lunes, 10 de junio de 2019

El azar es destino

El Azar es destino
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A quién por codicia su vida aventura,
 sabed que sus bienes muy poco le duran.
El conde Lucanor
Cuento XXXVIII


August Shame  bajó del auto y volteó hacia su gran reto: el casino de Montecarlo. Admiró la iluminación espectacular que resaltaba la magnífica obra de la arquitectura de Charles Garnier, y su estilo Beux Arts, de finales del siglo XIX. Comprobó la hora en el reloj enmarcado por las torres de la parte frontal: diez y media… “En cinco horas, deberé asegurar mi futuro, espero que sea mi último trabajo”, caviló. Alisó el esmoquin, y se dirigió a la recepción. 
Era contador de cartas en el juego de blackjackUn hombre brillante en el manejo de  números, cálculo de probabilidades, y en la toma de decisiones. Había ganado una gran fortuna en su país, pero quería más… Decidió desbancar al Casino de Montecarlo, enfrentando todos los riesgosEl oficio lo había aprendido de su padre, famoso timador de California: corrido y golpeado en la mayoría de los casinos de la región, y muerto circunstancialmente, al  toparse con una bala en sentido contrario.
El contar cartas no es un delito; sin embargo, como a ningún casino le gusta perder, los jugadores son vigilados y monitoreados. Una vez detectados, los tratan de disuadir con dádivas para que dejen de jugar, o por la fuerza, después. A él,ya lo tenían identificado en su país, por eso decidió ejercer el oficio en Europa.
August comenzó ganando, las fichas de alta denominación se acumulaban delante. El crupier, nervioso por la imposibilidad de vencerlo, fue sustituido. En la segunda hora, siguió la tendencia, la muralla de fichas se elevó y la mesa se rodeó de perdedores, disfrutando el ver derrotada a la empresa. Se acercó el gerente del lugar y le musitó al oído la invitación a abandonar el juego a cambio de una jugosa cantidad y el disfrute del hotel por tiempo indeterminado. Rechazó la oferta, y su decisión fue coreada por los  espectadores. 
Tres crupiers y dos horas más de juego, fueron suficientes para que en el casino se sintiera una tensión estrujante, morbosa. Rompiendo protocolos, la gente había abarrotado la sala y esperaba nerviosamente el desenlace. August sudaba, continuamente sacaba su pañuelo para secarse el rostro tirante, concentrado. No parpadeaba, sus ojos negros, fijos en el despachador de cartas, como animal de presa al acecho, sólo se movían para analizar los movimientos del crupier. La apertura de cartas era coreada o deplorada  con interjecciones sordas de los concurrentes.
“Saber retirarse a tiempo, la consigna más repetida por mi padre. Esta será la última mano”, razonó.
Deslizó con suavidad hacia el frente la mitad del muro acumulado de fichas. El crupier, angustiado, volteó la mirada inquisitiva hacia el gerente del casino que nervioso, asintió levemente para que aceptara la apuesta más grande que se había hecho jamás en la sala. La mesa, vacía. Sólo el empleado y él… Le reparten sus dos cartas: Diez y Reina veinte puntos, suficiente, piensa. La concurrencia murmura decisiones individuales, y espera la de la casa: …¡As! Con la mirada fija en la carta del crupier, August, se planta. Nuevamente se escuchan las voces sordas de la expectante concurrencia. Respira hondo, y con la lentitud que implica la trascendencia de la apuesta, desliza el resto de las fichas al frente. El empleado, tembloroso, se da carta y la abre con lentitud… ¡El público exclama decepcionado un lamento que se extiende como sábana mortuoria por el casino… enmudeciéndolo. 
August se levanta con una triste sonrisa en el rostro demacrado, y escucha en su caminar el aplauso emocionado de los espectadores, que  perdieron con él, la partida más grande de la historia…  
10 de junio de 2019 


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