uno a uno sus instrumentos y bajaron del
estrado. Las luces disminuyeron su resplandor. La música ambiental se
entrometió en las conversaciones confundiéndose en el ambiente. Sólo Stan
Lobitz permaneció de pié, con su compañero ceñido al costado y una sonrisa de
satisfacción en el rostro, manifestada por la vitalidad impregnada en la
interpretación de una música que había sido el motor de su existencia.
Del fondo del salón caminó hacia él una figura menuda, delgada, de pelo negro
lacio caído hacia los lados y de ojos rasgados separados por una nariz pequeña,
lo tomó amorosamente del brazo recargando la cabeza en su hombro y lo condujo
pausadamente a su mesa.
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