Repulsiva sorpresa
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Tomó el plato que el guardián había
dejado en el suelo antes de abandonar el cuarto. Con manos temblorosas lo
retiró apresuradamente, acuciado por la ansiedad urgente de saciar el hambre. La penumbra engastada en manto de humedad untuosa,
cubría el pequeño recinto. Un lugar oscuro, aclarado levemente por una diminuta
ventana en la parte superior de un muro, por la que se filtraban algunos haces
de luz y el viento frío que laceraba los huesos. Lo alimentaba por las noches un hombre alto, fuerte, de mediana edad, de
brazos robustos: el derecho, estampado por un amenazante escorpión en actitud
defensiva. Embozado y con un piercing
en la oreja, el sujeto dejaba en el suelo el alimento y abandonaba el cuchitril en silencio, sin emitir palabras ni contestar las preguntas de don Armando
Quintero. Sabía que no lo liberarían, aunque pagaran su rescate: había visto a
uno de los secuestradores y lo podría identificar.
Fue interceptado en la autopista del Sol,
adelante de Chilpancingo, por dos vehículos que lo obligaron a detenerse al
posicionarse uno adelante y otro atrás. Lo bajaron, amenazando a su familia con
armas largas. Lo subieron en una de las camionetas ante el llanto desesperado
de la esposa y de sus dos hijas pequeñas. Antes de partir, le indicaron a ella
que se comunicarían para el pago del rescate.
La sombra interrumpió el haz de luz. Armando
alzó la vista y distinguió una mirada escrutadora, curiosa y tímida, que lo
observaba con atención y se apartaba por momentos. Tratando de lograr su permanencia,
comenzó a hablar solicitándole ayuda. Cuando comprendió que el mutismo sería la
única respuesta, inició un relato de aventuras acerca de piratas, tesoros, y combates
en el mar; de rescates, doncellas, emociones y pasiones candentes experimentadas
por héroes intrépidos, que en lucha permanente vencían la adversidad. Dejó el
relato pendiente, en un punto álgido, de conflicto. No sabía si volvería a
interrumpirse el haz de luz al día siguiente, pero confiaba en que La duda es uno de los nombres de la
inteligencia * y de ésta surge la curiosidad... Esperó con ansiedad que se
presentara nuevamente el guiño de luz, para proseguir la historia. ¡Y se
dio! por la mañana. Día a día, incluía
en sus relatos valores morales que hacían triunfar al protagonista sobre la adversidad.
Creía percibir con parpadeos de la luz,
el interés y la emoción causada en el oyente; con los pequeños ruidos, el movimiento
reflejo a las acciones escuchadas. Incluso, imaginaba el suspiro de desilusión
por el término de la historia. Pasaron días y narraciones ; héroes y villanos;
castillos y batallas…
En
una ocasión, al término del relato, vio deslizarse por la pared un cordel y en
la punta, una llave. Esperó con angustia el anochecer, y cuando sintió al
silencio reposar en la oscuridad fría de la noche húmeda, salió de su encierro
con paso lento y sigiloso. La luna, enmascarada, alumbraba sutilmente el
entorno. Distinguió varias chozas en el cerro y una vereda que descendía. La
siguió por un tiempo hasta que se convirtió en camino de terracería al pie del
monte. Con el ánimo restablecido y la esperanza de encontrar pronto auxilio,
caminó el resto de la noche. Cuando el pardear del horizonte comenzó a definir
el paisaje, el fulgor de algunos puntos distantes le indicó la proximidad de un
poblado. Llegó con la claridad del día y
preguntó al primer transeúnte que vio, por la estación de la policía municipal;
se encaminó hacia ella y próximo a llegar, observó a un hombre alto, moreno,
con un tatuaje en el brazo derecho recargado sobre el costado de una patrulla, platicar
con cinco personas armadas. Había excitación, movía las manos con autoridad,
dando instrucciones. Al terminar, los subalternos abordaron sus patrullas y
salieron presurosos por diferentes rumbos. Dio marcha
atrás y buscó el refugio en la iglesia del pueblo.
A los llamados
desesperados, acudió el sacerdote del templo. Armando Quintero explicó
apresuradamente, con angustia y desesperación, lo acontecido. Pidió protección
de la iglesia, y la oportunidad de comunicarse con su familia. El sacerdote, un
hombre amable de mediana edad, trató de calmarlo, y le indicó al acólito que lo
condujera al teléfono. El muchacho, inquieto, miró fijamente por un momento a
don Armando, y lo llevó al lugar. El
reverendo los siguió, y al llegar, se adelantó: tomó el auricular y lo ofreció.
Con el movimiento del brazo, se deslizó la manga de la sotana, descubriendo la imagen
de un alacrán…
* Jorge Luis Borges
30 de julio de 2017
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