lunes, 31 de julio de 2017

Repulsiva sorpresa

Repulsiva sorpresa
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Tomó el plato que el guardián había dejado en el suelo antes de abandonar el cuarto. Con manos temblorosas lo retiró apresuradamente, acuciado por la ansiedad urgente de saciar el hambre.  La penumbra engastada en manto de humedad untuosa, cubría el pequeño recinto. Un lugar oscuro, aclarado levemente por una diminuta ventana en la parte superior de un muro, por la que se filtraban algunos haces de luz y el viento frío que laceraba los huesos. Lo alimentaba por las noches un hombre alto, fuerte, de mediana edad, de brazos robustos: el derecho, estampado por un amenazante escorpión en actitud defensiva. Embozado y con un piercing en la oreja, el sujeto dejaba en el suelo el alimento y abandonaba el cuchitril en silencio, sin emitir palabras ni contestar las preguntas de don Armando Quintero. Sabía que no lo liberarían, aunque pagaran su rescate: había visto a uno de los secuestradores y lo podría identificar.
               
Fue interceptado en la autopista del Sol, adelante de Chilpancingo, por dos vehículos que lo obligaron a detenerse al posicionarse uno adelante y otro atrás. Lo bajaron, amenazando a su familia con armas largas. Lo subieron en una de las camionetas ante el llanto desesperado de la esposa y de sus dos hijas pequeñas. Antes de partir, le indicaron a ella que se comunicarían para el pago del rescate.

La sombra interrumpió el haz de luz. Armando alzó la vista y distinguió una mirada escrutadora, curiosa y tímida, que lo observaba con atención y se apartaba por momentos. Tratando de lograr su permanencia, comenzó a hablar solicitándole ayuda. Cuando comprendió que el mutismo sería la única respuesta, inició un relato de aventuras acerca de piratas, tesoros, y combates en el mar; de rescates, doncellas, emociones y pasiones candentes experimentadas por héroes intrépidos, que en lucha permanente vencían la adversidad. Dejó el relato pendiente, en un punto álgido, de conflicto. No sabía si volvería a interrumpirse el haz de luz al día siguiente, pero confiaba en que La duda es uno de los nombres de la inteligencia * y de ésta surge la curiosidad... Esperó con ansiedad que se presentara nuevamente el guiño de luz, para proseguir la historia. ¡Y se dio!  por la mañana. Día a día, incluía en sus relatos valores morales que hacían triunfar al protagonista sobre la adversidad. Creía percibir con  parpadeos de la luz, el interés y la emoción causada en el oyente; con los pequeños ruidos, el movimiento reflejo a las acciones escuchadas. Incluso, imaginaba el suspiro de desilusión por el término de la historia. Pasaron días y narraciones ; héroes y villanos; castillos y batallas…
                En una ocasión, al término del relato, vio deslizarse por la pared un cordel y en la punta, una llave. Esperó con angustia el anochecer, y cuando sintió al silencio reposar en la oscuridad fría de la noche húmeda, salió de su encierro con paso lento y sigiloso. La luna, enmascarada, alumbraba sutilmente el entorno. Distinguió varias chozas en el cerro y una vereda que descendía. La siguió por un tiempo hasta que se convirtió en camino de terracería al pie del monte. Con el ánimo restablecido y la esperanza de encontrar pronto auxilio, caminó el resto de la noche. Cuando el pardear del horizonte comenzó a definir el paisaje, el fulgor de algunos puntos distantes le indicó la proximidad de un poblado.  Llegó con la claridad del día y preguntó al primer transeúnte que vio, por la estación de la policía municipal; se encaminó hacia ella y próximo a llegar, observó a un hombre alto, moreno, con un tatuaje en el brazo derecho recargado sobre el costado de una patrulla, platicar con cinco personas armadas. Había excitación, movía las manos con autoridad, dando instrucciones. Al terminar, los subalternos abordaron sus patrullas y salieron presurosos por diferentes rumbos. Dio marcha atrás y buscó el refugio en la iglesia del pueblo.
A los llamados desesperados, acudió el sacerdote del templo. Armando Quintero explicó apresuradamente, con angustia y desesperación, lo acontecido. Pidió protección de la iglesia, y la oportunidad de comunicarse con su familia. El sacerdote, un hombre amable de mediana edad, trató de calmarlo, y le indicó al acólito que lo condujera al teléfono. El muchacho, inquieto, miró fijamente por un momento a don Armando, y  lo llevó al lugar. El reverendo los siguió, y al llegar, se adelantó: tomó el auricular y lo ofreció. Con el movimiento del brazo, se deslizó la manga de la sotana, descubriendo la imagen de un alacrán… 

* Jorge Luis Borges

30 de julio de 2017
               


               


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