Sin-bad
El Chori se introdujo en
el callejón Tenochtitlán; en su
apresurado andar, volteaba hacia las azoteas esperando la autorización de los
custodios para continuar. Llegó al fondo y enfrentó a los dos guardianes que. con
pistolas al cinto, resguardaban la guarida, permitiéndole la entrada. La
penumbra, iluminada levemente por luces mortecinas, las conversaciones aisladas,
y el viciado ambiente picante y rasposo de la hierba que se estaba consumiendo,
le hicieron suponer la presencia de varios hombres en torno a el Sin-bad, jefe de la banda —Él mismo se había puesto el apodo por sus antecedentes militares
en labores contra el narcotráfico, y
porque: “era bueno: sin maldad. No
mataba, sólo hacía justicia”. Y la había aplicado estrictamente, hasta ser el
distribuidor principal de la zona—.
Esperó a que su mirada se acostumbrara
al ambiente, y distinguió al líder frente a él, apoltronado en un mullido sillón, y rodeado de
subalternos.
—Hola “Chori”, ¿qué te trae por acá?
—Hola “Sin-bad”, vengo a surtirme y hacer cuentas.
—Antes, acompáñanos, les estoy platicando de mi experiencia con un
nuevo producto que comenzaremos a distribuir próximamente, se llama “Miau miau”,
es una sal de efectos fabulosos, ¡te pone a volar en serio! La acabo de probar
y, estaba contando sus efectos: … pues la inhalé, y sentí de pronto un golpe brutal en los pulmones y un ardor en la
nariz. Me mareé, sudando y con el corazón latiendo precipitadamente, recosté el cuerpo en la pared. Los
pensamientos confusos y la imaginación desbordada me llevaron a un naufragio.
Entre maderamen y fierros nadé tratando de sobrevivir, hacia un montículo
cercano. Y exhausto, me tumbé a dormir. Desperté
cuando el piso comenzó a corcovear y me lanzó
por los aires al mar de un coletazo, antes de hundirse en las profundidades.
Inicié nuevamente mi desplazamiento y después de horas, vi una isla a la que
llegué con la ayuda de la corriente marina. A rastras me incorporé, admirando
los colores de la naturaleza que se confundían en torbellinos de arcoíris fulgurantes rozando mi cuerpo; al mismo tiempo, sentía
vibrar en mi interior el trino de miles de aves que, desde la floresta, emitían
hermosas melodías. Caminé con ese acompañamiento por la playa, y a lo lejos, vi
a dos hombres a caballo que se acercaban velozmente. Al llegar a mi, me tomaron
por las axilas y en andas llegué a la cima de una montaña muy alta, desde dónde
fui arrojado. Entre ramas de arbustos, piedras y arena, terminé en el fondo de un
barranco. Fuertes destellos sobre mis párpados cerrados me obligaron a
abrirlos, y al hacerlo me cegó la luz del sol reflejada en múltiples piedras. Me sorprendí al tocarlas ¡Eran
diamantes!, ¡diamantes en bruto!, regados
por el suelo. Recogí los que pude guardar entre mis harapos de ropas y
me dirigí hacia una roca ovalada y cónica, próxima. El extraño objeto blanco resultó ser un huevo
de ave ruc. Al acercarme para tocarlo, sentí un
fuerte revoloteo sobre mi cabeza, alcancé a rodarme y salir de su área de
influencia, antes de que la gran ave se posara sobre él.
Toda la noche la pasé pensando cómo
subir a la ave para que me transportara fuera de esa sima. Revisé las garras
del animal mientras dormía, y descubrí sobre sus cañas, larvas de insectos
gigantes adheridas. Con una laja, abrí el caparazón y maté a la oruga con una
estaca. La extraje y me ovillé en el caparazón. Por la mañana el ruc emprendió
el vuelo, y yo con él. Después de un largo trayecto llegó a su nido en un
acantilado.
—Y ¡¿Qué pasó?!, preguntaron varias voces.
—Desperté aquí, pero con esto en la mano: abriendo los dedos,
mostró un gran diamante.
¡Tengo que regresar!...
* Del cuento Simbad el marino
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